Paul Evdokimov
El arte del Icono
Teología de la belleza
p[tir biélkammfjarvtiarw
MADRID
1991
Título original: L’artc de I’icóne
Theólogie de la beauté
© Desclée de Brouwer
Traductora: Laura García Gámiz
Revisión Literaria: Macario Diez Presa, cmf.
© Publicaciones Claretianas
Juan Alvarez Mendizábal, 65, dpdo. 3.''
ISBN: 84-86425-98-0
Depósito legal: M. 9.805-1991
Imprime: Anzos, S. A. - FuenJabrada (Madrid)
EL ARTE DEL ICONO
Pablo Evdokimov nos ofrece hoy una Suma sobre la belleza, o
mejor, en la belleza: esa belleza divino-humana que << salvará al
mundo», como dijera ya Dostoievsky. Para llevar a buen o, me-
jor, «bello» término tal empresa, sin caer ni en el esteticismo ni
en un intelectualista reduccionismo del misterio, era, sin duda,
imprescindible este gran teólogo ortodoxo, en el sentido de una
teología que, como la suya, «canta la gloria» en comunión con
los transfigurados (se sabe que Evdokimov nos ha dado, en estos
últimos años, importantes estudios sobre la espiritualidad y la li-
turgia del Oriente Cristiano). El espíritu de la Ortodoxia, en su
más profunda e ininterrumpida continuidad, es un espíritu filo-
cálico. Filocalías se denominan -«amor a la belleza»- esas co-
lecciones de teología mística (y toda verdadera teología es
mística) que jalonan la historia del Oriente cristiano y que ayu-
dan al hombre a participar, con su inteligencia y su corazón au-
nados, en la gloria misma de Dios. Consiguientemente, el
método de Evdokimov es «filocálico», tan típico de un pensa-
miento que se ha nutrido en los Padres griegos, para quienes la
belleza es un Nombre divino y constituye una vía luminosa por
la que el mundo y el hombre encuentran su origen y su fin y que
se vela y se revela a la vez en la «cruz luminosa». Pensamiento
alimentado igualmente en la experiencia rusa de la liturgia como
«arte de las artes y presentimiento del reino», ya que en este li-
bro se percibe la resonancia de la decisiva admiración de los
mensajeros rusos llegados a Constantinopla, en ¡a iglesia de la
Sabiduría, en busca de la verdadera fe: «En ninguna otra parte
puede encontrarse tanta belleza». Pensamiento que pone al des-
3
cubierto, a través de Dostoi'evsky y Berdiaeff, pero también de
fung y de Heidegger, el vacío y el infierno que se abren en el al-
ma contemporánea, lugar, por otra parte, providencial, en el que
hacer brillar la luz de la Resurrección, es decir, del Espíritu San-
to: «Todo está lleno de luz, el cielo, la tierra, el infierno», canta el
Oriente cristiano en la noche de Pascua. Más allá de esa muerte
de todos los valores filosóficos, morales y estéticos, por la que, co-
mo por una noche, está pasando hoy Occidente, Evdokimov ve
proféticamente surgir el misterio irreductible de la persona (en el
sentido teológico, aunque inefable, de la hypóstasis), el rostro
martirizado y transfigurado - el icono- en torno al cual se revela
el mundo como una «zarza ardiente».
El libro, que parte de una visión bíblica y patrística de la be-
lleza para revelar, a su luz, las aspiraciones contemporáneas del
arte, culmina en la teología del icono, en el que la persona se
convierte, en un como sacramento de la Luz donde la historia se
consuma en eternidad. Y se cierra con el regusto paradisíaco de
diez iconos fielmente reproducidos y cuyo comentario, que parte
de la obra maestra de Rublév para terminar en el Angel-Sabidu-
ría de Novgorod, nos lleva desde el misterio de la Trinidad, fuen-
te de amor sacrificial, hasta el de la Sabiduría, que hace de ¡a
Trinidad el lugar de nuestra existencia renovada y que se con-
vierte para nosotros en conocimiento integral en el que el cora-
zón se abraza con la belleza.
Olivicr Clément
4
Primera Parte
La Belleza
CAPITULO PRIMERO
Visión bíblica de la belleza
«Lo hernioso es el esplendor de lo verdadero», decía
Platón: afirmación que el genio de la lengua griega com-
pletó forjando un término tínico, kalokagathia, que hace de
lo bueno y lo bello las dos vertientes de una misma cum-
bre. En el último grado de la síntesis, la de la Biblia, lo
verdadero y lo bueno se ofrecen a la contemplación, su
viva simbiosis marca la integridad del ser y hace surgir la
belleza.
«El pájaro en la rama, el lirio en el campo, el ciervo en
el bosque, el pez en el mar, las legiones innumerables de
hombres felices, proclaman con júbilo: ¡Dios es amor! Mas
por debajo, y como recogiendo todas estas voces, como el
bajo que brama dando fondo a todos estos claros sopra-
nos, se escucha, de profundis, la voz de los sacrificados:
¡Dios es amor !» 1
Los sacrificados, los mártires, estos «amigos heridos del
Esposo» que «se ofrecen como espectáculo a los ángeles y
a los hombres», representan los acordes fundamentales
del inmenso canto de la salvación. El Señor deposita las
espigas segadas en los graneros de su Reino. La Tradición
ve aquí la conformación con Cristo en la Belleza. Nicolás
1 Kíf.rkkcaard, 1.a nota de 7852, Bohlin, 1941, p. 251.
7
Cabasilas, el gran liturgista del siglo XIV, lo dijo hablando
de «los que supieron amar por encima de todo la Soberana
Belleza », 2 simiente de lo divino, «agapé arraigado en el co-
razón» 3 .
Al sacar el mundo de la nada, el Creador, como Poeta
divino, compone su «Sinfonía en seis días», el Hexaméron,
y en cada uno de sus actos «vio que era bello». El texto
griego del relato bíblico dice «kalón» -bello- y no «aga-
thón» -bueno-; la palabra griega tiene los dos significados
al mismo tiempo. Por otra parte, el verbo crear está conju-
gado en hebreo en su forma perfectiva: el mundo ha sido
creado, es creado y será creado hasta el final. Al salir de
las manos de Dios, ya el germen es bello, pero busca su
evolución, esa historia tantas veces agitada y trágica por el
sinergismo del actuar divino y del actuar humano. Según
san Máximo el Confesor, la consumación de la primera
belleza en la Belleza perfecta se realiza al final y recibe el
nombre de Reino 4 .
La Tradición nos aporta una precisión importante sobre
este punto. Un gran espiritual del siglo IV, Evagrio, co-
mentando la variante del Pater en el Evangelio de san
Lucas, donde en lugar de «Reino» se lee «que venga tu
Espíritu Santo», dice: «El Reino de Dios es el Espíritu San-
to; rogamos al Padre que lo haga descender sobre noso-
tros» 5 . De acuerdo con la Tradición, Evagrio identifica así
el Reino y el Espíritu Santo.
Por lo tanto, si el Reino contemplado es la Belleza, la
Tercera Persona de la Trinidad se revela como Espíritu de
¡a Belleza. Dostoievsky lo ha comprendido bien: «El Espíri-
2
3
4
5
M. Lot Borodine. N. Cabasilas , 1 958, p. 156.
San Juan Crjsóstomo, Ibid., p. 1 55.
MisL 23; P.G. 91, 701 C.
El Tratado de la Oración, I. Hausherr, París, 1960, p. 83.
8
tu Santo, dice, es la captación directa de la Belleza»; El
comunica el esplendor de la santidad. Por eso, según san
Gregorio Palamas, en el seno de la Trinidad, el Espíritu es
«la alegría eterna... en la cual los Tres juntos se compla-
cen» 6 . El célebre icono de la Trinidad de Rublév nos ofrece
la visión sobrecogedora de esta Belleza divina.
El dogma trinitario explicita: si el Hijo es la Palabra que
el Padre pronuncia y que se hace carne, el Espíritu la ma-
nifiesta, la hace audible y nos la hace oír en el Evangelio.
Pero el Espíritu permanece escondido, misterioso, silen-
cioso, «no hablará de Sí mismo» ( }n 16, 13). Su persona se
disimula en su misma epifanía: «Tu nombre tan deseado,
y constantemente proclamado, nadie sabrá decir qué es» 7 8 .
Su propia obra, en cuanto Espíritu de la Belleza, es una
«poesía sin palabras». Por relación al Verbo, el Evangelio
del Espíritu Santo es visual, contemplativo. En sus revela-
ciones, es el «dedo de Dios» que dibuja el Icono del Ser
con la Luz increada. En el umbral de la inefable Sabiduría
de Dios, hace contemplar la Belleza sofiánica del Sentido y
lo constituye en Templo cósmico de la Gloria.
«Lo que la palabra dice, nos lo muestra la imagen silen-
ciosamente», «lo que hemos oído decir, lo hemos visto»,
dicen los Padres del Séptimo Concilio refiriéndose al ico-
no. Ahora bien, si «Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor!
si no es por el Espíritu Santo» , nadie puede representar la
imagen del Señor si no es por el Espíritu Santo. El es el
Iconógrafo divino. El ritual de la consagración de una igle-
sia insiste sobre este atributo del Espíritu. El tropario (del
cuarto tono) canta la perfección de la forma adecuada al
6 Cap. fis., 37.
7 San SrMnONel Nuevo Teólogo, Himno al amor divino, en «La vida Espiritual», 27,
1931, p. 201.
8 1 Cor 12, 3.
9
advenimiento de lo Bello: «Igual que has desplegado en lo
alto el esplendor del firmamento, aquí abajo has revelado
la belleza de la santa morada de tu gloria». Sigue la epí-
clesis: «...por tu indecible amor hacia los hombres... la
creación ha recibido, como imagen de la nueva alianza, la
teofanía del Monte Sinaí, el prodigio de la zarza ardiente y
el templo del gran Salomón; te rogamos y te suplicamos...
envíes sobre nosotros y sobre toda tu heredad tu muy
Santo Espíritu...» - «Señor, amo la belleza de tu casa» (Sal
25).
Los atributos bien conocidos del Espíritu son la Vida y
la Luz. La luz es, ante todo, poder de revelación, y por eso
el Deus revelatus se llama Dios-Luz. Su poder «ilumina a
todo hombre que viene al mundo» ( Jti 1, 9) y, según san
Simeón, «transforma en luz a los que ilumina». Más aún,
se impone como fuente de todo conocimiento: «Con tu luz
conoceremos toda la luz» (Sal 36, 10) 9 .
Hay «puntos de vista» que son siempre parciales, por
lo tanto deformadores; como también se da la mirada ple-
na, que hace del hombre, según la expresión de san Maca-
rio 10 , un «ojo único» e inmenso penetrado por la luz
divina. San Gregorio de Nisa invita a «mirar por el ojo de
la Paloma», y san Máximo el Confesor «con el ojo de
Dios»: «Así como se da en el centro del círculo ese punto
único, en el que permanecen aún indistintas todas las lí-
neas que parten de él, así también aquel que sea juzgado
digno de alcanzar a Dios, conocerá en Él, con una ciencia
simple y sin conceptos, todas las ideas de las cosas crea-
9 La redacción de los Evangelios y el icono se sitúa después de la iluminación de
Pentecostés.
10 llom. 1,2.
10
das»". «Sin conceptos» significa la captación intuitiva y
contemplativa, y por eso los iconógrafos enseñan el «ayu-
no de los ojos»' 1 que enseña a contemplar.
Sobre el plano óptico, el ojo no percibe los objetos, sino
la luz reflejada por ellos. El objeto no es visible sino por-
que la luz lo hace luminoso. Lo que se ve es la luz que se
une al objeto, lo que lo desposa en cierta medida y toma
su forma, que lo figura y revela. La interacción misteriosa
del carbón y de la luz produce el diamante, la belleza.
Según una antigua creencia popular, el rayo de luz que
penetra la noche de una ostra engendra la perla 13 . El espa-
cio no existe sino por la luz que hace de él la matriz de
toda vida. En este sentido, la vida y la luz se identifican.
La luz convierte a todo ser en ser vivo, haciéndolo presen-
te, haciéndole ver al otro y ser visto por el otro, como un
ser que vive con y «hacia» el otro, existiendo el uno en el
otro. Por el contrario, el infierno, el Hadés griego o el Sheol
hebreo, significa el lugar tenebroso donde la soledad redu-
ce al ser a la extrema indigencia del solipsismo demo-
níaco, en el que ninguna mirada se cruza con otra. Los
Apotegmas coptos de Macario el Viejo ofrecen una sobre-
cogedora descripción de esta soledad. Los cautivos están
atados los unos a los otros por la espalda, y solamente una
gran piedad de los vivos les proporciona un instante de
reposo: «El tiempo que dura un abrir y cerrar de ojos, nos
vemos las caras unos a otros...»
Según el relato bíblico de la creación del mundo, al
comienzo: «Hubo una tarde y una mañana, tal es el día».
11 Juan Hani, El Simbolismo del Templo cristiano , París 1962, p. 126.
12 San Doroteo, Enseñanzas útiles para el alma.
13 Para san Efrén el Sirio, la perla evoca el bautismo de agua y el fuego, puosos el
fruto de la unión del agua y del fuego-luz. San Macario habla de la «Perla
celeste», imagen de la Luz divina, y en la parábola evangélica la perla da figura
al Reino.
11
El Hexaméron no conoce la noche. Las tinieblas y la noche
no son creadas por Dios; por el momento la noche no es
más que un signo de lo inexistente, la nada abstracta «se-
parada» del ser por su misma naturaleza. La mañana y la
tarde marcan la sucesión de los acontecimientos, designan
la progresión creadora y sólo forman el día, dimensión de
la luz pura. Su opuesto, la noche, todavía no es el poder
efectivo de las tinieblas; la noche en el sentido joánico sólo
aparece en la caída.
No es una simple y pasiva ausencia de luz. Los psi-
quiatras saben que toda «pasividad» aparente esconde u-
na sorda y activa resistencia. La tiniebla en cuestión es una
huida desesperada hacia el interior de sí misma, pues, im-
potente para sustraerse a la luz, y para esconderse, se
cubre de oscuridad culpable, manifiesta una actitud de-
moníaca y consciente de negación y rechazo.
Cuando se celebra la Cena del Señor, la cámara alta está
completamente inundada de luz, pues Cristo está en me-
dio de los apóstoles. En este momento. Satanás entra en
Judas y desde entonces Judas ya no puede permanecer en
el círculo de luz: sale precipitadamente, y Juan, tan sobrio
para los detalles, señala: era de noche. Las tinieblas de la
noche envuelven a Judas y encubren el terrible secreto de
su comunión con Satanás.
El primer día de la Creación, anotan los Padres, no es
próti sino mia; no es el primero sino el uno, el único, fuera
de serie. Es el alpha que ya lleva y llama a su oméga, el
octavo día de la armonía final, el Pleroma.
Este primer día es el himno jubiloso del Cántico de los
Cánticos del mismo Dios, el surgimiento fulgurante del
«¡hágase la luz!» Esta luz no es un elemento óptico, que
aparecerá el cuarto día con el sol astronómico. La luz ini-
cial, «al comienzo» en su sentido absoluto, in principio, es
la revelación más conmovedora del rostro de Dios. «Que
12
se haga la Luz» significa para el mundo en potencia: que
la Revelación tenga lugar, y, por lo tanto, que el Revela-
dor, ¡que el Espt'ritu Santo venga! El Padre pronuncia su
palabra y el Espíritu la manifiesta. El es la Luz de la Palabra.
Esta revela a Dios como el tú absoluto y suscita inmediata-
mente al que la escucha y contempla, la segunda luz surgi-
da de la Luz e instalándose como su segundo yo y espejo
en la luz-revelación-comunión.
Incluso tras la caída, «la luz alumbra en las tinieblas».
No alumbra simplemente por alumbrar, sino que meta-
morfosea la noche en día sin ocaso: «Tu luz se elevará en
el seno de la oscuridad y la noche se convertirá en claridad
de mediodía» (/s 58, 10). «El ojo es la lámpara del cuerpo:
si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará en la luz» (Mí 6,
22). La tradición hesicasta enseña el método del recogi-
miento silencioso y la ciencia de la luz: «Los perfectos se
instruyen en lo divino no solamente por la palabra (el Ver-
bo), sino por la luz de la palabra (el Espíritu Santo), miste-
riosamente...»
En la cima de la santidad, el ser humano «se convierte
en cierta medida en luz» 14 . Así, un Serafín de Sarov se
viste de sol y resplandece; llamado «muy semejante», él es
el icono viviente del Dios-Luz. San Gregorio de Nisa des-
cribe la subida del alma que escucha: «Te has vuelto bella
acercándote a mi luz». El hombre es aspirado hacia lo alto,
se podría decir que «cae hacia lo alto», y alcanza el nivel
de la belleza divina. Estar en la luz es estar en una comu-
nión clarificadora que revela los iconos de los seres y de
las cosas, capta sus logoi contenidos en el pensamiento di-
vino e inicia así su integridad perfecta; dicho de otra ma-
nera, su belleza querida por Dios.
U
G. Pal AMAS, I familias sobre la presentación de la Santa Virgen en el templo.
13
El Apocalipsis está en el término, pero también en el
comienzo. La luz del primer día es el objeto de la visión,
pero es también el órgano de la visión. Como el primer
tiempo de la creación, «el siglo futuro entero forma un
solo día, el gran Día», dice san Gregorio de Nisa. Efectiva-
mente, según el Apocalipsis: «La noche no existirá, y los
hombres no necesitarán ni la luz de lámpara ni de sol,
porque el Señor Dios los iluminará» (22, 5).
«Yo soy el alpha y la omega... el comienzo y el fin». El
círculo de la Revelación está cerrado en la diferencia y al
mismo tiempo en la identidad perfecta de todos sus ele-
mentos. La primera palabra de la Biblia «Hágase la Luz»
es también la última: «¡Hágase la Belleza!» El hombre sólo
puede convertirse por entero en doxología viviente: «Glo-
ria a Ti que nos has revelado la Luz». - «Una cosa pido a
Yavé y esta busco: habitar en la casa de Yavé todos los
días de mi vida, contemplar la Belleza de Yavé». Su obra
propia como Espíritu de la Belleza es: una «poesía sin con-
templación de la Belleza divina se extiende sobre la eterni-
dad...»
14
CAPITULO II
La teología de la belleza
en los Padres
Según la narración legendaria de la «elección de la fe»,
Vladimir, príncipe de Kiev, habría enviado emisarios a los
musulmanes, judíos, latinos y griegos, con el fin de es-
coger la mejor religión. La relación que sus enviados hi-
cieran sobre lo que habían vivido en Constantinopla, lo
habría decidido, sin dudar, por el cristianismo bajo su for-
ma bizantina. Porque decían: «No sabíamos si estábamos
en el cielo o sobre la tierra, ya que en la tierra no se en-
cuentra semejante belleza». No se trata aquí solamente de
la impresión estética, pues el relato la sobrepasa infinita-
mente: «Así, pues, no sabemos lo que debemos decir, pero
sí sabemos una cosa, y es que Dios mora allí con los hom-
bres...» Es la presencia de Dios entre los hombres la que es
hermosa; la que arrebata las almas y las transporta.
San Germán, patriarca de Constantinopla, decía que,
con Cristo, todo el cielo ha descendido sobre la tierra, y
que el alma cristiana está por siempre sobrecogida con tal
visión. Los más grandes Padres Orientales son poetas ilu-
minados y su teología es contemplativa. «Teólogo es aquel
que sabe orar», decían Evagrio y san Gregorio de Nisa.
Teólogo es aquel que traduce en términos teológicos la
experiencia litúrgica de Dios, su comunión vivida. Orante,
15
la teología se construye como una composición litúrgica;
incluso los dogmas en su formulación presentan una do-
xología. Se comprende que el padre Sergio Bulgakov lla-
me a la Ortodoxia «el cielo en la tierra», pues en su
cumbre ésta se expresa en términos de luz y de belleza.
Para Dionisio el Pseudo-Areopagita, la Belleza es uno
de los nombres de Dios en su conexión con el ser humano
y en una relación de conformación, pues «el hombre es
creado según el modelo eterno, el arquetipo de la Belle-
za» 1 . En este plano de las estructuras arquetípicas, la crea-
ción del mundo contiene en germen su última vocación y
determina el destino del hombre: «Dios nos concede parti-
cipar de su propia Belleza» 2 3 . Los Padres adoptan esta pers-
pectiva y establecen así el fundamento de una penetrante
teología de la Belleza.
Junto con Gregorio de Nisa, Dionisio y Máximo el Con-
fesor, la Tradición asimila las geniales intuiciones de Pla-
tón sobre el Éros como «nacimiento de la belleza». Y ya el
himno al amor de san Pablo (/ Cor 13), ese Banquete pauli-
no, es una magnífica réplica al Banquete de Platón. Para san
Máximo, el Creador es el «Éros divino» y Cristo es el «Éros
crucificado». «El Éros divino, dice san Macario, ha hecho
descender a Dios sobre la tierra»' 1 . El poder del amor divi-
no contiene el Universo, y del caos hace el Cosmos, la
Belleza. Normalmente, todo ser viviente está en tensión
hacia el Sol de la Belleza divina. Lo dice san Basilio: «Por
naturaleza los hombres desean lo bello» 4 ; el hombre, pues,
en su esencia, es creado con la sed de lo bello, es él esta
1 llier. eccles., 111,7.
2 Ibid., III, 11.
3 Hom. 26,1.
* Kegulae fusius t metate , P.G. 31, 912 A.
16
misma sed puesto que, como «imagen de Dios», «de la
raza de Dios» ( Hch , 17, 29), está «emparentado» con Dios
y, en su «semejanza, el hombre manifiesta la Belleza divi-
na» 5 . Los oficios litúrgicos definen una cierta categoría de
santos con la denominación de «muy semejantes». Del
mismo modo, se ha llamado a una recopilación ascética
bastante conocida Philocalía, que significa «amor de lo be-
llo», palabra sintomática que quiere decir que un asceta,
un espiritual, un «teodidacta», no es solamente bueno, lo
cual es consabido de antemano, sino que es bello, resplan-
deciente de la belleza divina: «Dios ha hecho al hombre
poeta de su resplandor» 6 , anota san Gregorio Nacianceno.
La tradición antioquena, cristológica, pone el acento so-
bre la revelación del Verbo en su humanidad. La tradición
alejandrina, pneumatológica, insiste sobre la belleza de lo
divino. San Cirilo de Alejandría precisa, y con razón, que
lo propio del Espíritu es ser el Espíritu de la Belleza, la
forma de las formas; en el Espíritu, dice, somos partícipes
de la Belleza de la naturaleza divina 7 . En el momento de la
creación, el soplo original «confería al hombre la belleza
perfecta» 8 . Sellado por los dones del Espíritu Santo, el
hombre recibe un carisma contemplativo: lleva en sí mis-
mo «un logos poético escondido», y microtheos como en un
microcosmos, «contempla en sí mismo la Sabiduría de
Dios, la belleza de los logoi poéticos del universo» 9 . San
Basilio de Seleucia habla del carisma propiamente artístico
de penetrar y resucitar la esencia de las cosas: «Dios da el
5 San Gregorio de Nisa, De opif. hom 1 8 , 1 92 CD.
6 RC. 38, 1.327.
7 Sobre S. Juan, 16,25; P.G. 73,464 B.
8 Ln Mat. 24, 51.
9 San Basiuo, flom.21; RC.31, 549 A; 216 A.
17
ser a todo viviente y el hombre le da su nombre » 10 . Heideg-
ger, en su Metafísica, al hablar de Holderlin, hace hincapié
en que la esencia de la poesía es justamente nombrar, crear
el nombre. La figura de la «zarza ardiente» o de la «llama
de las cosas», según la expresión de san Isaac el Sirio,
adquiere aquí todo su relieve: «El fuego inefable y prodi-
gioso escondido en la esencia de las cosas como en un
arbusto, dice san Máximo, es el fuego del amor divino y el
estallido fulgurante de su belleza en el interior de cada
cosa» 11 .
El arte contemplativo se sitúa, pues, en el centro de la
cosmología de los Padres: la visión de los logoi arquetípi-
cos, de los pensamientos de Dios sobre los seres y las co-
sas, crea una grandiosa teología visual, una iconosofía.
Todo posee su logos, su «palabra interior», su «entelequia»
estrechamente ligada al ser concreto. Tal lazo es fruto del
Fiat divino; él es la correspondencia adecuada y, por tanto,
transparente entre la forma y su contenido, su logos ; su
íntima compenetración, su coincidencia secreta, se revela
en términos de luz y constituye la belleza. Según san Pa-
blo, la gloria aparece allí donde la forma y la idea de Dios
que la habita se identifican, y sobre todo allí donde la
forma se convierte en el lugar teofánico, donde el cuerpo
se erige en templo del Espíritu Santo. La belleza de Cristo
está en la coexistencia de la transcendencia y la inmanen-
cia divinas. La oración dirigida al ángel de la guarda lo
llama guardián del alma y del cuerpo, de su transparencia
recíproca, con lo que se muestra éste como guardián de la
belleza.
Un espíritu poderoso puede asumir un cuerpo débil;
imperfección de nuestro mundo; su estado se refiere al
10 Hom. sobre las escrituras; P.G. 85, 41 A.
" Amb.;P.C. 91, 1.148 C.
18
misterio de la Kénosis del Servidor de Yavé del que habla
Isaías (53, 2): «Sin belleza ni esplendor y sin atractiva apa-
riencia»; es el velo kenótico que cubre el esplendor de que
habla el salmo (44, 3): «Eres bello, el más bello de los hijos
de los hombres». Es también la «belleza del hombre oculta
en el corazón», según la expresión de san Pedro (1 Pe 3, 4).
En este caso, la misma imperfección se vuelve inefable-
mente «bella», ya que en una superación, verdadera trans-
figuración, el obstáculo se pone al servicio del espíritu en
una misteriosa conformidad con el destino secreto de un
ser. En último término, los «locos por Cristo» se afean por
vocación y descienden hasta la raíz del oprobio para llevar
hasta ahí la luz, como espectáculo, a veces, sólo ante los
ángeles.
Por el contrario, la espantosa fealdad de los confines de
lo demoníaco es un eclipse de contenido, apariencia pura-
mente formal, cadavérica, o forma monstruosa, porque es
mentirosa y parasitaria, impostura cuya máscara esconde
el contenido, perversión ontológica, no coincidencia, dese-
mejanza, disolución, infierno y nada, en último término: la
forma vacía, como absoluta adecuación a un contenido
absolutamente inexistente y, por lo tanto, la desaparición
de ambos.
Cristo es la faz humana de Dios; el Espíritu Santo des-
cansa sobre El y nos revela su belleza absoluta, divino-hu-
mana, que ningún arte puede reproducir adecuadamente.
Solamente el icono puede sugerirla a través de los esplen-
dores del Tabor.
Para Heráclito «la guerra es el padre de todo»; en cam-
bio, «la armonía, el equilibrio, la belleza es la madre de
todo». Ofrece él la imagen sorprendentemente expresiva
del arco y la lira. En griego, la palabra bios designa a la vez
el arco y la vida, lo que mata y lo que vivifica. El padre-
guerra está simbolizado por el arco, y la madre-belleza
19
por la lira. Ahora bien, se puede decir que la lira es el arco
sublimado, el arco de varias cuerdas; en lugar de la
muerte, canta la vida. Así, el masculino guerrero, asesino,
puede ser armonizado, sublimado por lo femenino y con-
vertido en vida, cultura, culto, liturgia doxológica. En la
cumbre, está la belleza de la Theotókos, Madre de Dios y
por eso Madre de todos los hombres, la Nueva Eva-Vida:
lugar privilegiado del Espíritu de Belleza y que sólo a tra-
vés de su icono puede acercarnos al misterio. «Era necesa-
rio, escribe Palamas, que aquella que daría a luz al más
bello de entre los hijos de los hombres, fuese ella misma
de una belleza admirable» 12 .
José de Volokolamsk (siglo XV), muy aficionado al arte
de Andrés Rublév, en su Discurso sobre la veneración de los
iconos, se eleva hasta la más alta poesía. Hablando del ico-
no de la Trinidad, dice: «Desde la imagen visible del espí-
ritu se lanza hacia lo divino. No es el objeto (el icono
material) lo que se venera, sino la Belleza por analogía que
el icono transmite misteriosamente...». Los iconos ilustran
lo que la literatura bizantina llama «los inefables destellos
de la belleza divina...».
Todo conocimiento catafático, positivo, postula la apo-
fasia, un límite en el que se detiene aquél ante el umbral
de lo indecible y concluye en el sistema de los símbolos
contemplados; el «realismo simbólico» de la liturgia tiene
siempre el significado de un simbolismo epifánico: el invo-
cado en la epíclesis responde con su venida inmediata,
que se irradia en lo visible de los sacramentos y del culto.
San Máximo dibuja una inmensa visión de los círculos
concéntricos del ser creado centrado en el Cristo Cosmo-
crátor. Al final, el mundo se revela como «imagen y apari-
Hom.53. Ver el icono de Nuestra Señora de Vladimir.
20
ción de la luz inaparente, espejo purísimo, límpido, ínte-
gro, inmaculado, transparente, recibiendo, si así está per-
mitido decirlo, todo el esplendor de la primera belleza» 13 .
La criatura se unirá al Creador hasta la «identidad por
asimilación», fruto de la divinización, «identidad en acto»
que, como un puente, une las dos orillas sobre el abismo.
Todas las antinomias del mundo terminan por disolverse
como vapores en el azul de la eternidad.
«El éros humano irresistible» se alza hacia el único De-
seable para encontrar el Eros divino que, «por su parte,
sale de sí mismo y se une así a nuestro espíritu» 14 . Es,
precisamente, el nacimiento en la Belleza, tan profunda-
mente acentuado en el misticismo de la liturgia, el que
aparece impregnado por el pensamiento de los Padres. El
hombre, creado a imagen del Creador, también es creador,
artista y poeta. Una teurgia «poética» y doxológica condi-
ciona y da forma a una teología viva: «la belleza perfecta
viene de lo alto, de la unión con la luz más que resplande-
ciente y único origen de una teología segura», afirma con
fuerza san Gregorio Palamas 15 .
Aquello que el Consejo preetemo de Dios decide sobre
el destino del hombre, lo resume el Apocalipsis en eterna
alabanza de Dios: «Y todos los ángeles... los ancianos y los
cuatro animales... se postraron ante el trono, con el rostro
en tierra, y adoraron a Dios diciendo: ¡Amén, Aleluya! Y
del trono salió una voz que decía: Alabad a Dios, todos
sus servidores» {Ap 7, 11; 19, 4). Un santo no es un super-
hombre, sino aquel que vive su verdad como ser litúrgico.
La definición antropológica más exacta la encontraron los
13 Mtsf.23; P.G.91, 701 C.
14 Gregario Palamas, J. Mkyhnixjkfv, pp. 178, 212.
15 J.Mirrt-:NDORFF, 0 />. cit ,p. 140.
21
Padres en la adoración «eu caris tica». El ser humano es el
hombre del Sanctus en su ascensión hasta los coros de los
ángeles que «en un movimiento eternamente inmutable en
tomo a Dios... cantan y bendicen, con triples bendiciones,
el triple rostro del único Dios» 16 . El canto del Sanctus du-
rante la liturgia es una theología, es decir, un canto produ-
cido por el Espíritu Santo 17 .
«Cantaré a mi Dios mientras viva» ( Sal 104, 33). Merced
a esta «acción» el hombre se sitúa aparte, se ha tomado
santo. Cantar a su Dios, sus perfecciones, en definitiva, su
belleza: he ahí su única preocupación, su único «trabajo»
del todo gratuito. El «Orante» de las catacumbas repre-
senta la correcta actitud del alma humana, su estructura
en forma de oración. «Someter la tierra» es transformarla
en templo cósmico de adoración y ofrecerla a Dios. La
iconografía se siente muy atraída por este tema, que resu-
me el mensaje del Evangelio en una sola palabra: «chaire»,
«regocijaos y adorad... que toda criatura que respira dé
gracias a Dios». San Pablo define magistralmente el fin
último de los carismas: «Habéis sido sellados por el Espíri-
tu Santo... y Dios se ha tomado [los seres sellados] para
alabanza de su gloria» (E/ 1, 14). No sabríamos precisar
más exactamente la vocación transcendente del hombre,
su ministerio doxológico e iconográfico: «Reunidos en tu
templo, nos contemplamos en la luz de tu belleza celeste»,
canta la Iglesia.
La espiritualidad cabasiliana en el siglo XIV sintetiza
una larga tradición y se define como la participación de
todos los fieles en una escatología litúrgica: «la vida futura
se ha derramado para mezclarse con la vida presente, el
Sol de gloria se nos ha aparecido con una inmensa conde-
u San Máximo, Mis/, cap. 1,21.
’ 7 Ver E. Petkrson, EJ libro de los Angeles, Desdée De Brou wer, 1 954.
22
scend encía..., a ios hombres se les ha dado el pan de los
ángeles». Como «verdadero amante». Dios «crea el univer-
so y la belleza», se encama y muere por amor. Al final,
Cabasilas evoca la Parusía gloriosa, cuando Cristo apare-
cerá sobre las nubes como «hermoso Corifeo en medio de
un coro hermoso» y atraerá hacia sí a todas las criaturas,
en un impulso extítico. «La venida del Señor... ¡qué espec-
táculo! Asamblea de dioses alrededor de Dios, hermosas
criaturas formando una corona alrededor de la Belleza su-
prema» 18 . La humanidad deificada de Cristo, cual «antor-
cha de cristal», resplandecerá como una nube franjeada
con el oro trisolar. El Kontakion de la fiesta de la Ortodoxia
lo proclama: «El Verbo... habiendo restablecido la imagen
mancillada en su antigua dignidad la unió a la Belleza
divina». «Cuando la gracia nos ve aspirar de todo corazón
a la belleza, dice Diadoco Foticense, ésta le proporciona la
marca de la semejanza» 19 . Procopio de Gaza, en De aedifi-
ciis (1,1), admira la belleza del templo de santa Sofía y
subraya que «Dios se complace en él muy particularmen-
te». E>ios se complace en toda obra de arte, espejo de su
gloria, y se complace en todo santo, icono de su esplen-
dor 20 .
18 Vida en jes ucristo, tr. por S. Broussai.EUX, pp. 136, 157.
19 «Fuentes cristianas», 1955, p. 149.
20 En sus casas, los fieles eslavos, con gran sutileza espiritual, llaman «ángulo de
belleza» al rincón que llenan deiconos.
23
CAPITULO III
De la experiencia estética
a la experiencia religiosa
Hay un parecido sorprendente entre estas dos expe-
riencias: de cara a su objeto las dos representan una acti-
tud de contemplación, quizá incluso de oración, de
súplica. Lo que las distingue es la forma con que cada una
posee su objeto, o más bien es poseída por él.
La filosofía, con Kant, enuncia: lo Bello es «lo que agra-
da universalmente y sin concepto», lo que suscita un pla-
cer desinteresado, pues «lo Bello es una finalidad sin fin» ,
ni utilitario ni moral. Más importante aún es la afirmación
de que la noción de lo bello es convertible con la noción
del ser, lo que significa que la belleza se sitúa en el límite
de la plenitud, se identifica con la integridad ideal del ser.
En cambio, la fealdad es una deficiencia de ser, su perver-
sión por indigencia.
Los escolásticos decían con respecto a lo bello: id quod
visum placel, lo que, visto, agrada. Más tarde Nicolás Pous-
sin hablará de «delectación», y Delacroix, de una «fiesta
para el ojo». Para todos, el «placer» o emoción es sintomá-
tico del conocimiento estético, de lo verdadero percibido
1 Crítica del juicio, 1 , 9 , 17 .
25
sensiblemente por medio de formas artísticas. Un artista
revela la sustancia del ser purificado de sus implenitudes
y hace que se contemple su aspecto ideal. Según palabras
de Baudelaire, hace que se vea «otra naturaleza», su ver-
dad oculta. La belleza presenta así una de las caras de la
trinidad ideal de lo verdadero, lo bueno y lo bello. El artis-
ta lleva su luz a la oscuridad, no produce ni copia sino que
crea formas sensibles, receptáculos de un contenido ideal.
En su punto culminante, el arte aspira a la visión del ser
pleno, del mundo tal y como debe ser en su perfección e
inicia una aproximación al misterio ontológico. La percep-
ción intuitiva de la belleza ya es una cierta victoria creado-
ra sobre el caos y la fealdad.
Benedetto Croce, en su Estética como ciencia de la expre-
sión, demuestra que el arte está ante todo ligado a la ex-
presión; por eso la experiencia estética es la más
inmediata, quizá más en la música, pues su dinamismo se
encuentra libre del espacio y se desarrolla por completo en
el tiempo. Con los elementos de este mundo, el arte nos
revela una profundidad lógicamente inexpresable. En
efecto, es imposible contar una poesía, descomponer una
sinfonía, desencajar un cuadro. Lo bello está presente en la
armonía de todos sus elementos y nos sitúa ante una evi-
dencia que sólo se puede demostrar y justificar contem-
plándola. Su misterio ilumina desde dentro el exterior
fenomenal igual que el alma se muestra misteriosamente
en una mirada. Lo bello viene a nuestro encuentro, se hace
íntimo, cercano, emparentado con la sustancia misma de
nuestro ser. No se trata de ninguna manera de una ilusión
o de una transferencia de nuestras emociones subjetivas;
no añadimos nada a la realidad objetiva de una revela-
ción, simplemente somos atrapados por ella incluso sin
poder encontrar siempre «palabras poéticas» adecuadas a
nuestra agitada experiencia, pues ésta brota no de la razón
26
sino del corazón, en un sentido pascaliano. Para Isabel
Riviére, la tarea de Alain-Foumier en Le Grand Meaulnes
era la de revivir lo maravilloso del mundo «donde todas
las cosas son vistas desde su belleza secreta».
Los grandes pintores afirman no haber visto nunca na-
da feo en la naturaleza. Un artista nos presta sus ojos y nos
hace ver un fragmento en el que, sin embargo, el todo está
presente igual que el sol se refleja en una gota de rocío.
Del mismo modo que un ser vivo, el mundo se vuelve
hacia nosotros, nos habla, nos confía sus cantos y sus colo-
res secretos, nos llena de una alegría desbordante y rompe
nuestra soledad. Comulgamos con la belleza de un paisaje,
de un rostro o de una poesía igual que comulgamos con
un amigo, y sentimos una extraña consonancia con una
realidad que nos parece ser la patria de nuestra alma, per-
dida y reencontrada. El arte «desfenomenaliza» la realidad
vulgar y el mundo entero se abre al misterio. Ahí se detie-
ne la experiencia estética.
Kierkegaard, en su famosa filosofía de los estadios,
plantea una cuestión: ¿existe una manera estética, ética o
religiosa de alcanzar el valor supremo? La Edad Media
celebró el Venusberg, ese reino de embriaguez cuyo pri-
mer nacido es Don Juan. Encama el principio estético de
una existencia abandonada al deseo y al goce de la vida.
Pero «la mujer inspira al hombre tanto tiempo que éste no
la posee», ella puede abrirlo al infinito, pero enseguida
debe desaparecer. El «primer amor» es la primera y única
fresca evasión romántica, mientras que al final los mundos
imaginarios nos hunden en la ilusión o la mistificación. El
seductor fracasa por abstracción, el sonido musical de su
arte está cascado, su goce de los momentos fugitivos, co-
mo artista, se realiza a expensas de sus víctimas, que su-
fren y desentonan. El deseo se reduce a una pura
geometría, juego del erotismo musical con, en último tér-
27
mino, la inquietud y el equívoco del que no se sabe si es
un bien o es un mal. Hay que sobrepasar lo inmediato
insuficiente, pues todo momento supremo se acompaña
de la muerte. El que goza baila sobre el abismo y su deses-
peración despierta la profunda e infinita melancolía.
Ahora bien, la desesperación, en su más profundo abis-
mo, suscita la nostalgia de una elección de sí mismo en su
valor eterno y es el paso al estadio ético. A los goces irres-
ponsables del esteta se opone el moralista con su sistema
de deberes y responsabilidades. Lucha contra el tedio y la
monotonía de la vida con repeticiones-renovaciones y con
la profunda seriedad de su yo. Puede alcanzar el valor de
un arroyo fresco que fluye, pero el estadio ético fracasa
frente al pecado, la culpabilidad y la angustia.
Conducido por la mano de Dios, el hombre rebasa a
pesar suyo el límite de lo ético y lo estético. El caso de
Abraham muestra una «suspensión de lo ético». El hom-
bre está siempre sobre un abismo, y sin embargo es feliz.
Esto es lo absurdo y paradójico de la fe. El Hombre-Dios
es definitivamente la paradoja del poder supremo. En el
estadio religioso, el hombre entra en relación de forma
absoluta con lo Absoluto por medio de la angustia y el
sufrimiento.
A pesar del poder de su genio, en su actitud religiosa
Kierkegaard permanece fren te a Dios y no en Dios. Le falta
el milagro de las bodas de Cana. El hálito gozoso de la
gracia nunca recorre las oscuras, las irónicas páginas de
sus libros y de su vida. En una cristología docética, al
margen de Pentecostés, la alteridad absoluta de Dios se
proyecta en la alteridad de todo ser humano y hace impo-
sible el amor pneumatóforo. La relación negativa, hecha
de distanciamiento, desemboca en último término en la
ausencia. Ahora bien, en el caso del sacramento del matri-
monio, su misma materia es la alteridad amada: finís amo-
28
ris ut dúo unum fiant. El Otro divino se me hace más inte-
rior que mi alma y le sigue el ser amado. Dios viene a
nuestro encuentro, haciendo de lo ético la ascesis de la
creación, y de lo estético el advenimiento de su Belleza.
La existencia de Dios se demuestra con la adoración, no
/
con pruebas. Este es el argumento litúrgico e iconográfico.
A esto se llega por un salto en la evidencia, en la certeza
pascaliana. «Da tu sangre y recibe el Espíritu», dice un
antiguo logion monástico.
Desde el punto de vista del pensamiento profundo de
Aristóteles, en la tragedia es donde encontramos la belleza
y el poder de purificación, porque la belleza no es una
realidad solamente estética sino también metafísica. El es-
tetismo puro, que no reconoce más que los valores estéti-
cos, seguramente es el más alejado de la belleza;
autónomo y por lo tanto sin defensa, se abre fácilmente a
las desviaciones demoníacas. La belleza puede ser engaño-
sa y sus encantos pueden esconder lo inmoral y una sor-
prendente indiferencia en cuanto a la verdad. Es evidente,
y san Pablo lo afirma, que la belleza de la naturaleza es
frágil; efectivamente sufre y espera su liberación de la ma-
no del hombre religioso ( Rom 8, 21).
Lo absoluto es Dios, pero Dios sobrepasa la perfección
abstracta de un concepto filosófico: El es el Viviente, el
Existente; en tanto que Amor, El es Trinidad; en cuanto
Amor, es Él mismo y el Otro, el Dios-Hombre. El mundo
no existe sino porque es amado y su existencia es testimo-
nio del Padre «que tanto ha amado al mundo» ( Jn 3, 16). A
la luz de esto, la contemplación, no estética sino religiosa,
se revela enamorada de toda criatura; en el nivel de la «ter-
nura ortológica», la contemplación se eleva por encima de
la muerte, de la angustia y de las «preocupaciones», inclu-
so por encima de los remordimientos, pues «Dios es más
grande que nuestro corazón». En el trasfondo de la oposi-
29
ción radica] entre el Ser y la Nada, entre la Luz y las Tinie-
blas, los textos de san Juan se centran en la inmanencia
recíproca de Dios y del hombre. Desde este momento, es
evidente que la verdadera Belleza no se sitúa en la natura-
leza misma sino en la epifanía del Transcendente que hace
de la naturaleza el lugar cósmico de su resplandor, su
«zarza ardiente». En sus notas, Dostoievsky recoge el tema
hesicasta del Reino interiorizado y dice: «la luz del Tabor
es la que distingue al hombre de la materia que constituye
su alimento», y Dios le da por añadidura «el pan de los
ángeles» y su propia sustancia.
El esplendores inherente a la verdad; ahora bien, ésta no
existe en abstracto. En el nivel de su plenitud, exige una
personalización, pretende ser enhipostasiada, y Cristo res-
ponde declarando: «Yo soy la Verdad». Dada la íntima
unidad de estos dos aspectos de una sola realidad, la pala-
bra del Señor significa también: «Yo soy la Belleza», de
manera que toda belleza es uno de los símbolos de la En-
camación: «No hay ni puede haber nada más bello y más
perfecto que Cristo», exclama Dostoievsky. Sin embargo,
la contemplación de la belleza, contemplación puramente
estética, incluso la de Cristo, no es suficiente y exige el acto
religioso de la fe, participación activa e incorporación a la
belleza transformadora del Señor. La Belleza del Hijo es la
imagen del Padre-Fuente de la Belleza, revelada por el
Espíritu de la Belleza. Se trata de la Belleza trinitaria, la
que contemplamos en la figura del Verbo encamado,
pues: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». Éste es el
orden de la Encamación: Cristo es el «Juicio del juicio»,
dice san Máximo; es el «juicio crucificado» de toda figura
de este mundo, el Arquetipo de toda forma y por eso,
según los Padres, la belleza no se formula sino a partir de
Dios: «Sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfec-
to», también significa «sed bellos como vuestro Padre ce-
30
leste es bello», pues la forma de la perfección divina es
bella desde sus orígenes; es objeto de una contemplación
silenciosa, «forma que informa todo lo que es informe»,
según la feliz expresión del Pseudo-Dionisio.
Para los Padres, la Belleza divina es una categoría fun-
damental, bíblica y teológica; partiendo de ella, la belleza
en el mundo es una realidad teologal, una cualidad trans-
cendental del ser, análoga a lo verdadero y lo bueno. La
armonía de las verdades divinas está personalizada en
Cristo, que es creído y también es visto y contemplado,
pues la humanidad deificada del Verbo es ese «candelabro
de cristal» que irradia la luz trinitaria. La Epifanía, el Ta-
bor, la Resurrección, Pentecostés son irrupciones fulguran-
tes que se dejan ver. Pero en estas revelaciones es el objeto
el que determina enteramente al sujeto. La luz es el objeto
de la visión, siendo también el órgano. La Transfiguración
del Señor, en definitiva, era la de los apóstoles, cuyos ojos
abiertos podían por un momento percibir más allá de su
kénosis la gloria del Señor; «por una transmutación de sus
sentidos pasaron de la carne al Espíritu», nos dice Pala-
mas 2 .
Según Hebreos 5, 13-14, lo perfecto posee «una ejercita-
da facultad de percepción», el espíritu de discernimiento,
función axiológica que distingue infaliblemente tanto el
bien del mal, como lo bello de lo feo. Dios quiere que su
epifanía sea percibida por el hombre entero. Palamas su-
braya con gran intensidad la integridad del ser humano en
el que «el cuerpo también tiene la experiencia de las cosas
divinas» 3 . Junto al «kósmos noetós» (mundo inteligible),
la Tradición sitúa al «kósmos aisthetós» (mundo sensi-
ble), todo el terreno sensible de los sacramentos, de la li-
2 Hom. 35; P.G. 151,433 B.
3 Tome Hagior.; P.G. 1 50, 1 .233 D.
31
turgia, del icono y de la experiencia vivida de Dios. Al
final de la liturgia de san Juan Crisóstomo, con un admira-
ble realismo litúrgico, los fieles confiesan: «Hemos visto la
Luz verdadera...» Según san Máximo, los poderes del al-
ma alcanzan su plenitud mediante los sentidos. El alma
oye, ve, huele, gusta, y por eso se crea órganos de percep-
ción, los sentidos. El hombre es una totalidad al mismo
tiempo espiritual y sensible en función de la Encarnación;
los sentidos afinados perciben sensiblemente lo insensible,
o mejor, lo transensibíe. Lo bello aparece como un destello
de la profundidad misteriosa del ser, de esa interioridad
que es testimonio de la relación íntima entre el cuerpo y el
espíritu. La naturaleza «ordenada», «deificada», hace ver
la Belleza de Dios a través del rostro humano de Cristo; y
el rostro de san Esteban, relatan los Hechos (6, 15), «era
igual que el rostro de un ángel»...
Ims Revelaciones de san Serafín de Sarov hacen explícita,
en lo esencial, la experiencia religiosa como la experiencia
de lo transcendente. El santo lamenta la pérdida de la bue-
na simplicidad: «algunos pasajes de las Santas Escrituras
nos parecen hoy extraños; ¿podemos admitir aún que los
hombres puedan ver a Dios de una forma tan concreta?
Bajo el pretexto de 'luces', nos hemos metido en una oscu-
ridad de ignorancia tal, que hoy en día nos parece incon-
cebible todo aquello de lo cual nuestros antepasados
tenían una noción bastante clara como para poder hablar
entre sí de las manifestaciones de Dios para con los hom-
bres como de cosas conocidas por todos y de ninguna ma-
nera extrañas».
La conversación del santo con uno de sus discípulos,
Motovilov, se sitúa en el invierno de 1831, en el corazón
de un bosque. San Serafín acaba de dar una definición
sobre la finalidad de la vida cristiana: la adquisición del
Espíritu Santo. Motovilov le pide que le explique el estado
32
rio gracia. El santo le dice entonces que lo mire. «Lo miré y
quedé estupefacto», pues se le apareció como vestido de
sol. Ante la petición del santo, se da cuenta de que siente
«un gozo inefable, tranquilidad, paz»; a esta armonía del
alma se añaden fenómenos captados por los sentidos: la
visión de una luz deslumbrante y una sensación inhabi-
tual de calor y de aroma. La conversación se acaba con
esta exhortación: «no se te ha concedido únicamente a ti el
comprender estas cosas, sino que por ti deben ser conoci-
das por el mundo entero». Ésta es, pues, una de las revela-
ciones más importantes y está dirigida a todos.
1.a experiencia relatada no es un éxtasis que hace aban-
donar este mundo, sino la anticipación de la transfigura-
ción del ser humano en su totalidad. La participación de
los sentidos es aquí el elemento más llamativo, que ocupa
su destacado lugar en la enseñanza patrística. El intelec-
tualismo de Orígenes y el esplritualismo platonizante de
san Gregorio de Nisa desvirtúan su doctrina sobre «los
sentidos espirituales». Muy distintamente se expone dicha
doctrina en la théosis de san Atanasio, que la hace extensi-
va al ser entero del hombre, alma y cuerpo. En esta tradi-
ción magisterial, que cuenta con nombres como Macario
de Egipto, Juan Clímaco, Máximo el Confesor, Simeón el
nuevo teólogo, Gregorio Palamas y, finalmente, Serafín de
Sarov, la gracia experimentada, vivida, sentida como dul-
zura, paz, gozo y luz, anticipa el estado del siglo futuro.
San Macario habla de lo «divino experimentado». No se
trata ni de la supresión de los sentidos descarriados a cau-
sa de la caída, ni de su sustitución por un órgano recepti-
vo nuevo, sino de su transfiguración, de su tránsito al
estado normativo perdido y restituido. Lo espiritual y lo
corporal se integran conjuntamente en la economía de la
Encamación. El empleo litúrgico del canto oído, del icono
contemplado, del incienso olido, de la materia de los sa-
33
cramentos recibida sensiblemente o consumida, permite
hablar de la vista, del oído, del olfato, del gusto litúrgicos.
El culto eleva la materia a su verdadera dignidad y desti-
no, y hace comprender que no es una sustancia autónoma,
sino una función del espíritu y un vehículo de lo espiri-
tual.
San Máximo el Confesor nos hace ver «la transforma-
ción de la actividad de los sentidos, producida por el espí-
ritu». Para una «percepción» como ésta son insuficientes
las facultades naturales, y por eso Cristo une la energía
humana a la energía divina y deificante. Las facultades de
los sentidos se espiritualizan y se vuelven semejantes a su
objeto: «aquel que participa de la luz se convierte él mis-
mo en luz». En el momento de la visión, san Serafín confía
a Motovilov: «ahora también tú te has vuelto tan
resplandeciente como yo... de otra suerte, no te sería posi-
ble verme...» El Evangelio de san Juan lo dice a su manera:
«lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu
es espíritu». Según san Agustín, el hombre puede ser car-
nal hasta en su espíritu y puede ser espiritual hasta en su
carne. «Los que son dignos de ello, reciben la gracia y
perciben por los sentidos tanto como por la inteligencia lo
que está por encima de todo sentido y de toda inteligen-
cia» 4 . Es la rehabilitación ascética de la materia como subs-
trato de la resurrección y lugar de las epifanías.
La belleza de Dios, como su luz, no es ni material, ni
sensible, ni intelectual, sino que se da en sí misma o a
través de las formas de este mundo y se deja contemplar
por los ojos abiertos del cuerpo transfigurado. No se trata
ni de la mística «sensible» de los mesalianos, ni de una
reducción a lo inteligible solamente, ni de una materializa-
ción burda de lo espiritual, sino de la comunión concreta
4 Tome Hagior.; P.G. 1 50, 1 .233 D.
34
de la naturaleza creada del hombre entero con lo increado
de las energías divinas. Este es el misterio del «octavo
día», pero su realidad ya está inaugurada en los sacramen-
tos y alimentada en la experiencia de los santos. San Sera-
fín, después de Palamas, subraya que la luz de la
Creación, del Tabor, de Pentecostés, de los sacramentos y
de la Parusía es la misma y única Luz divina. Lo cual es
importante para comprender que la espiritualidad cristia-
na está unida a lo concreto de la Encamación y se ocupa
del hombre en su totalidad y del cosmos como de «criatu-
ras nuevas». La Tradición patrística acentúa el aspecto re-
al, podemos decir también que «materializado», del Reino
de Dios, una especie de «teomaterialismo» cuya belleza se
manifiesta ya a través de las formas de este mundo y lo
prepara para su transformación en «la nueva tierra».
Lo que se le dio a san Serafín, siendo diácono, fue la
visión de Cristo rodeado de ángeles y participando en la
liturgia de su capilla. Las apariciones de la Virgen, de los
apóstoles y de los santos, con su multitud de detalles y
precisiones históricas, muestran claramente que no es una
adaptación de lo espiritual a los bastos sentidos del hom-
bre sino la elevación, por medio de personas deificadas, de
toda la realidad de la materia y de la historia sin que se
pierda nada. Así, san Serafín distribuye de manera muy
simple el pan que le queda tras la visita de los invitados
celestes, da a sus discípulos frutas y flores que son visible-
mente frutos de la «nueva tierra», madurados bajo «nue-
vos cielos»...
Es el orden bíblico, muy preciso, de las teofanías terres-
tres. «¡Qué herniosos son sobre los montes los pies del
mensajero! El anuncia la paz, la buena nueva y la salva-
ción. A Sión le dice: ¡Tu Dios reina! ¡Escucha! Tus centine-
las alzan la voz y a coro cantan jubilosos. Porque con sus
propios ojos están viendo a Yavé» (/s 52, 7-8).
35
El rostro resplandeciente de Dios vuelto hacia los hombres
es el de Cristo transfigurado. Los Padres han afirmado,
contra los iconoclastas, que no es ni la naturaleza divina ni
la naturaleza humana sino la hipóstasis de Cristo la que se
nos aparece en los iconos. Así es como el icono en la pers-
pectiva de la experiencia religiosa alimenta la visión de
Dios en la luz del octavo día.
36
CAPITULO IV
La palabra y la imagen
El Evangelio de san Juan comienza por el misterio del
Hijo y lo llama Logos. Traducirlo por Palabra es reducir el
sentido infinitamente más rico que el término tiene en
griego. La versión latina de san Ireneo ha conservado la
forma griega Logos y quizá sea la mejor solución. Orígenes
anota que algunas palabras «no pueden tener la misma
resonancia en otras lenguas y que más vale dejarlas sin
traducir antes que disminuir su fuerza por la traducción' »,
palabras como Amén, Aleluya, Hosanna. Martín Buber
advirtió que «el lenguaje bíblico conserva el mismo carác-
ter dialogal que la realidad viva. El coro que en el Salmo
hace esta oración: »¡Por tu amor, sálvanos!«, escucha sola-
mente el silencio para saber si ha sido atendido» 1 2 .
La liturgia hace suyo este lenguaje dialogal y evocativo.
Durante la «liturgia de los catecúmenos» que es la de la
Palabra, el Evangelio está en el centro del altar, mientras
que durante la «liturgia de los fieles» cede el sitio al cáliz.
La Palabra culmina en la eucaristía, alcanza su plenitud en
Dios vivo, se ofrece como alimento.
1 De doctr.cr.U.M.
7 Opera omn ia, 1 1 , 1 .090.
37
La Palabra entra en la historia no solamente hablando
sino creando esta misma historia, e incita a los hombres a
actuar de forma que su espíritu se manifieste visiblemente.
El tiempo es inseparable del espacio y toda palabra crea-
dora se dirige al oído y a la vista: «Os anunciamos lo que
contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Pa-
labra de vida; pues la vida se ha manifestado, y nosotros
la hemos visto» (2 ]n 1, 1-3). Este texto nos proporciona un
magnífico testimonio del carácter visual del Verbo. Al or-
den inteligible se asocia el orden visual, a la palabra la
imagen.
Habitualmente, se ha pensado que en el helenismo lo
visto predominaba sobre lo oído y que en los hebreos pri-
maba lo oído. Israel es el pueblo de la palabra y de la
escucha. Pero el teólogo protestante G. Kittel 3 anota que en
los textos mesiánicos el «Escucha, Israel» cede el sitio a
«Levanta los ojos y ve», la audición da paso a la visión. El
Señor transfigurado se reúne con Moisés y Elias, pues son
precisamente los grandes videntes del Antiguo Testamen-
to. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios», y san Esteban ve el cielo abierto en el mo-
mento de su martirio. El apocalipsis de los evangelios y el
de san Juan hablan de lo último, del eschaton ; en este plano
sentimos la impotencia de la sola palabra, y, por eso, la
culminación es una inmensa visión resplandeciente de for-
mas y colores que hablan a su manera propia y plástica-
mente. Ante la angustia de Job, Dios responde con una
sucesión masiva de imágenes que revelan y al mismo
tiempo protegen su misterio, y Job confiesa: «¡Mi oreja
había oído hablar de ti, pero ahora mi ojo ha visto!» En la
3 Die Religiungeschichte und das Urchristentum.
38
Biblia, la palabra y la imagen dialogan, se llaman la una a
la otra, expresan los aspectos complementarios de la mis-
ma y única Revelación.
Muchos signos visibles jalonan la historia y recompo-
nen el arco iris, imagen celeste de la alianza inquebranta-
ble entre Dios y los hombres. Los altares y los santuarios
prefiguran el templo, lugar teofánico, y testimonian en
contra de toda forma abstracta de la piedad. Los profetas
están angustiados por lo puramente espiritual; evalúan la
distancia trágica, insufrible entre el cielo y la tierra, e Isaías
lanza el grito del alma judía: «si rasgases los cielos y des-
cendieses sobre la tierra». Este grito nos da a entender la
exigencia de la dimensión espacial, que espera y atrae la
Encamación: «En verdad os digo que veréis abrirse el cielo
y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo
del hombre» (Jti 1, 51).
La palabra tiende a la «demostración», la imagen a la
«muestra». A lo largo de su historia, el Antiguo Testamen-
to es una lucha contra los ídolos, las falsas imágenes, y por
lo tanto la espera de la Imagen verdadera. En último tér-
mino, Dios revela su rostro humano, la Palabra se vuelve
objeto de contemplación: «Dichosos los ojos que ven lo
que vosotros veis» (Le. 10, 23).
Jesús ha curado a los sordos, ha abierto también los
ojos de los ciegos. Lo invisible se revela en lo visible:
«quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». Desde enton-
ces, la imagen forma parte de la esencia del cristianismo
con el mismo título que la palabra. La Palabra en su punto
culminante se ofrece como alimento de dioses: «tomad y
comed, esto es mi cuerpo» y el día de Pentecostés todo se
abrasa con las lenguas de fuego.
La Cruz no expresa este silencio del gran Sábado; sola-
mente su icono hace oir verdaderamente, incluso podría-
mos decir que hace ver este silencio. Es muy significativo
39
que el Símbolo de la je sea justamente «símbolo», sin conte-
ner palabras puramente doctrinales, pero que confiesa los
misterios de la fe trazando la sucesión de los aconteci-
mientos de la salvación. Se presta admirablemente a la
transcripción iconográfica, y los iconos de las fiestas litúr-
gicas nos lo confiesan en imágenes epifánicas : a través de lo
visible, el Invisible viene hacia nosotros y nos acoge en su
Presencia.
La liturgia es una representación escénica de la Biblia,
la Palabra dada en espectáculo litúrgico: «Dios nos ha ex-
puesto, a nosotros los apóstoles, ofreciéndonos como es-
pectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (7 Cor 4,
9). «Ha borrado el acta de los decretos que estaba redacta-
da contra nosotros... ha despojado a los poderosos y los ha
entregado como espectáculo público, triunfando de ellos en
la cruz» ( Col 2, 14-15).
La liturgia construye su propio escenario: el templo es-
tructurado, las formas y los colores, la poesía y el canto; su
armonía, en conjunto, se dirige a la totalidad del hombre.
Su nivel de elevación exige sobriedad, medida y gusto
artístico. Por eso la liturgia celeste de la que habla el Apo-
calipsis informa y estructura la liturgia terrestre, le da su
tonalidad de icono de lo celeste. Define el arte sagrado por
un criterio infalible: la participación en el misterio litúrgi-
co.
El caso paradójico del auténtico filósofo Chestov mues-
tra que toda negación de la filosofía ya es una filosofía. El
rechazo de la imagen ya es una cierta imagen, imagen
empobrecida de la espera que es una regresión hacia la
pre-iconografía del Antiguo Testamento. La única y ver-
dadera cuestión es la de saber qué imágenes son legítimas
y conformes a la total Revelación.
40
CAPITULO V
La ambigüedad de la belleza
«Sabéis que la humanidad puede pasar sin los ingleses,
que puede pasar sin Alemania, que nada le resulta más
fácil que pasar sin los rusos, que para vivir no necesita de
ciencia ni de pan, pero que solamente la belleza le es indis-
pensable, pues sin belleza ¡ya no habría nada que hacer en
este mundo! ¡Ahí reside todo el secreto, toda la historia
está ahí!»' De esta manera expresa DostoVevsky su profun-
da convicción. Si ya para Aristóteles la tragedia purifica
las pasiones, y para Platón la música y la poesía virilizan
el espíritu, quiere decirse que la perfección de las formas
no es extraña a la verdad y al bien. No obstante, basta
unirlas más estrechamente para hacer surgir la utopía es-
tética, su creencia idólatra en el poder teúrgico y mágico
del arte. ¿No es el arte transfigurativo por el solo poder de
la Belleza? Como un rayo de Dios sobre la tierra, ¿no cam-
bia enseguida la faz del mundo sólo con aparecer? Tal es
la fe del joven Gogol: «Si el arte no culmina en el milagro
de transformar el alma del espectador, no es más que una
pasión pasajera...»
Ahora bien, si la verdad siempre es bella, la belleza no
siempre es verdadera. Plotino da buena cuenta de ello: «El
1 Los Poseídos, 1 . 111 .
41
mal, dice, está preso en los lazos de la belleza, como un
cautivo cubierto de cadenas de oro; estos lazos lo escon-
den a fin de que su realidad sea invisible a los dioses, a fin
de que no esté siempre ante la mirada de los hombres» 2 ...
Dios no es el único que «se viste de Belleza», el mal lo
imita y hace que la belleza sea profundamente ambigua.
«¡Cómo has caído del cielo. Lucifer!, tú, que por las
mañanas te levantabas lleno de belleza, te has hundido en
la tierra» ( Is 14). - «Tu corazón se ha henchido de orgullo a
causa de tu hermosura... has perdido la sabiduría por tu
belleza» ( Ezeq 28). El mito bíblico del árbol del fruto prohi-
bido reproduce la misma situación: «La mujer vio que el
fruto era bueno para comer, hermoso a la vista y deseable», o
dicho de otro modo, agradabe a los sentidos y estético en
su más alto grado. El goce sensual se erige en absoluto, se
sitúa más allá del Bien y del Mal. La belleza ejerce sus
encantos, convierte al alma humana a su culto idolátrico,
usurpa el lugar de lo absoluto, con una extraña y total
indiferencia en lo que se refiere al Bien y a la Verdad.
Gogol se abandona a sus amargas ilusiones: «Desgra-
ciadamente, a causa de la voluntad del diablo que aspira a
destruir la armonía del Universo, la Belleza cayó terrible-
mente burlada en un abismo atroz». - «¡Cuán horrible es
nuestra vida y sus contrastes entre el sueño y la realidad...
Más te hubiera valido [Belleza] no existir, permanecer aje-
na a este mundo...!»
En connivencia con el Éros pervertido, la belleza suscita
pasiones que exterminan la vida y muestran el rostro re-
pulsivo de la Afrodita terrestre: «¡No confiéis nunca en lo
que veis... alejaos y proseguid vuestro camino... Todo res-
pira la mentira a todas horas del día y de la noche; pero.
2 Octavo tratado de las F.néadus I. Ed. Budé, p. 130.
42
sobre todo, cuando las pesadas tinieblas caen sobre el so-
lado y las paredes de las casas, cuando la ciudad se llena
de rayos y truenos y las miríadas de calesas pasan como
tromba en medio de gritos... mientras que el demonio mis-
mo enciende su lámpara e ilumina a hombres y cosas, que
presentan entonces un aspecto ilusorio y engañoso...»
El amoralismo congénito del ser humano, su caos inte-
rior, se forma de manera natural por la fuerza irresistible
de los impulsos estéticos del alma. El principio moral por
sí solo nunca puede oponerse ni resistir al estado pasional
porque sucumbe. El dinamismo, desencadenado por las
pasiones, lo arrastra todo en función de una total libera-
ción de todo principio normativo; y es justamente la esfera
estética la que ofrece la libertad más amplia. Su poder de
embrujamiento libera de toda obligación; al Éros de la
creación se opone el Éros de la destrucción.
Si Dostoi'evsky comienza también por una constatación
simplista: «lo bello es lo normal, lo sano» pronto se da
cuenta de que no todo es así de simple. Él lanza sus céle-
bres palabras: «La belleza salvará el mundo». Pero ense-
guida pregunta «¿cuál?», porque la «belleza es un
enigma»; desdoblada embruja, fascina y hace perecer.
«Los nihilistas también aman la belleza», anota; los ateos,
quizá más que los otros, experimentan la necesidad irre-
sistible de un ídolo y enseguida lo fabrican para adorarlo.
Incluso antes de comprender y de vivir la belleza y el
amor, el hombre ya los ha profanado. El problema ahora
se plantea de otra forma: ¿tiene en sí misma la belleza un
poder salvífico, o, por haberse vuelto ambigua, necesita
también ser salvada y protegida?
Dostoi'evsky reflexiona como filósofo. Para él no cabe
duda de que la unidad inicial de la Verdad, del Bien y de
la Belleza se ha dislocado. Los principios gnoseológico,
ético y estético ya no se encuentran integrados en el prin-
43
cipio religioso; como autónomos, cada uno manifiesta fa-
talmente la más profunda ambigüedad; «la idea estética se
ha visto perturbada en el hombre»: «el corazón encuentra
belleza hasta en la vergüenza, en el ideal de Sodoma, que
es el de la inmensa mayoría. Se trata del duelo entre Dios
y el Diablo, siendo el corazón humano el campo de bata-
lla...»
Ante tal cisma ontológico, el genial psicoanálisis de
Dostoievsky pasa a la no menos genial psicosíntesis. Co-
mo buen prospector, toca al mismo tiempo un filón aurífe-
ro. Su psicosíntesis es una aprehensión adulta del hombre
y de su destino. Conduce, dentro del pensamiento, a una
pneuniatología, y, dentro de la existencia, a la adquisición
del Espíritu Santo, al carismatismo de la «vida viviente».
La verdad religiosa condiciona y reúne en sí los valores
ético y estético: «Si se privase a los humanos de lo infinita-
mente grande, ya no querrían vivir y morirían de desespe-
ración. Lo inconmensurable y lo infinito son tan necesarios
para el hombre como el pequeño planeta en el que se mue-
ve». La aspiración a la belleza coincide con la búsqueda de
lo Absoluto y de lo Infinito. Los mismos términos de
transfiguración, encamación, imagen, luz, son siempre ac-
tuales en todos los artistas, y testimonian la unidad secreta
del arte y de la religión. A pesar de los estancamientos, la
fuerza dominadora y soberana según la cual se forman y
se mueven los pueblos es «el inextinguible deseo de alcan-
zar la plenitud: el Espíritu de vida, como dice la Escritura,
es el principio estético o el principio moral, como lo lla-
man los filósofos; yo diría simplemente que es la búsqueda
de Dios». Ahora bien, desde el momento en que el Espíritu
Santo habla por la belleza, como «ha hablado por los pro-
fetas», la «salvación por la belleza» ya no es el principio
autónomo del arte sino una fórmula religiosa: «El Espíritu
Santo es una comprensión inmediata de la belleza, la con-
44
ciencia profética de la armonía». En la santidad, en el Espí-
ritu, es donde el hombre reencuentra la intuición inmedia-
ta de la verdadera belleza. Llena del Espíritu, deificada, la
naturaleza humana de Cristo es, para Dostoi'evsky, «la
imagen positivamente, absolutamente bella», y «el Evan-
gelio de san Juan ve el milagro de la Encamación en la
revelación de la belleza».
La belleza natural es real, aunque frágil. Por eso, en la
cima del ser se encuentra la belleza personalizada en un
santo que se convierte en el centro hipostasiado de la na-
turaleza en cuanto «microcosmos» y «microthéos». La na-
turaleza espera gimiendo que su belleza sea salvada a
través del hombre hecho santo.
Dicha tarea es escatológica, es el arte emparentado con
la visión apocalíptica de las cosas últimas, con la visión
fulgurante del icono. La integración de todos los princi-
pios en la Cultura-Culto sobrepasa las fuerzas naturales y
reclama la energía de los santos y el poder pneumatóforo
de la Iglesia. Este arte es actual pues está por encima de las
épocas y en el corazón de la existencia. Vierte en el mundo
esa sal de que habla el Evangelio y sin la cual la vida es
insulsa; suscita «la belleza sin la cual no habría nada que
hacer sobre la tierra». Tal belleza introduce a Dios en el
alma como zarza ardiente que introduce allí sus raíces.
Como san Juan Bautista, el violento, esta belleza conduce a
los infiemos, allí encuentra a Cristo y oye su mensaje de
victoria sobre la muerte. En la Cruz, descifra la escala de
Jacob y el árbol de la Vida. Se presiente ya el icono de la
filantropía divina que dibuja la sonrisa del Padre. Todo el
misterio de Dios está contenido en esta sonrisa 1 . El icono
nos hace presentir que tendremos toda la eternidad para
3 Ver i:i idiota de IXxmwrvsKY.
45
contemplar esta sonrisa, siempre nueva como el primer
día de la creación...
La belleza que salva el mundo se halla en la realidad de
que habla la oración que Dionisio el Pseudo-Areopagita
dirige a la Theotókos: «Deseo que tu icono se refleje sin
cesar en el espejo de las almas y las conserve puras hasta
el fin de los siglos, que vuelva a levantar a los que están
inclinados hacia la tierra y que dé esperanza a los que
contemplan e imitan este eterno modelo de belleza...»
Aquí es donde la fórmula «la belleza salvará al mundo»
recibe toda su justificación. Es la fuerza de curación que
emanaba de Cristo el «Gran Curador»: «habiendo resta-
blecido la imagen mancillada en su antigua dignidad, la
unió a la belleza divina»; ésta también emana de todo ico-
no, llamado «milagroso» por el ritual, en su ministerio de
protección y de curación.
Parece que Dostoievsky ha captado bien todo el signifi-
cado de tal visión iconográfica del mundo. Como novelista,
ha experimentado una dificultad insuperable queriendo
describir un tipo positivamente bueno. Se pregunta qué
puede hacer este hombre ideal en la vida: ¿ser juez de paz,
reformador social?... Renuncia a ello, tomando prestado su
tipo ideal de las vidas de los grandes espirituales. Por eso
sus santos no participan en el dinamismo exterior de los
acontecimientos, o, si participan, es de otro modo. Dos-
toievsky dibuja un rostro de santo y lo suspende en la
pared del fondo como un icono. Pero en su luz reveladora
y terapéutica es donde se descifra el sentido de los aconte-
cimientos que se suceden en la escena del mundo...
Frente al activismo, es verdad, un santo es absoluta-
mente «inútil», como inútiles son la belleza y sus iconos,
como Dios es inútil, según la reciente confesión del escri-
tor ateo Roger Ikor, inútiles en las ficciones y los sueños de
este mundo; ¡y sin embargo Dios salva, un santo aclara y
46
explica! Ninguna estructura sociológica prevé un ser cuya
existencia total se redujese a no ser más que una teofanía.
Y sin embargo es lo único «serio», pues pone fin a lo ab-
surdo y establece otro eón como un sello en el corazón del
mundo.
Al lado de una civilización técnica, altamente práctica y
utilitaria, se presenta la cultura del espíritu, que es un
campo predestinado a «cultivar» los valores «inútiles»,
más exactamente, «gratuitos», hasta el momento de la últi-
ma superación hacia lo «único» no ya «útil» sino «necesa-
rio», según palabras del Evangelio.
47
CAPITULO VI
La cultura, el arte
y sus carismas
1. Dios y el Hombre.
Si la noción bíblica de la «imagen y semejanza de Dios»
es fundamental para una antropología cristiana, hay que
decir, muy paradójicamente, que es todavía más decisiva
para una antropología atea. En efecto, la semejanza entre
Dios y el hombre nunca ha sido negada por el ateísmo.
Para Nicolás Hartmann, Feuerbach o Marx, la persona hu-
mana se define por unos atributos propiamente divinos:
inteligencia, libertad, creación, clarividencia profética. Pa-
ra Sartre, el hombre es esencialmente proyecto, por lo tan-
to libertad, lo cual significa que la existencia precede y
prima sobre la esencia. Es exactamente lo mismo que san
Gregorio Palamas afirma refiriéndose a Dios: «'Yo soy El
que soy' significa que lo Existente divino no proviene de
la esencia, sino que es la esencia la que proviene de Aquel
que es, pues El que es abraza en sí mismo al Ser por ente-
ro»'.
En La fe de un no creyente, F. Jeanson afirma: «el Univer-
so es una máquina que hace dioses... la especie humana es
' Tr. 111 , 2 , 12 .
49
capaz de encamar a Dios y de realizarlo». Para Heidegger,
más pesimista, el hombre es un «dios impotente», pero
dios al fin y al cabo. Siempre, el hombre se piensa en
relación con lo Absoluto; comprender al hombre es desci-
frar esta relación. Podemos avanzar que, exactamente por
la misma razón, tanto para los creyentes como para los
ateos, el problema del hombre es un problema teándrico,
divino-humano. Dios es el arquetipo, el ideal-límite del yo
humano. Para Rudolf Steiner, fundador de la antroposo-
fía, en la oración dominical el hombre se dirige a su propia
esencia divina que es precisamente su propio Dios Padre.
Es verdad que la persona humana lleva en sí algo de lo
absoluto, de su aseitas, y a su manera, existe en si y para sí;
éste es el elemento principal del sistema filosófico de Sar-
tre. De esta manera. Dios y el hombre se asemejan; ni los
poetas griegos, ni el escéptico Xenófanes, ni Feuerbach, ni
Freud lo han negado nunca. Todo consiste en saber quién
es el creador del otro...
La visión atea adquiere una singular importancia meto-
dológica; en efecto, los ateos identifican a Dios y al hom-
bre y no se detienen ante la enormidad de semejante
identificación; hay que confesar que ellos son infinitamen-
te más consecuentes que los cristianos en lo que se refiere
a las afirmaciones de la Biblia y de los Padres de la Iglesia,
que no son menos sorprendentes.
El pensamiento de los Padres se remonta a la relación
entre Dios y su creación. La noción bíblica de la «semejan-
za» condiciona la Revelación. Si Dios Verbo es esta Pala-
bra que el Padre dirige al hombre, su hijo, quiere decir que
existe una cierta conformidad, una correspondencia entre
el Logos divino y el logos humano; es el fundamento mito-
lógico de todo conocimiento humano. Las leyes de la natu-
raleza son establecidas por el Arquitecto divino. Dios es
Creador, Poeta del Universo y el hombre se le asemeja.
50
siendo también creador y poeta a su manera. San Gregorio
Palamas precisa: «Dios, que lo transciende todo, incom-
prensible, indecible, consiente en hacerse participable a
nuestra inteligencia». Aún más: «El hombre es semejante a
Dios, porque Dios es semejante al hombre», afirma Cle-
mente de Alejandría 2 . Dios esculpía el ser humano mien-
tras miraba en su Sabiduría la humanidad celeste de
3 y /
Cristo . Esta está predestinada «a reunir todas las cosas,
tanto las que están en los cielos como las que están en la
tierra» - «misterio escondido en Dios antes de todos los
siglos» 4 : la creación del hombre a imagen de Dios tenía
como fin la Encarnación, se la entienda como se la entien-
da, puesto que implica el último grado de comunión entre
Dios y el hombre. El icono de la Theotókos (del estilo de la
E/cowsíí-temura) sosteniendo al niño Jesús lo expresa ad-
mirablemente. Si existe el nacimiento de Dios en el hom-
bre (la Natividad), también existe el nacimiento del
hombre en Dios (la Ascensión).
Hay que prestar atención a esta visión de los Padres: la
deificación del hombre es una función de la humanización
de Dios: «el hombre es el rostro humano de Dios», dice
san Gregorio de Nisa 3 , y por eso «el hombre destinado al
goce de los bienes divinos ha tenido que recibir en su
naturaleza misma un parentesco con aquello en que debía
participar» 6 . Del mismo modo, san Macario dice: «Entre
E>ios y el hombre existe el mayor parentesco» 7 . El Espíritu
7 P.C. 9,293.
3 CfGo/1, 1S; I Cor. 15,47;/n3, 11.
4 E/1, 10; 1 Cor. 2, 7.
5 P.C. 44, 446 B C.
6 Or. Cal. c/5; P.C. 45, 21 C D.
7 Hom. 45.
51
humano no se realiza si no es en el «medio divino»: «Con-
templar a Dios es la vida del alma» 8 .
En este nivel divino es donde se sitúa la antropología
de los Padres; ésta sorprende por sus fórmulas incisivas,
paradójicas, sumamente audaces. Basta con tomar al azar
algunas tesis bien conocidas, siempre asombrosas: «Dios
se hace hombre para que el hombre se haga Dios por la
gracia y participe en la vida divina». - «El hombre es un
ser que ha recibido la orden de hacerse Dios». - «El hom-
bre debe unir la naturaleza creada y la energía divina in-
creada». - «Yo soy hombre por naturaleza y Dios por la
gracia». - «El que participa en la energía divina se hace él
mismo, en cierta medida, luz». - «Microcosmos», el hom-
bre es también un «mikrotheos». - «En su estructura es
donde el hombre lleva el enigma teológico», que es un ser
misterioso, homo cordis absconditus 9 , definición netamente
apofática y que explica el interés de los Padres por el con-
tenido de la imago Dei. Para san Gregorio de Nisa, la
riqueza de la imagen refleja las perfecciones divinas, con-
vergencia de todos los bienes, y subraya el poder propia-
mente divino de determinarse libremente por sí mismo.
Cuando el hombre dice: «yo existo», traduce en lo hu-
mano algo del carácter absoluto de Dios que dice: «Yo soy
el que soy».
Para los Padres estas fórmulas eran «palabras esencia-
les», palabras de vida recibidas y vividas. Desgraciada-
mente, en la historia, desde estas cimas vertiginosas se ha
operado una caída de la teología escolar hacia la banali-
dad, en donde estas imágenes de fuego se han convertido
en clichés sin vida, lugares comunes que se han utilizado
8 San Gregorio de Nisa, De infurtí., P.C. 46, 176 A.
9 /P.3,4.
52
para reforzar tal o cual posición teológica, cerebral, abs-
tracta, polémica, sin extraer ninguna conclusión conmove-
dora, revolucionaria para la vida del mundo. Algunos
teólogos «desmitifican» el realismo último de los Padres y
por eso debilitan el mensaje explosivo de los Evangelios.
En el plano de la piedad corriente, el ascetismo mal com-
prendido llega a tocar el oscurantismo. La humildad, con-
vertida en algo formal y en una especie de pasaporte de la
buena ortodoxia, conduce a una posición extrema en la
que el hombre, reducido a poca cosa, ya no puede sino
negarse o rebelarse. El monofisismo nunca ha sido rebasa-
do en ciertas corrientes de la piedad y ha tomado la forma
del «egoísmo trascendente» de la salvación individual. Es
el desprecio monofisita de la carne y de la materia, la hui-
da de los espíritus puros hacia lo celeste, el desconoci-
miento de la cultura y de la vocación del hombre en el
mundo, una hostilidad e incluso un odio hacia la mujer y
la belleza. «El amor loco» ( manikon éros) de Dios por el
hombre, según Nicolás Cabasilas, o según las magníficas
palabras del Metropolita Filaretes de Moscú: «El Padre es
el Amor que crucifica, el Hijo es el Amor crucificado y el
Espíritu Santo es la fuerza invencible de la Cruz» 10 , esta
religión del Amor crucificado se ha transformado muy ex-
trañamente en religión ya sea «paternalista» (clericalismo),
ya sea del «Padre sádico», religión de la ley y del castigo,
de la obsesión del infierno, religión «terrorista», en donde
el Evangelio se reduce a un sistema puramente moralista...
Incluso en el siglo XIX, según la teología normal, el «rico»
representaba la Providencia divina y los «pobres» ¡debían
bendecir a Dios por haber puesto en el mundo unos ricos
10 Oraisons. homélies et discours (Oraciones, homilías y discursos), trad. por A. Di;
Stoukdza, París, 1849, p. 154.
53
así! Desde que la riqueza y la pobreza se consideran como
institución divina sólo se puede escoger entre el Padre, tira-
no temible, y el Padre, patriarca bonachón y tranquiliza-
Ahora bien, la verdadera Tradición enseña la tensión
auténticamente dialéctica, tan fuertemente señalada por
san Gregorio Palamas: no una cosa o la otra, sino una y
otra a la vez. Se trata de la tensión entre la humildad subje-
tiva y el hecho objetivo de ser co-liturgo, co-creador, co-
poeta con Dios. Hay que reaprender las antinomias antaño
tan familiares para los Padres de la Iglesia. El hombre di-
ce: «Yo soy imperfecto», y Dios le responde: «Sed perfec-
tos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto».
El hombre dice: «Soy polvo y nada», y Cristo le dice: «Vo-
sotros sois dioses, y sois mis amigos». «Sois de la raza de
Dios», afirma san Pablo, y san Juan: «habéis recibido la
unción del Santo y lo sabéis todo». «Yo llevo los estigmas
de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria inven-
cible», dice en una síntesis vigorosa el tropario del oficio
fúnebre.
El hombre es creado y, sin embargo, no es creado sino
«nacido del agua y del Espíritu Santo»; es terrestre y celes-
te, criatura y dios en proceso de realización. «Un dios
creado» es una de las nociones más paradójicas, al igual
que la «persona creada» y la «libertad creada». La audacia
de los Padres profundiza estas máximas y estos apoteg-
" Se comprende la violenta reacción de Jacques Prévert:
«Padre Nuestro que estás en los cielos. Quédate ahí.
Y nosotros nos quedaremos en la tierra
Que a veces es tan hermosa
Con sus misterios de Nueva York
Y sus misterios de París
Que bien valen el de la Trinidad»....
54
mas a fin de «no entristecer» y de «no apagar al Espíritu
Santo».
En efecto, la théosis oriental no es una solución lógica,
no es un concepto, sino una solución de vida y de gracia,
solución antinómica como todo carisma, y que se remonta
a la antinomia de Dios mismo. Los Padres lo han visto al
decir que el Nombre de Dios es relativo al mundo. Cómo
Dios mismo puede ser a la vez absoluto y relativo. Dios de
la historia y Dios en la historia, tal es el misterio de su
Amor que transciende su propio carácter absoluto para
revelarse Paternidad. Así también las palabras de san
Efrén el Sirio: «Toda la Iglesia es la Iglesia de los peniten-
tes y de los que perecen», pueden armonizarse con las
palabras de san Simeón el Nuevo Teólogo: «En verdad, es
un gran misterio - ¿Dios entre los hombres. Dios en medio
de los dioses por deificación?» Sin embargo, es el mismo
misterio.
2. la Iglesia y el Mundo
El Concilio Vaticano II, en el esquema XIII, aborda este
misterio al tratar de la gran cuestión sobre la Iglesia en el
mundo. No obstante, es un punto de partida; el Señor ha
puesto la Iglesia en el mundo y le ha encargado una mi-
sión apostólica de testimonio y de evangelización. Pero
esto no es más que el comienzo de su misión, cuya ampli-
tud obliga a invertir los términos, a entrever el resultado
trazando la visión del mundo en la Iglesia, lo cual comporta
la evaluación exacta, por lo tanto máxima, de la creación
humana y de la cultura. Esta reflexión se impone a los
teólogos a fin de construir una correcta teología del mun-
do. Es precisamente la escatología la que invita a profun-
dizar en esta visión, a aprehender toda la realidad
absolutamente nueva de la imagen de Dios, redimida en
Cristo, a revelar también la naturaleza exacta y el papel de
55
los ángeles y los demonios en la vida de los hombres; a
hacer valer, sobre todo, el hecho de la santidad, como
martyria y carisma profético en el contexto actual de la
historia. Se trata del confrontamiento creador del mundo y
de su destino a la luz del plan de Dios sobre él.
En la historia, los Imperios y los Estados «cristianos», al
igual que las Teocracias, se derrumban bajo la presión del
mundo, que rechaza su pura y simple sumisión a las auto-
ridades eclesiásticas. Todo bien que viola y fuerza las con-
ciencias se convierte en mal y es, según Berdiaeff, «la
pesadilla del bien impuesto» en el que la libertad humana,
querida por Dios al precio de su muerte, permanece des-
conocida. Al compelle mirare de san Agustín, que debía
justificar la institución de la inquisición, se oponen las
magníficas palabras de san Juan Crisóstomo: «Aquel que
mata a un hereje comete un pecado inexpiable». Mucho
antes que Hegel y Nietzsche, san Cirilo de Alejandría opo-
nía a la dialéctica del «Señor y del esclavo» la del «Padre y
del Hijo» 12 . Por eso a la dominación del mundo, a su sumi-
sión al poder de la Iglesia, se opone la llamada central del
Evangelio al «rapto del Reino de Dios», a la violencia cris-
tiana que «arrebata los cielos».
La historia y la escatología se compenetran, existen la
una en la otra. El significado de Pentecostés y el de los
dones del Espíritu Santo, el sentido universal de la epícle-
sis, sobre todo escatológica y parusíaca, precisan, según la
fórmula de san Máximo, la vocación fundamental de los
cristianos en el mundo: «unir la naturaleza creada [el
mundo] con la energía deificante increada» (de la cual la
Iglesia es la fuente viva). La Iglesia en el mundo cualifica
el tiempo y la existencia por el eschaton, calificación que
juzga toda existencia cerrada, replegada sobre su propia
12 Tesoro , 5 ; P.G. 75, 65 - 68 .
56
inmanencia, y afirma así la vocación sacerdotal del mismo
mundo. El mundo no se convierte en la Iglesia, sino que,
en armonía «sinfónica» con la Iglesia, «sin confusión y sin
separación», realiza su propia tarea por medio de sus pro-
pios carismas.
Actualmente, lo que se llama la «sociedad responsable»
se hace consciente de ser el sujeto activo de su destino y de
la dimensión universal de la comunión de los hombres.
Por eso la Iglesia, dirigiéndose a la sociedad, no se dirige a
un cuerpo extraño y separado. Los textos del Vaticano II
se dirigen indistintamente a los creyentes y a todos los
hombres. La palabra de la Iglesia contiene esa sal y esa
semilla que determinarán finalmente su alcance en el seno
de las civilizaciones de hoy. Y es porque se acerca, no
solamente a ios individuos, sino a las naciones y a los
pueblos, a fin de suscitar la elección responsable y poner
la atención, por ejemplo, en los problemas del reparto de
los bienes de la tierra, del tercer mundo o de la automat-
ización.
No existe ningún dualismo ontológico de la Iglesia y
del mundo, de lo sagrado y de lo profano; el dualismo es
ético: el del «hombre nuevo» y «hombre viejo», de lo sa-
grado (redimido) y de lo profanado (demonificado). Se-
gún los Padres, el hombre es un microcosmos pero la Iglesia
es un macro-anthropos. Es su dimensión cósmica y pan-hu-
mana la que, por medio de la diaconía cuyo arquetipo es el
«buen samaritano», tiende puentes sobre los abismos y
suprime toda separación (emancipación, secularización, y
por otra parte, nestorianismo o monofisismo) conservando
la distinción de las vocaciones. El mundo, a su manera,
entra en el macro-anthropos de la Iglesia, él es el lugar de
las conclusiones últimas, de la apocatdstasis, esfera de la
Parusía y «nueva tierra» en potencia.
57
En vez de las falsas «sacralizaciones», se presentan las
verdaderas «consagraciones»: en Oriente, todo bautizado
pasa, en el momento del sacramento de la unción crismal,
por el rito de la tonsura que lo consagra enteramente al
servicio del Señor. Este rito, análogo al rito monástico, in-
vita a cada uno a reencontrar el sentido del monaquisino
interiorizado que el sacramento enseña a todos. Por el con-
trario, ya es hora de «desacralizar» todo lo que se ha petri-
ficado, inmovilizado en el circuito cerrado del gueto
eclesial. Por otra parte, también es urgente desacralizar el
materialismo marxista; no es suficientemente racionalista
ni lógicamente materialista. Si el ateísmo contribuye a pu-
rificar la idea de Dios en los cristianos, la fe cristiana con-
tribuye a purificar el ateísmo de todo indicio de metafísica
ilegítima; también es importante desmitificarlo, a fin de
entablar un verdadero diálogo entre compañeros cuyos
principios estén claramente definidos.
«Someter la tierra» significa hacerla templo de Dios.
Consagrar el mundo es forzarlo a pasar de su estado de-
moníaco a su estado de criatura de Dios. Ninguna forma
de la vida y de la cultura escapa a Dios, al universalismo
de la Encamación. Cristo, imagen de toda perfección, es el
único Obispo supremo; es también el único Laico supre-
mo. Ha asumido el sacerdocio, ha asumido también el lai-
cado; por lo tanto, todas las vocaciones, todos los oficios y
todas las profesiones del mundo. «Dios ha amado al mun-
do» en su estado de pecado. La victoria de Cristo, hasta su
descenso a los infiernos, adquiere una dimensión cósmica
que destruye todas las fronteras. La théosis es una noción
esencialmente dinámica, cuya acción repercute en el cos-
mos entero, al igual que la doxología que extiende la glo-
ria de Dios sobre todo humano.
Según la cosmología de los Padres, que no tiene nada
en común con la ética natural, el universo se encamina
58
hacia su terminación en la óptica plenaria de la Creación,
plenaria, pues, con vistas a la Encarnación. Cristo reem-
prende y concluye, plenifica lo que se había detenido por la
caída, y manifiesta el Amor que salva sin omitir nada de
su Designio sobre el hombre, co-liturgo, co-obrero con
Dios.
Dios está presente en el mundo de manera diferente a
como lo está en su Cuerpo. La Iglesia debe explicitar la
presencia implícita, hacer lo que san Pablo hizo en Atenas
cuando descifró al «Dios desconocido» y lo llamó Jesucris-
to. La obra de evangelización debe penetrar la obra de
civilización, orientarla hacia el CrLsto-Oriente.
El bautismo remite a la gran bendición de las aguas y
de toda la materia cósmica en el momento de la Epifanía.
La celebración litúrgica de las fiestas de la Cruz pone a
todo el universo bajo el signo victorioso de Cristo resucita-
do, y vuelve a situar al mundo en la primera bendición de
Dios, reafirmada en el momento de la Ascensión por el
gesto litúrgico del Cristo -Sacerdote: «levantando las ma-
nos, bendijo». La consagración pone todo lo humano en re-
lación con Cristo: «Todo es vuestro y vosotros sois de
Cristo».
Los Padres han luchado contra los gnósticos, quienes
despreciaban la vida terrestre. Dios no es el «totalmente
otro» separado del mundo, sino Emmatiuel -«Dios con no-
sotros»-, por eso «toda la creación, expectante, aspira a la
revelación de los hijos de Dios». Un bautizado no es dife-
rente del mundo; simplemente, es su verdad y por eso,
responsable de su destino. El mundo es un don real hecho
al hombre desde que lo horizontal encuentra su coordena-
da vertical.
59
3. La dignidad del hombre y su carisma de creación
San Gregorio Palamas, que se opone enérgicamente a
todo desvío de la Tradición, establece, con toda audacia, la
primacía del hombre sobre los ángeles. Precisamente su
doble estructura espíritu -cuerpo es la que hace del hombre
un ser completo y lo sitúa en la cima de las criaturas. Lo
que diferencia en su favor al hombre de los ángeles, es que
él está hecho a imagen del Verbo encamado; su espíritu se
encama y penetra toda la naturaleza con sus energías crea-
doras y «vivificantes», animadas por el Espíritu Santo. Un
ángel es «segunda luz», reflejo puro, es mensajero y servi-
dor. Sólo Dios, espíritu absoluto, puede crear ex nihilo ,
mientras que el ángel no puede crear de ninguna manera;
pero no así la condición humana. Bíblicamente, Dios es
más que Absoluto, es el Absoluto y es su Otro: Dios-Hom-
bre. Es por lo que Dios da al hombre, su imagen, el poder
de hacer brotar los valores imperecederos de la materia de
este mundo y de manifestar la santidad sirviéndose de su
propio cuerpo. Efectivamente, el hombre no refleja como
los ángeles, sino que se vuelve luz; la luminosidad de los
cuerpos de los santos es normativa -«Vosotros sois la luz
del mundo»- y sus aureolas en los iconos lo expresan. Este
puesto regio del hombre pone el ministerio de los ángeles
a su servicio. Según el sinaxario del Lunes del Espíritu
Santo, cada uno de los nueve grados angélicos, durante
los nueve días entre la Ascensión y Pentecostés, viene a
adorar la humanidad deificada de Cristo.
En una homilía, san Gregorio Palamas precisa así uno
de los fines de la Encamación: «venerar la carne, para que
los espíritus orgullosos no osen imaginar que son más ve-
nerables que el hombre». Este texto 13 , con una fuerza poco
13 / hm. 16: P.C. 154, 201 D-204A.
60
común, constituye un himno sorprendente al espíritu crea-
dor del hombre. Es una bendición plena y sin reserva da-
da a la creación humana, a la edificación de la
Cultura-Culto, y que lleva en sí toda la autoridad de la
Tradición de los Padres.
El Reino hará que se desarrolle el germen paradisíaco,
detenido en su crecimiento por la patología del pecado
que Cristo acaba de curar. Dios libera al hombre del abis-
mo de la caída, y esto es la salvación. Pero, según el Evan-
gelio, salvación significa curación: «tu fe te ha salvado».
Cristo viene como «Gran Curador» y ofrece la eucaristía
como un «remedio de inmortalidad». La curación compor-
ta la catharsis ascética, purificación del ser de todo germen
demoníaco, pero culmina en la catharsis ontológica: restau-
ración de la forma inicial, de la imagen de Dios, y transfi-
guración real de la naturaleza.
La creación en el sentido bíblico es semejante a la semi-
lla que produce el ciento por uno, y no cesa de progresar:
«Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo tam-
bién» ( Jn 5, 17). El mundo ha sido creado con el tiempo, lo
que quiere decir que aún no está acabado, en germen, a fin
de suscitar a los profetas y a los «buenos obreros» a través
de la historia y de conducir así el sinergismo del actuar
divino y del actuar humano hasta el Día en que el germen
llegará a su maduración final. Por eso el mandato inicial
de «cultivar» el Edén se abre a las perspectivas inmensas
de la Cultura. Salida del culto y de los conventos, en una
diferenciación anagógica de sus partes, la cultura con sus
propios elementos reconstituye la «liturgia cósmica», pre-
ludio ya aquí, sobre la tierra, de la doxología celeste.
61
En su misma naturaleza, el hombre está predestinado a
este ministerio; es «una orden musical, un himno maravi-
llosamente compuesto, al poder todo-creador» M . «Tu glo-
ria, oh Cristo, es el hombre, a quien tú mismo has hecho
cantante de tu resplandor» 15 . «Iluminado, ya aquí en la
tierra, el hombre se vuelve todo milagro. Concursa con las
fuerzas celestes en un canto que no cesa; permaneciendo
en la tierra, como un ángel, conduce a Dios a toda criatu-
ra»... 16
Cristo devuelve al hombre el poder de actuar. Es el don
esencial del sacramento de la unción crismal. San Gregorio
de Nisa insiste sobre el poder humano de reinar 17 . Rey,
padre y profeta, sus carismas hacen del hombre un de-
miurgo a su manera.
La preexistencia ideal en Dios de los logoi cósmicos, de
los arquetipos de todo lo que existe, viene a atribuir un
valor muy particular a la acción de estos «obreros con
Dios». «Adelantad el advenimiento del día de Dios» (2 P
3, 9-11), «buscad el reino de Dios», significa «preparad» su
germinación secreta. Se trata de esos «nacimientos» por la
fe que verdaderamente nos pertenecen. Ellos revelan y or-
denan el sentido profundo de la historia e impulsan al
mundo, preparado y madurado de esta forma, hacia la
venida del Señor.
La intensa caridad, purificada por la verdadera ascesis,
se impone como destino del hombre. La «ternura ontológi-
ca» de los grandes espirituales (san Isaac, san Macario)
hacia toda criatura, hasta los reptiles e incluso los demo-
14 SanGrecorjodeNisa,P.C.44,441 B.
15 San Gregorio de N acianzd, P . G . 37, 1 .327.
16 San Gregorio P alamas, P . G ., 150, 1 .031 A B.
17 P . G . 44, 132 D.
62
nios, se acompaña iconográficamente por un contemplar
el mundo, un descubrir en él transparentemente el pensa-
miento divino, un penetrar la cáscara cósmica hasta llegar
a la almendra, portadora de sentido. De esta fuente viene
el gozo cósmico de la Ortodoxia, su inquebrantable opti-
mismo, la evaluación máxima del ser humano: «Después
de Dios, considera a todo hombre como Dios» 18 .
«El Didáscalo divino, dice san Máximo, alimenta euca-
rísticamente a los hombres de la gnosis sobre los destinos
últimos del mundo»' 9 . Como una inmensa parábola, el
mundo ofrece una lectura de la «Poesía» divina inscrita en
su carne. Las imágenes de las parábolas evangélicas o la
materia cósmica de los sacramentos no son fortuitas. Las
cosas más simples se ajustan a un destino muy preciso.
Todo es imagen, similitud, participación en la economía
de la salvación, todo es canto y doxología. «Finalmente,
las cosas no son el mobiliario de nuestra cárcel, sino el de
nuestro templo», dice Paul Claudel.
Los dones y carismas determinan la vocación del hom-
bre: «cultivar» el inmenso campo del mundo, inaugurar
toda la gama de las artes y de las ciencias a fin de cons-
truir la existencia humana querida por Dios. Ésta no pue-
de estar fundada en la diacema, cuyo sentido bíblico es
más que un servicio social, y cuyo término significa justa-
mente acto de curar y restauración del equilibrio. Es tam-
bién la koinonía de todos los hombres, inserta en lo
absolutamente nuevo y absolutamente deseable de que
nos habla el Apocalipsis.
El pensamiento de los Padres esboza una grandiosa fi-
losofía de la creación. Es mucho más que una simple justi-
ficación de la cultura. Cuando se convierte en un
18 Agraphon referido por Clemente do Alejandría
19 QuestioS9.
63
ministerio al servicio del Reino de Dios, la cultura es la
que justifica la historia, al hombre y su sacerdocio en el
mundo.
4. La cultura, su ambigüedad y su destino
«Id y enseñad a todas las naciones», dice el Señor. La
Iglesia se ocupa de las almas individuales, pero también
está encargada de los complejos nacionales. En la forma-
ción de las culturas y civilizaciones, tiene su palabra
profética como testimonio que hacer oír. Establece lo
transcendente con su propia realidad eucarística, y su
mensaje pascual la hace más actual, por encima de toda
época. La Iglesia anuncia que Cristo ha venido para trans-
formar a los muertos en durmientes y para despertar a los
vivos.
Todo pueblo se apropia una misión histórica, se cons-
truye alrededor de ella y tarde o temprano encuentra el
designio de Dios. La parábola de los talentos habla de ese
plan normativo propuesto a la libertad del hombre. La
ética evangélica es la de la libertad y la creación. Exige
toda la madurez de un adulto y comporta infinitamente
más disciplina ascética, más apremiante obligación y más
riesgo que toda la ética de la Ley.
La historia no es autónoma, todos sus acontecimientos
se refieren a Aquel que posee «todo poder en el cielo y
sobre la tierra». Incluso una palabra como «Dad al César
lo que es del César» no tiene sentido más que a la luz de la
fe: César no es César sino por relación a Dios. «Si Dios no
existe, ¿sigo siendo capitán?», se pregunta en los Poseídos
de Dostoievsky un oficial a quien se le quería probar que
Dios no existe. No se le ha permitido a lo histórico el esca-
par a su predestino normativo que lo juzga. Tal es el signi-
ficado de las «crisis» inherentes a toda civilización y que
son juicios escatológicos intra-históricos, los kairoi, irrup-
64
dones de lo transcendente que llaman la atención de «los
que tienen oídos»...
Todo dualismo maniqueísta o separación nestoriana,
todo monofisismo de lo solo divino o de lo humano, están
condenados por la fórmula lapidaria del Concilio de Cal-
cedonia: lo divino y lo humano están unidos sin confusión
ni separación. Tal dogma determina la misma unidad sin
confusión y sin separación entre el elemento divino de la
Iglesia y el mundo, la historia, la cultura. Normativamen-
te, la vida social y cultural debe construirse sobre el dog-
ma, aplicar los principios de una sociología teológica, ya
que «el cristianismo es la imitación de la naturaleza de
Dios» 20 .
Ahora bien, si la escatología laicizada, secularizada, se
priva del eschaton bíblico y sueña con la comunión de los
santos sin el Santo, con el Reino de Dios sin Dios, es por-
que se trata de una herejía cristiana, suscitada por los fa-
llos de la misma cristiandad. Ésta, o bien deja a un lado el
Reino en provecho de una ciudad cerrada e instalada por
completo en la historia, o huye del mundo y se olvida en
la contemplación del cielo. El marxismo, en nuestros días,
plantea de nuevo y violentamente el problema del sentido
de la historia y obliga a la conciencia cristiana a afirmar
una continuidad misteriosa entre la historia y el Reino.
La Revolución más grande, la única eficaz, no puede
venir sino de la Iglesia cargada de las energías del Espíritu
Santo. Por su naturaleza, no puede preconizar ninguna
norma canonizada, y por ello goza de la mayor flexibili-
dad para adaptarse a los contextos locales. Sin embargo, si
la Palabra consuela, también juzga, lo cual explica una
cierta distancia del Testigo clarividente que condena todo
30 San Gregorio de Nisa, De profe s. christ.; P.G. 46, 244 C.
65
compromiso y conformismo, pero cuyo realismo pene-
trante desvela los elementos demoníacos y dirige el com-
bate. La tarea universal, la más actual, es poner los frutos
de la tierra a disposición de todos los hombres sin privar-
los de la libertad religiosa y política.
El problema de nuestro tiempo es el de los ricos y los
falsos pobres que codician la riqueza. En una civilización
tecnicista y mercantil, un poeta, un pensador, un profeta,
son seres inútiles. Los artistas y los intelectuales desintere-
sados constituyen ya una nueva forma de proletariado. En
efecto, ante todo, por un impuesto mundial obligatorio, es
necesario suprimir el hambre material. Pero sin dejar de
pensar después en los hambrientos que saben que no sólo
de pan vivirá el hombre. Hay que afirmar con urgencia la
primacía de la cultura y del «espíritu de fineza». La socie-
dad moderna debe proteger a los poetas y a los profetas; la
presencia incontestable de los demonios exige un lugar
privilegiado para los ángeles y los santos, que son tan re-
ales como los demonios y los demás hombres. Dudar de
que el hombre sea capaz de dominar no el cosmos, sino a
sí mismo, sería renunciar a lo que constituye su dignidad
de hijo de Dios.
Es precisamente en este mundo cerrado donde la firme
seguridad de la fe está llamada a abrir brecha, a fin de
manifestar la invisible presencia de lo Transcendente, re-
sucitar a los muertos y mover las montañas, arrojar el fue-
go de la esperanza para la salvación de todos y conectar la
vacuidad de este mundo con «la Iglesia llena de la Trini-
dad» 21 ...
Ninguna teología monofisita y desencamada puede
cambiar nada de la magnífica regla de fe de los Padres, ni
71 Orígenes, P.G. 12, 1.264.
66
minimizar o debilitar los textos más explosivos de la Escri-
tura. Es evidente que precisamente el maximalismo esca-
tológico de los monjes es el que justifica más fuertemente
la historia. Porque quien no participa en la salida monásti-
ca de la historia, en su brusco paso al eón futuro, por falta
de procreación, carga por entero con la responsabilidad de
construir la historia positivamente, es decir, de abrirla al
pleroma humano: «Preparad el camino al Señor, allanad
los senderos»; este camino y estos senderos manifiestan la
madurez del hombre.
La teología de los fines últimos presupone una crucifi-
xión del pensamiento y no tiene continuidad directa con la
filosofía especulativa: «Anunciamos lo que no llega al co-
razón del hombre, pero que ha sido preparado por Dios
para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Tal teología inicia en la
magnífica definición de todo cristiano: «el que ama la Pa-
rusía» (2 Tim 4, 8). A su luz, los santos, héroes y genios,
cuando entran en contacto con lo verdadero y lo último,
cada uno a su manera, culminan en la misma y única reali-
dad del Reino.
Pero el hombre nunca es un medio para Dios. Si la
existencia del hombre presupone la existencia de Dios, la
existencia de Dios presupone la del hombre. La persona
humana es el valor absoluto para Dios, es su «otro» y su
«amigo», del que Dios espera una libre respuesta de amor
y de creación. La solución es tcándrica : la coincidencia de
los dos Pleromas en Cristo. Por eso el hombre escatológico
no vive una espera pasiva, sino la preparación más activa
de la Parusía. Cristo viene «a los suyos» (fn 1, 11), «Dios
entre dioses por deificación», eclosión fulgurante del Pie-
roma divino en el pleroma humano deificado.
«Quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe» (fn 13,
20). El destino del mundo está pendiente de la actitud
inventiva, creadora, de la Iglesia en su arte de presentar el
67
mensaje del Evangelio a fin de hacerlo acoger por todos
los hombres. La cultura, en todos los aspectos, es la esfera
directa de esta confrontación, pero su ambigüedad com-
plica singularmente esta tarea.
Históricamente, se ha utilizado la cultura para la predi-
cación del Evangelio, no siendo siempre aceptada como
un elemento orgánico de la espiritualidad cristiana. Por
otra parte, la dificultad es inherente a la naturaleza misma
de la cultura. El principio de la cultura greco-romana es la
forma perfecta en los límites de lo finito temporal, lo cual
la opone a lo infinito, a lo ilimitado, a la apocalipsis. Sin
aceptar la muerte, que pone en tela de juicio a la misma
cultura, ésta no acepta tampoco su antídoto que la tras-
ciende, sino que se opone al eschaton y se cierra en el trans-
curso de la historia. Ahora bien, si «pasa la figura de este
mundo», hay que reconocer aquí la advertencia de que no
se deben crear ídolos, de que no se puede caer en la ilu-
sión de paraísos terrenales, ni siquiera en la utopía de la
Iglesia identificada con el Reino de Dios. «Esperábamos el
Reino, y lo que llegó ha sido la Iglesia», decía Loisy. La
figura de la Iglesia militante pasa, como pasa la figura de
este mundo.
Es el fin de la historia, la luz de su balance, lo que
ilumina y revela su sentido. Una instalación en la historia,
un historicismo que prescinde de su final, así como su
negación simplista en un hiperescatologismo que da un
salto hasta el fin pasando por encima de la historia, desen-
caman a ésta privándola de su valor propio.
La actitud cristiana ante el mundo nunca puede ser una
negación, ya sea ascética o escatológica; es siempre una
afirmación , pero una afirmación escatológica: la progresión
incesante hacia el término, que en lugar de cerrar, lo abre
todo al más allá.
68
En efecto, la cultura no puede gozar de un desarrollo
infinito, porque no es un fin en sí misma; objetivada, se
transforma en un sistema de apremios; en todo caso, cerra-
da en sus propios límites, su problema no tendría solu-
ción. Tarde o temprano, el pensamiento, el arte, la vida
social, se detienen en su propio límite, y es entonces cuan-
do se impone la elección: instalarse en el infinito vicioso
de su propia inmanencia, embriagarse de su vacuidad o
sobrepasar sus limitaciones opresoras y reflejar lo trans-
cendente con una transparencia como la del agua clara.
Así lo ha querido Dios: su Reino sólo es accesible a través
del caos de este mundo; no es un trasplante extraño para
el ser del mundo, sino la revelación de la profundidad
nouménica, escondida, de este mismo mundo.
Un científico que estudia la desintegración de los áto-
mos puede reflexionar sobre la integración eucarística del
mundo en el cuerpo de Cristo resucitado. La oración de
Jesús purificará naturalmente su mirada y lo iniciará en
las maravillas de los ángeles, desvelará ante sus ojos
asombrados la «llama de las cosas» en la materia misma
de este mundo.
El arte debe escoger entre vivir para morir o morir para
vivir. El arte abstracto en su más alto grado vuelve a en-
contrar la libertad, libre de todo prejuicio o academicismo.
La forma externa, figurativa, es deficiente, pero el acceso a
la forma interna, portadora de un mensaje secreto, está
cerrado por el ángel de la espada resplandeciente. El cami-
no no se abrirá más que con el bautismo ex Spiritu Sancto,
y eso es la muerte del arte y su resurrección, su nacimiento
en el arte epifánico cuya expresión culminante es el icono.
El artista sólo encontrará su verdadera vocación en un arte
sacerdotal, realizando un sacramento teofánico: pintar, es-
culpir, cantar el Nombre de Dios, es uno de los lugares al
que Dios desciende y en el que establece su morada. No se
69
trata de puntos de vista o de escuelas: «La gloria de los
ojos es ser los ojos de la paloma» 22 , se mira «hacia adelan-
te» ya que Cristo «no está en lo alto» sino «delante», en la
espera del encuentro. Lo absolutamente nuevo viene del
resurgimiento escatológico: «recordamos lo que viene»,
dice san Gregorio de Nisa de acuerdo con la anamnesis
eucarística.
En filosofía, la reducción fenomenológica separa lo
esencial de lo accidental y de lo fáctico. Las esencias remi-
ten a un sujeto transcendental; es a su mirada pura, a su
intuición apodíctica como aparece el mundo en forma de
fenómeno. Pero lo transcendental implica una multiplici-
dad, con lo que la separación sujeto-objeto persiste; inclu-
so si constituye y produce esencias, lo trascendental no es
lo uno o lo único. El cogito no es, pues, la última realidad,
no es lo absoluto. ¿Sería posible una final, una última re-
ducción? Sí, cuando reducir significa entender como rela-
tivo y que todo lo relativo no puede pensarse más que en
relación con lo Absoluto. Más allá de la última reducción,
dos cosas son ciertas: el yo, que no es lo Absoluto, y lo
Absoluto, que es completamente distinto del yo, como di-
ce san Agustín: «Conozco a Dios y el alma, y nada más».
San Buenaventura ofrece su fórmula: Deus non es i, Deus
est; toda negación de Dios, toda falsa absoluteidad, todo
ídolo, sólo existen en función del verdadero y único Abso-
luto. Para Occidente, el mundo es real y Dios es dudoso,
hipotético, lo cual incita a forjar argumentos sobre su ex-
istencia. Para Oriente, el mundo es lo dudoso, lo ilusorio y
el único argumento de su realidad es la existencia auto-
evidente de Dios. La filosofía de la evidencia coincide con
la filosofía de la Revelación. La evidencia, con su certeza
22 San Gregorio de Nisa, P . G . 44, 835.
70
en el sentido del Memorial de Pascal, es el tipo mismo del
verdadero conocimiento sometido al fuego de la apófasis.
Si el hombre piensa a Dios, es porque se encuentra ya
en el interior del pensamiento divino, es porque ya Dios se
piensa en él. Sólo se puede ir a Dios partiendo de Él. El
contenido del pensamiento sobre Dios es un contenido
epifánico, se acompaña de la presencia evocada.
Sin embargo, el misterio de la voluntad pervertida,
«misterio de iniquidad», permanece entero. Si la «seme-
janza ética» puede pasar a la desemejanza radical, la seme-
janza ontológica «con la imagen» queda intacta; incluso la
libertad en su última rebeldía, la libertad transformada en
arbitraria, permanece real, pudiendo llegar sus transgre-
siones hasta la iniquidad-locura. La evidencia no fuerza la
voluntad, como tampoco la gracia la toca si no es en fun-
ción de su libertad. A las órdenes de un tirano responde la
sorda resistencia de un esclavo; a la llamada-invitación del
Dueño del banquete responde el libre consentimiento de
quien sólo así se constituye en elegido.
Si reflexionásemos en la acción del Espíritu Santo en los
últimos tiempos, tal vez pudiéramos ver precisamente su
función de «dedo del Padre», de Testigo: una sugerencia,
una invitación decisiva dirigida a todas las formas de cul-
tura con el fin de hacerlas comprender su intencionalidad
original y de hacerlas culminar en la opción última del
Reino.
San Pablo nos da el criterio del único fundamento: Je-
sucristo. «Las obras de cada uno serán manifiestas... y el
fuego será el que dé a conocer la calidad de las obras de
cada uno»... Y así también para el hombre mismo: «será
salvado, pero a través del fuego». Hay «obras que resisten
al fuego». No se trata, pues, de la pura y simple destruc-
ción de este mundo, sino de una prueba. Lo que resiste
presenta la calidad exigida por los carismas y entra a for-
71
mar parte como elemento constitutivo de la «nueva tie-
rra». Antiguamente, el arca de Noé se salvó «a través de
las aguas». La imagen simbólica del arca deja entrever lo
destinado a sobrevivir y, en esta visión profética, repre-
senta el gran paso hacia el Reino «a través del fuego».
La cultura, en su término, es penetración de las cosas y
de los seres en el pensamiento de Dios sobre ellos, revela-
ción del logos de los seres y de su forma transfigurada. El
icono lo hace, pero se sitúa más allá de la cultura como
«una imagen conductora», pues ya es visión directa, ven-
tana abierta al «octavo Día».
Berdiaeff ha centrado su reflexión en el conflicto apa-
rente entre la Creación y la Santidad; estaba sorprendido
por la coexistencia, en el siglo XIX, de un gran santo, Sera-
fín, y de un gran poeta, Puskin, quienes se ignoraban entre
sí aun siendo contemporáneos. Y ha encontrado la solu-
ción en el paso de los símbolos a las realidades. Ministro, gene-
ral, profesor, obispo, son símbolos, funciones; por el
contrario, un santo es una realidad. Una teocracia históri-
ca, un Estado cristiano, una República, no son más que
símbolos; «la comunión de los santos» es una realidad. La
cultura es un símbolo cuando colecciona las obras y cons-
tituye un museo de productos petrificados, de valores sin
vida. Los genios conocen la profunda amargura de la dis-
tancia existente entre el fuego de su espíritu y sus obras
objetivadas. Tal vez, hasta es imposible una cultura cristia-
na. Efectivamente, los grandes logros de los creadores son
los grandes fracasos de la creación, pues no cambian el mun-
do.
La paradoja de la fe cristiana es que estimula la crea-
ción en este mundo; pero en su fase final, por su dimen-
sión escatológica, hace estallar el mundo, obliga a la
historia a salir de sus esquemas. Aquí, no es el camino el
imposible, sino que es lo imposible el camino, y los caris-
72
mas lo realizan: «el poder divino es capaz de inventar...
una vía en lo imposible» 23 . Son las irrupciones fulgurantes
del «totalmente otro» que proceden de sus mismas pro-
fundidades. Todas las formas de la cultura deben tender a
este fin, que participa de los dos eones, cuya revelación de
cada uno tiene lugar a través del otro; y ese es el paso del
«tener» terrestre al «ser» del Reino. El mundo en la Iglesia
es la «Zarza ardiente» inserta en el corazón de la exist-
encia.
El científico, el pensador, el artista, el reformador social
podrán reencontrar los carismas de un Sacerdocio Regio, y
cada uno en su terreno, como «sacerdote», hacer de su
investigación una obra sacerdotal, un sacramento que
transforme cualquier forma de la cultura en lugar teofánico:
cantar el Nombre de Dios por medio de la ciencia, del
pensamiento, de la acción social (el «sacramento del her-
mano») o del arte. A su manera, la cultura se une a la
liturgia, hace oír la «liturgia cósmica», se vuelve doxologta.
Antiguamente, los santos Príncipes eran canonizados
no en virtud de su santidad personal, sino por su fidelidad
a los carismas del poder real al servicio del pueblo cristia-
no. Entramos en los tiempos de las últimas manifestacio-
nes del Espíritu Santo: «En los últimos días, dijo Dios,
derramaré mi Espíritu sobre toda carne...», en lo cual bien
se puede presentir la canonización de los científicos, pen-
sadores o artistas, de aquellos que han dado su vida y
mostrado su fidelidad a sus carismas del Sacerdocio Regio
y que han creado obras al servicio del Reino de Dios. El
carisma profético de la creación suprime, así, el falso dile-
ma: la Cultura o la Santidad, y establece la Cultura-Crea-
ción y la Santidad; más aún, este carisma establece la
forma particular de una Santidad de la Cultura misma. Es
23 San Gkkgokio df. Nisa, P . G . 44. 1 28 B.
73
«el mundo en la Iglesia», la vocación última de su meta-
morfosis en «nueva tierra» del Reino.
Otro dilema más falso aún se abre paso en nuestros
días: Cristo en la Iglesia o Cristo en el Mundo. No se trata
de adaptar la Iglesia a la mentalidad del mundo, se trata
de adaptar la Iglesia y el mundo de hoy a la Verdad divi-
na, al Pensamiento divino sobre el mundo actual. Dios no
está más lejos de nuestro tiempo que de otra época, pero
su presencia es más particularmente sensible en todo ver-
dadero encuentro inter-humano, que es el que construye a
su manera el macro-anthropos y da lugar a la Iglesia. Cristo
envía su Iglesia en la historia para hacerla, en los diferen-
tes momentos de esta historia, el lugar de su presencia,
para ofrecer a todos un vivir el hoy de Dios en el hoy de los
hombres.
La presencia de Cristo es universal; sin embargo, la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y Cristo la invita a pasar de
las formas simbólicas a la realidad explosiva del Evange-
lio, a volverse ante todo esta fulgurante doxología arras-
trada por el dinamismo liberador del Espíritu Santo, del
que nos habla el Apocalipsis y que nadie podrá ignorar en
este caso.
5. Lj 2 cultura y el Reino de Dios
Dice san Pablo: «somos colaboradores con Dios», y el
Apocalipsis: «las naciones traen su gloria y su honor»; no
entran, pues, en el Reino con las manos vacías. Podemos
creer que todo lo que acerca el espíritu humano a la ver-
dad, todo lo que expresa en el arte, todo lo que descubre
en la ciencia y todo lo que vive con un acento de eterni-
dad, todas estas cimas de su genio y de su santidad entra-
rán en el Reino y coincidirán con su verdad, como la
imagen genial que se identifica con su original.
74
Incluso la belleza majestuosa de las cumbres nevadas,
la caricia del mar o el oro de los campos de trigo se con-
vertirán en ese lenguaje perfecto del que a menudo nos
habla la Biblia. Los girasoles de Van Gogh o la nostalgia
de las Venus de Botticelli y la tristeza de sus Madonas
encontrarán su serena plenitud cuando la sed de los dos
mundos se aplaque. El elemento más puro y misterioso de
la cultura, la música, en su punto culminante, se desvane-
ce y nos deja ante lo Absoluto. En la Misa o el Réquiem de
Mozart, se oye la voz de Cristo, y la elevación alcanza el
valor litúrgico de su presencia.
Cuando es verdadera, la cultura, extraída del culto,
vuelve a encontrar sus orígenes litúrgicos. En su esencia,
es la búsqueda de lo único necesario que la conduce fuera
de sus límites inmanentes. Por medio de este mundo, se
erige en Signo del Reino, flecha fulgurante vuelta hacia el
porvenir: con la Esposa y el Espíritu dice: «¡Ven, Señor!»
Como san Juan el Precursor, su astro se abisma en la luz
resplandeciente del Mediodía parusíaco.
En la eterna liturgia del siglo futuro, el hombre, me-
diante todos los elementos de la cultura, pasados por el
fuego de las purificaciones últimas, cantará la gloria de su
Señor. Pero ya, aquí abajo, el hombre de una comunidad,
el científico, el artista, sacerdotes todos del Sacerdocio uni-
versal, celebran su propia liturgia en la que la presencia de
Cristo se manifiesta según la medida de la pureza de su
receptáculo. Como iconógrafos hábiles, trazan, con la ma-
teria de este mundo y la luz tabórica, toda una realidad
nueva en donde lentamente se hace transparente la figura
misteriosa del Reino.
75
CAPITULO VII
El arte moderno a la luz
del Icono
La teología occidental desde sus orígenes ha manifesta-
do una cierta indiferencia dogmática en cuanto al alcance
espiritual del arte sagrado, a esta iconografía que, a pesar
de su amplio martirilogio, tanto se venera en Oriente. Sin
embargo, providencialmente, el arte occidental llegó, aun-
que tarde, al pensamiento teológico y, hasta el siglo XII, ha
permanecido fiel a la Tradición común tanto en Oriente
como en Occidente. Esta tradición única vivió plenamente
en el magnífico arte románico, en el milagro de la catedral
de Chartres, en la pintura italiana que continúa cultivando
la maniera bizantina.
Pero, a partir del siglo XIII, Giotto, Duccio, Cimabue,
han introducido la facticidad óptica, la perspectiva, la pro-
fundidad, el juego del claroscuro, el efecto. El arte se vuel-
ve más refinado, más pensado en su elemento inmanente,
pero menos orientado a la aprehensión de lo transcenden-
77
te 1 . Estudios recientes descubren incluso en la visión de
Fray Angélico una fuerte influencia del intelectualismo
dominicano. Rompiendo con los cánones de la tradición,
el arte ya no está integrado en el misterio litúrgico. Aban-
dona su «biosfera» celeste, siendo cada vez más autónomo
y subjetivo. Los vestidos de los santos ya no hacen sentir
bajo sus pliegues los «cuerpos espirituales» e incluso los
ángeles aparecen como seres hechos de carne y hueso. Los
personajes sagrados se comportan exactamente como todo
el mundo, se les viste y sitúa en el ambiente contemporá-
neo del artista. Un paso más y el relato bíblico, el aconteci-
miento milagroso, no serían más que una ocasión para
realizar perfectamente un retrato, una anatomía, un paisa-
je. El coloquio de espíritu a espíritu desaparece, la visión
de «la llama de las cosas» cede el sitio a la emoción, a los
arrebatos del alma, al enternecimiento. Para Mauricio De-
nis, Leonardo de Vinci es el precursor de los Cristos del
género Muncanscy, Tissot, y al final de la misma línea
emocional, vendrán las imágenes actuales del «Sagrado
Corazón». Igualmente, cuando un crucifijo, por su inten-
cionado realismo, hiere el sistema nervioso, el misterio
indescriptible de la Cruz pierde su poder secreto, se borra.
Cuando el arte olvida el lenguaje sagrado de los símbolos
y de las presencias y trata plásticamente «temas religio-
sos», el hálito de lo transcendente no lo atraviesa.
1 B Cristo bizantino, elkomenos , humillado y sufriente, lleva en sí mismo el grado
supremo que lo hace Señor de todas las cosas. San Juan Crisóstomo lo dice:
«Miro a Cristo crucificado y veo al Rey». Por el contrario, en el arte occidental
posterior al siglo XIII, Jesús, el hombre de los dolores, en el corazón mismo del
dolorismo, parece abandonado por el Espíritu Santo, como el Cristo de
Andemach, de Colonia, el Cristo Devoto de Perpignan. La búsqueda del
realismo en el siglo XV se proyecta más aún en la imagen del sufrimiento y de la
muerte, y se rinde culto a las cinco llagas, a la Santa Sangre, a los instrumentos
de la pasión; es el Cristo abandonado esperando su suplicio y la Virgen de Pietá,
que no se siente amparada por ninguna Paloma en su herida.
78
Desde la segunda mitad del siglo XVI, los grandes esti-
listas, como Le Bemin, Le Brun, Mignard, Tiépolo, se ejer-
citan en temas cristianos con una total ausencia de sentido
religioso. Hoy el arte llamado sagrado que encontramos
en las iglesias es el más desprovisto de su dimensión sa-
grada. Demos la palabra a un teólogo occidental: «Toda la
controversia sobre 'el arte sagrado' que actualmente está
haciendo furor en Occidente se mueve en un terreno y se
debate en una alternativa igualmente reveladores de la
total heterogeneidad que existe entre las artes sagradas de
Oriente y de Occidente. Más exactamente, lo que esto
muestra es, ante todo, que el arte religioso de Occidente,
sea cual fuere la concepción que se tenga de él, no tiene
absolutamente nada de sagrado, en el sentido en que los
iconos sí son sagrados. Es un arte funcionalmente subjeti-
vo cuya misión es la de expresar el sentimiento religioso...
Todo ilustra admirablemente el hecho de que el arte reli-
gioso en Occidente no está incorporado a la liturgia y que
ni siquiera se tiene la noción de que pudiera estarlo... Ya
no hay, por el momento, altar en San Vital (Rávena) ni
objeto litúrgico en general. Sin embargo, estamos eviden-
temente en una iglesia, en donde todo espera los santos
misterios. En nuestras mejores y más mediocres iglesias,
desde la época gótica más o menos, se puede celebrar la
misa todos los días; encontraremos con qué excitar o apla-
car la devoción personal, pero nada difiere de un taller o
de un museo, nada reúne aquí en el misterio las pinturas o
las esculturas que hay en las paredes» 2 .
Con el fin del siglo XVIII, el arte pierde visiblemente el
lazo orgánico entre el contenido y la forma, y se hunde en
la noche de las rupturas. Ciertamente, el arte sigue siendo
complejo, y afortunadamente salvaguarda todas las ten-
2 L. Bouyer, Los católicos occidentales y la liturgia bizantina, en «Dios Vivo», n°21.
79
dencias, pero el predominio de algunas modifica su rostro.
Seguiremos únicamente la evolución de la que acaba en la
abstracción pura.
Cuando el «conocer» deja de ser una actitud de adora-
ción, una comunión orante, el conocimiento se separa de
la contemplación. Se renuncia a la profundización en la
interioridad yendo hasta el encuentro de lo Transcendente
y, en ello, de toda realidad que se estremece de vida, en
provecho de un «saber para poder» y del crecimiento de
tal poder sobre las cosas de este mundo. Pero, entonces, el
ser se vacía de £ a contenido esencial, pierde su raíz celes-
te, se desnaturaliza, se desacraliza y la conciencia no des-
cubre el Dasein, el estar allí, sino para revelarlo como «ser
para la muerte», rodeado por la nada. Se destruye lo real
disociando sus elementos, suscitanto discontinuidades in-
franqueables. Al hombre sólo le queda la espiritualidad
del alma, funcionalmente acósmica, o un moralismo de
voluntad que, tanto la una como el otro, le impiden el
logro transfigurante de la materia. Una filosofía esencialis-
ta, con sus sustancias cerradas, regidas por el principio de
causalidad, o un pensamiento existencialista, con sus
transcendencias sin profundidad ontológica, no pueden
abrirse al dinamismo energético de las similitudes y de las
participaciones auténticamente divinizadoras. La liturgia
cósmica ya no encuentra poetas porque la opacidad de los
cuerpos no está sembrada con la luz tabórica y la gloria ya
no aflora en una naturaleza desafectada.
El arte sufre la influencia de las «dominantes» del mun-
do y de su sabiduría. El artista, consagrado más que nunca
a la soledad, busca una especie de «superobjeto», de «su-
perrealidad», pues para él la simple realidad ya no se pue-
de expresar directamente. De manera heroica, pero
también desesperada, se esfuerza en volver a encontrar
ese lado secreto eliminado de las cosas de este mundo.
80
Queriendo conocer el objeto secularizado, se pierde su
misterio; a su vez, la sola búsqueda por reacción, por de-
sesperación, de ese misterio, hace perder la cosa y conduce
a la abstracción docetista, al juego fantasmagórico de las
sombras sin cuerpo.
Se puede fijar aproximadamente la fecha de la ruptura
con el pasado producto del Renacimiento y el nacimiento
del arte moderno, de la exposición en Nadar, en 1874. La
pintura independiente, funcionalmente subjetiva, que va
desde la profunda inquietud de Cézanne a la trágica an-
gustia de Van Gogh, muestra una necesidad de renova-
ción que intenta manifestar estados del alma siempre
insatisfechos. El impresionismo y el expresionismo trans-
miten las reacciones subjetivas de la retina o del sistema
nervioso del artista. Es una pintura de lo circunstancial, de
lo ocasional interpretado emotivamente. El objeto emul-
sionado se dispersa en un plasma luminoso y cromático.
La técnica de la pincelada dividida y yuxtapuesta persigue
las vibraciones coloreadas de la luz y busca la síntesis en
la captación del instante. El cubismo, por su parte, des-
compone la unidad viva en sus elementos geométricos y
reconstruye el cuadro cerebralmente como un problema
matemático. Abandona los juegos de luz y de color y ana-
liza el objeto tal como se presenta a la imaginación, situa-
do en un espacio reducido a dos dimensiones, o, al
contrario, multidimensional como el átomo de los físicos.
El surrealismo desrealiza este mundo y le superpone otro,
inventado, llegando hasta perfilar un «aura super-exist-
encial». El arte se emancipa de todo «canon», de toda re-
gla; cuando es «teúrgico», se abandona a las fuerzas
mágicas del encantamiento, a falsas transcendencias, ver-
daderos «abortos meta físicos». Se ponen en boga las más-
caras negras, el poder arrebatador de la mescalina, las
imitaciones del falso simbolismo oculto, las composiciones
81
inspiradas en el hormigón armado, en el átomo y en los
fuegos artificiales, las imágenes plásticas de la velocidad
pura, la escultura de alambres. La enorme presión del uni-
verso «pringoso y asfixiante» engendra el baile moderno,
una marcha endiablada pero que no conduce a ninguna
parte. Es la terrible libertad de todo artista para repre-
sentar el mundo a imagen de su alma devastada, llegando
hasta la visión de una inmensa letrina rebosante de mons-
truos desarticulados. Por todas partes sorprende la discon-
tinuidad de ritmos bruscos, sincopados, la disolución de
las formas y la desaparición del contenido preciso, del su-
jeto, del rostro, del sentido de las palabras en la poesía o
de la melodía en la música.
Para la conciencia moderna «de facetas», el objeto no
existe bajo su forma única sino que reviste múltiples as-
pectos. Antes de desaparecer, el objeto se encabrita en una
última agonía, parece retorcido y convulsionado. El con-
tenido de las cosas y la epidermis de los rostros se
descomponen, todo se presenta en pedazos, atomizado,
desintegrado. La realidad percibida de esta forma refleja
una conciencia desgarrada, y al mismo tiempo se contami-
na de ella. El hombre ya no es dueño de las tendencias
anárquicas de la naturaleza. Ya no las ordena con su espí-
ritu sino que las graba y las agrava con su negativa a
intervenir. Antaño, las cosas preguntaban, como a la espe-
ra, y el artista respondía haciéndolas vivir plenamente ba-
jo su mirada creadora, devolviéndoles su virginal
inocencia, haciéndolas volver «a su lugar», hacia su can-
dor e ingenuidad. El artista moderno, antes de mirar el
mundo, cuestiona su alma y aplica su visión «desintegra-
dora» a las cosas, se hace cómplice de la antigua rebelión
que quiere liberarse ante todo del Sentido y de todo prin-
cipio normativo. Semejante vuelta hacia el caos primordial
acelera el deterioro del tiempo y retrae el ser hasta la indi-
82
gencia de la nada. La materia se disuelve perdiendo sus
contornos, es vista como el átomo temporal al que se le ha
arrebatado el tiempo y, por tanto, la vibración del rostro
vivo, la confianza de la mirada. Cada uno de sus fragmen-
tos comienza a vivir en una existencia particular. El céle-
bre Saturno de Goya corroe la sustancia del hombre. En la
época de las convulsiones de finales de la Edad Media,
por las brechas que se abrieron, surgieron vientos sulfuro-
sos portadores del bullicio de los deseos liberados y la
eterna divagación de la codicia. Los poderes irracionales y
demoníacos irrumpen y afluyen por todo el mundo. El
hombre de Goya está acechado por los monstruos que
emergen de su subconsciente; en Bosch, incluso el camino
paradisíaco toma la forma de un largo, un interminable
túnel oscuro en el que se inspirarán Kafka y Freud. El
camino es tenebroso, asfixiante, y muy incierto en cuanto a
su salida. Pero el hombre, desde el punto de vista de Pi-
casso y de su «línea de crueldad», no es más tranquiliza-
dor. Así es, probablemente, como los demonios deben ver
el mundo en una óptica oculta, vacía de la inaccesible ima-
gen de Dios.
La nivelación universal pulveriza lo Unico, la Idea, lo
Sagrado, y los sustituye por la magia de un movimiento
que se arremolina sobre sí mismo, descentrado. Ya no es la
eternidad lo que el pecado ha fragmentado en tiempo, es
el tiempo fragmentado en nada. ¿No sería el infierno un
fragmento de tiempo subjetivo extendido y fijado eterna-
mente, un sueño sin soñador, el refugio último de lo ine-
xistente? La existencia ultra-moderna no conoce ni el
advenimiento ni el crecimiento del ser, ni la sucesión pro-
gresiva de acontecimientos, sino que esconde una coexis-
tencia de quiebras, de trozos que se recubren unos a otros
sin ligazón ni continuación ordenada. El tiempo orientado
hace sitio a la simultaneidad, a la instantaneidad, al futu-
83
rismo, y se retrae a una pseudo-escatología de la vuelta a
lo elemental. Finalmente, un cadáver no se mueve, se tien-
de. Dostoíevsky ya profetizaba que el hombre perdería
hasta su forma exterior si perdía su fe en la Integración
divina. Antaño, los grandes Maestros, tratando cualquier
parcela del ser, daban la impresión de tener entre sus ma-
nos el mundo palpitante de vida en su totalidad. Ahora en
cuadros inmensos el mundo se limita a la pobreza de algu-
nos fragmentos.
Miremos la célebre Bárbara de bronce, de Jacques Lip-
chitz. No tiene epidermis, lo que se ve corresponde a un
rostro, pero no se le parece en nada. El escultor se ha
situado dentro de Bárbara y transmite sensaciones inter-
nas. Traspasa la impresión cenestésica a imagen visual. La
maraña de hilos, nudos, promontorios y agujeros debe re-
velamos las sensaciones de Bárbara que viene a nuestro
encuentro. Su interioridad se traduce sin ninguna analogía
con la naturaleza habitual. Es un arte cerebral que no bus-
ca un sentido o el misterio del destino, sino la función, la
relación, la dependencia. Así, el escultor Henry Moore se
ocupa de la proyección de una sustancia en otra y se pre-
gunta en qué se convierte el cuerpo humano construido en
piedra. Así es también la pintura intra-óptica o la mística
corpuscular de Salvador Dalí o de Francis Picabia.
El arte no figurativo, informal, abstracto, suprime todo
soporte ontológico negando todo objeto concreto. No es
una manzana roja sino el color rojo en sí, una mancha
coloreada en la que el artista proyecta un significado com-
prensible sólo por él mismo.
Schopenhauer decía que todas las artes tienen una ten-
dencia secreta a la «musicalidad». Ahora bien, la música,
entre las artes, es la única que no presenta ninguna imita-
ción de las formas de este mundo. A pesar, o, quizá, gra-
cias a esta ausencia, Kandinsky, Malévitch, Kupka,
84
Mondrian, siguen el deseo de Mallarmé: «tomar prestado
a la música sus leyes y sus poderes». Violonchelista cuali-
ficado, Kandinsky llama a sus ensayos «improvisaciones»
y a sus obras acabadas «composiciones». Kupka diseña
«Fuga en dos colores» y «Cromatismo cálido». Paul Klee,
músico y compositor, persigue en su pintura unas meta-
morfosis en perpetuas germinaciones líricas o explosivas.
Por el contrario, el músico Scriabin hablaba de una «sinfo-
nía de luz» y de sonidos que suscitaban asociaciones de
colores. Estaba apasionado por la idea de la «luz fluyente»
asociada a los sonidos y desarrollándose en el tiempo. Sur-
vage, Béothy, Cahn, Valensi realizan este sueño en cintas
cinematográficas y lo experimentan con «ritmos colorea-
dos»; Richter llega incluso a hacer películas abstractas.
La «música concreta» elimina la melodía, la armonía, el
contrapunto. Mientras que, según Mozart, el todo de la
melodía precede a su diferenciación en partes, la fragmen-
tación pasa a la yuxtaposición de las sonoridades aisladas,
a la discontinuidad del género de Stravinsky, y, por últi-
mo, a la pura vibración y al caos de los ruidos liberados.
Es sintomático que Boris Bilinsky, en sus investigaciones
sobre la «continuidad de las formas y de los colores sin
tema», ilustre precisamente a Debussy y Ravel, en los cua-
les ya aparece un mosaico musical, una sucesión de piezas
sin la necesidad de un lazo orgánico.
El pintor Tchourlanis (antes de acabar su vida en un
sanatorio) traduce, en sus «cuadros-sonatas» sin tema, su
«sensibilidad musical del mundo». Malévitch ha sentido
en sí mismo una mística de la noche en donde el mundo se
recrea tal como podría ser. Es la «medianoche» de Mallar-
mé y su «gota de nada». Creador del «suprematismo»,
Malévitch busca la intensidad suprema de la «ausencia».
El espacio liberado de toda trama se vuelve «un continen-
te sin dimensiones, sin componentes espaciales, una forma
85
apriorística pura sin sujeto ni objeto». En él la diagonal
traduce la idea del movimiento en la vacuidad. Es una
abstracción depurada al extremo y que encuentra su signo
en un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Escribe Die
Gegenstandlose Welt, «El Mundo de la no-representación»,
y habla del mundo de la idealidad pura despojada de toda
realidad representable. Franqois Kupka estudia teología,
aprende hebreo para leer la Biblia y sirve de médium en
sesiones de espiritismo. Orfista, pinta la «Fuga en rojo y
azul» y traspasa sus experiencias metafísicas por medio de
signos geométricos y de una afectividad abstracta. El
mundo cerebral e ideal se opone violentamente al mundo
real y percibido. Los planos verticales repelen el peso del
espacio...
En todos estos artistas, la pintura «no figurativa» sólo
conoce proporciones y relaciones constructivas, una pura
rítmica de los planos coloreados, de las líneas discursivas
y de los valores plásticos. Kandinsky ha expuesto este mis-
ticismo exangüe en su libro, muy débil filosóficamente,
titulado De lo espiritual en el arte. Mondrian, miembro de la
«Sociedad de Teología», calvinista holandés, busca lo
transcendente en la estricta relación de las líneas encon-
trándose con el ángulo recto. En Paul Klee, más que en los
demás, se siente la sed de penetrar la esfera pre-mundial,
el tohü wá bohü, el abismo sin forma ni contenido del que
nos habla la Biblia, la potencialidad pura e ideal. Piensa
que los artistas elegidos descienden hasta ese lugar secreto
donde las potencias premundiales alimentan toda evolu-
ción posible. Y es que la forma actual, para Klee, no es el
único mundo posible. Se adivina la tentación demiúrgica
de presentir y de imaginar un cosmos diferente del que
Dios ha creado. Del mismo modo, el surrealismo del tipo
de André Bretón, Max Emst, Picabia, fuerza las puertas de
lo irracional por sus «extrañamientos sistemáticos», y la
86
curiosidad que se despierta busca el nudo secreto de las
cosas -Ding an sich- haciendo abstracciones de las mismas
cosas. Ahora bien, san Gregorio Nacianceno advierte: «Ay
de la inteligencia que ha mirado con hipocresía los miste-
rios de Dios» 3 ...
Para Tavlensky, amigo de Kandinsky, el arte expresa «la
nostalgia de Dios». La diagonal de Malévitch, o el movi-
miento de las líneas que se cortan en el ángulo recto, se
detienen ante el cuadrado, signo geométrico ideal de lo
Absoluto según Mondrian. En los grandes fundadores del
arte abstracto, el deseo de penetrar por detrás el velo del
mundo real es visiblemente de naturaleza «teosófica»,
oculta. «En el escalón superior, escribe Paul Klee, está lo
misterioso». ¿Nueva era del conocimiento de Dios? Quizá,
pero se sitúa fuera del Dios encamado, es un conocimien-
to de la ideal y abstracta deidad al margen del Sujeto divi-
no...
Más inquietantes aún son las formas del «existen-
cialismo artístico». El inconsciente sueña con el espacio
curvo y con la cuarta dimensión. Pero la naturaleza bien
podría vengarse engañando la curiosidad de los hombres.
La imaginación embriagada con sus ilimitadas posibilida-
des introduce la alucinación y el delirio para desembocar
en al arte bruto de Dubuffet, en el arte primitivo de los
enfermos mentales, en las «pesadillas místicas» de Her-
nández, en el bestiario de Kopac, en los «constructores de
quimeras» de Giraud, en el primitivismo absoluto. Recor-
damos las palabras de André Gide: «El arte nace de obli-
gaciones y muere en libertad». La violencia sexual aparece
en pintores como Goetz y Osorio, o escultores como Pevs-
ner, Arp, Stahly, Etienne Martin. Junto a los «collages» y la
escritura automática, el ilogismo de Max Emst o Dalí casa
3 Or. XXXI. 8. P.G. 36, 141 15 .
87
la exactitud fotográfica de los objetos con el cambio de su
función, por ejemplo «el reloj liquido». En Pollok y toda la
escuela americana de la Aciion Painting, la finalidad del
automatismo de la velocidad es la de excluir la conciencia.
Los colores son arrojados a la tela sin que ni siquiera la
toque el pintor para evitar toda intención, incluso incons-
ciente.
Georges Mathieu dibuja sobre un estrado, en estado de
trance, al son de una música concreta. Una tela inmensa
-10 m- se cubre en el espacio de una hora. Los tubos se
revientan, los colores que brotan de ellos se proyectan, por
así decir, solos, en conformidad con el ambiente mágico
de trance. Al final, el artista se encuentra en un estado de
completa postración. La espontaneidad impulsiva de las
entrañas raya con el caos preconsciente. Por una profana-
ción que parece deseada, los grandes paneles de Bemard
Buffet son muy sintomáticos. Su único tema muestra pája-
ros monstruosos, con una mirada de una inmovilidad ca-
davérica y que pisotean el cuerpo femenino desnudo.
Todos los velos, incluso anatómicos, son arrancados, y las
posturas, muy estudiadas, reflejan la profanación última y
obscena del misterio del ser humano. Ante estos paneles,
con su olor específico a putrefacción, viene a la memoria
un pasaje de la Escala de san Juan Clímaco: un santo, «ha-
biendo visto la belleza femenina, ha llorado de felicidad y
ha cantado al Creador... Tal hombre ya ha resucitado antes
de la Resurrección de todos».
Si se quiere imaginar la decoración mural del infierno,
hay más de un arte en nuestros días que responde a ello.
El «Astuto» bíblico, que Lutero traduce por «el que frunce
la nariz», ha hecho de su existencia la amarga profesión de
burlarse del ser. Se puede hacer incluso con una buena
conciencia y gusto, como artista, e imperceptiblemente pa-
ra sí mismo y para los demás. Se trata de una resistencia
88
«a la imagen y semejanza de Dios», mas aún, al Dios «Fi-
lántropo» que penetra su rostro humano con su luz. El
arte abstracto, por su naturaleza, no tiene en sí nada que
haga conocer «la Palabra hecha carne». ¿Qué puede decir
sobre la Eucaristía, la transfiguración del cuerpo, la resu-
rrección de la carne? Una luz tabórica sin Cristo, la lumi-
niscencia de los santos sin los santos, es el rayo cautivo de
un espejo mágico, signo infernal de implenitud e impoten-
cia.
Entre los diversos enfoques filosóficos posibles, la con-
cepción sofiológica es la más apropiada para definir la
naturaleza del arte abstracto. Según esta doctrina en su
expresión más clásica, más profundo que el aspecto feno-
ménico, móvil y cambiante del ser, es su fundamento
«ideal» en el sentido platónico del término. Está constitui-
do por principios ideales, normativos, llamados también
los logoi ' de las cosas y de los seres. Este mundo ideal, que
existe por encima de la forma temporal y espacial del ser
que estructura y penetra, es llamado la Sophía (Sabiduría)
creada. Creada y terrestre, a imagen de la Sophía celeste e
increada que, según las enseñanzas patrísticas, reúne las
ideas de Dios, su voluntad creadora sobre el mundo. Las
dos Sophía están radicalmente separadas sin posible confu-
sión. La realidad ideal, creada, ontológicamente insepara-
ble de las cosas, condiciona y estructura la unidad
concreta del mundo y liga lo múltiple en forma de cosmos.
Todo conocimiento consiste en remontar las cosas em-
píricas a su estructura inteligible y a captar su unidad. La
presencia del contenido ideal en una forma sensible, su
armonía, condicionan el aspecto estético del ser que todo
artista lee y comenta. Ahora bien, gracias a la libertad de
su espíritu, el hombre puede transgredir las normas, pue-
de incluso alterar las relaciones. Precisamente porque su
libertad es la más grande en la esfera estética, la belleza
89
entra en contacto con el corazón humano sin vincularlo
necesariamente con el Bien y la Verdad. Buscando lo infi-
nito, el iros humano puede detenerse en la Sophta creada,
identificarla con Dios, divinizar la naturaleza. Más aún, en
esta identificación luciferina, puede considerarse a sí mis-
mo como la fuente del florecimiento cósmico, como lo Infi-
nito, prescindiendo de Dios.
El lado ideal, inteligible, existe sólo para fundamentar y
unir el mundo visible. Fuera cié su «biosfera de encama-
ción», el ideal no tiene sentido, ni fin, ni razón de ser. El
arte es precisamente un sistema de expresiones, una len-
gua particular cuyos elementos tienen relación con la So-
phi'a y la expresan, igual que las palabras lo hacen con el
pensamiento. Contrariamente a lo que ocurre con los sig-
nos convencionales, las expresiones artísticas llevan su
contenido como un mensaje único y secreto. En último
término, entrando ya en contacto con el icono, estas ex-
presiones se aproximan a los símbolos religiosos que son
un lugar en donde lo simbolizado siempre está presente.
En griego, las palabras que designan al diablo y al símbolo
tienen la misma raíz, pero el diablo separa aquello que el
símbolo liga. Un símbolo es un puente que une las dos
orillas: lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo celeste, lo
empírico y lo ideal y los transporta uno en otro.
Los iconoclastas creían muy correctamente en los sím-
bolos, pero a causa de su concepción «retratística» del arte
(imitación, copia), rechazaban el carácter simbólico del
icono y por lo tanto no creían en una misteriosa presencia
del modelo en la imagen. No llegaban a captar que junto a
la representación visible de una realidad visible (copia,
retrato), existe un arte diferente en el que la imagen pre-
senta «lo visible de lo invisible» y de esta manera se revela
símbolo auténtico. De buen grado hubieran aceptado el
arte abstracto en su figuración geométrica, por ejemplo la
90
cruz sin el crucificado. Ahora bien, la semejanza icónica se
opone radicalmente a todo lo que es retrato y sólo se rela-
ciona con la hipóstasis (la persona) y con su cuerpo celes-
te. Por eso el icono de alquien que vive es imposible; y
queda excluida toda búsqueda de una semejanza camal,
terrestre. En la iconografía, la hipóstasis «enhi postasía», se
apropia, no una sustancia cósmica (plancha de madera,
color), sino la semejanza como tal, la figura celeste de la
hipóstasis, asumiendo el cuerpo transfigurado que el ico-
no representa.
El Pleroma hacia el cual tiende todo actualizará la sínte-
sis escatológica «de lo terrestre y de lo celeste» (7 Cor 15,
42-49). El arte lo anticipa proféticamente; a través de la
imperfección actual, perfila la perfección, cuenta lo
misterioso del ser. Pero, si abandona la «biosfera de
encamación», cambia de naturaleza, y, cuando rechaza
conscientemente toda semejanza, se hunde en lo abstracto.
Se sabe que la filosofía matemática (como la de Bruns-
chvicg) busca el pensamiento puro despojado de toda for-
ma antropomórfica. Cada vez más la ciencia aborda
nociones que sobrepasan la capacidad humana de recep-
ción. De la misma manera, el arte abstracto se opone vio-
lentamente al arte figurativo: «Juro a la Naturaleza que
nunca más la representaré», declara Kupka. En efecto, la
cosa sin contenido sofiánico está vacía y es absurda como
las telas de Fougeron o las del «realismo socialista». Pero
el ideal sin la cosa es ciego e insignificante. Es como si el
arte se manifestase en entelequias de Aristóteles que hu-
bieran perdido el lugar de su actualización.
Desde el punto de vista sofiológico, es evidente que el
arte abstracto ( ab-trahere , sacar, extraer de lo real) se mani-
fiesta en la Sophía desafectada, desviada de su destino,
alterada en su esencia misma, en su relación con lo real, lo
cual la aleja de su fin y la hace indescifrable, por tratarse
91
ya de una Sophia que ha perdido su cuerpo. Desde este
momento, es una falsa magia del instante. Unos fantasmas
siempre nos pueden ofrecer un cierto gozo estético. Vagan
por los vestigios del mundo fragmentado, pero el interés
por ellos es bastante débil. Kandinsky o Paul Klee pueden
alcanzar una gran musicalidad simplemente porque tie-
nen genio, pero el hombre que mira estas obras nunca es
acogido en este mundo carente de toda presencia y de
rostro. El ojo puede escuchar incluso las voces del silencio;
sin embargo, la ausencia coloreada no hace sino distraer y,
al final, cansar. ¿Se puede entrar en comunión, esbozar un
gesto de ternura hacia una de las mujeres pintadas por
Picasso y a las que el P. Sergio Bulgakov llamaba «cadáve-
res de la belleza», se puede sentir el deseo de orar ante el
cuadrado de Malévitch?
El arte abstracto se manifiesta como un arco iris sacado
de su contexto cósmico. Se puede admirar su espectro so-
lar, analizarlo y variar sus colores hasta el infinito, pero ya
no une el cielo y la tierra, no dice nada esencial al hombre.
Ahora bien, el arco iris no es un juego de colores, ni un
objeto estético; según la Biblia, es el gran símbolo de la
alianza entre Dios y el hombre. En la iconografía, el arco
iris sostiene el cuerpo del Cristo Pantocrator en el momen-
to de su venida gloriosa. La abstracción separa las vibra-
ciones luminosas de su fuente, del Oriente litúrgico. ¿Qué
puede revelar entonces al hombre orante, que se postema
ante la luz fulgurante del rostro divino y dice: «En Tu luz
conoceremos toda luz»? Lo bello no es solamente lo que
agrada; además de una fiesta para los ojos, alimenta el
espíritu y lo ilumina.
Las exposiciones muestran que las formas modernas no
sobreviven. Cuanto más vacía de contenido real está la
forma, más ilimitada es en cuanto a sus combinaciones. Lo
ilimitado de las expresiones del arte abstracto muestra la
92
temible cerrazón, lo limitado del alma, pues lo ilimitado en
los límites de un mundo cerrado no transciende nada real-
mente. Es el arte de la Puerta cerrada. Por el contrario, lo
ilimitado divino adopta la sola y única expresión de la
Encamación: «En verdad por tu naturaleza. Tú eres ilimi-
tado, pero has querido. Señor, limitarte bajo el velo de la
carne». En el único rostro de Cristo, Oios está presente y
con El todo lo humano. El hieratismo de los santos, su
inmovilidad iconográfica casi rígida, ese limitado externo
de la forma desvela lo ilimitado de su espíritu. En su posi-
ción frontal, sin ningún artificio, su mirada nos quema sin
consumimos.
En su propio valor de símbolo, el icono sobrepasa el
arte, pero también lo explica. Podemos admirar sin reser-
va las obras de los grandes maestros de todos los siglos y
hacer de ellas lo más elevado del arte. El Icono se manten-
drá un poco aparte, como la Biblia se situará por encima
de la literatura y la poesía universales. Salvo raras excep-
ciones, el arte en sí siempre será formalmente más perfecto
que el arte de los iconógrafos, pues éste último, precisa-
mente, no busca esta perfección. Su mismo exceso sería
perjudicial para el icono, correría el riesgo de descentrar la
mirada interior de la revelación del Misterio, como una
poesía excesiva y rebuscada oscurecería la fuerza de la
palabra bíblica. La belleza de un icono está en un equili-
brio jerárquico exigente hasta el extremo. Bajo un cierto
límite, no es más que un simple dibujo, mas por encima de
eso y siguiendo el genio contemplativo del iconógrafo, el
icono irradia la estricta belleza en conformidad con su te-
ma, con Aquel que es «Dios de los pintores de los cielos y
de lo que está por encima de los cielos», según palabras de
san Basilio.
Expresivo, el arte puede expresar contenidos diferen-
tes. Libre, puede coincidir con el icono -como una tela de
93
Rembrandt- tanto como alejarse de todo contenido reli-
gioso; al extremo, puede pasar a la pura función de signo
o hacerse solamente objeto estético, del arte por el arte,
decoración, y por último, cambiar su naturaleza y dejar de
ser un arte.
El gran arte figurativo nos anuncia la visión transfigu-
rante de los maestros. Se hace con la Sophía terrestre en
armonía con sus dos aspectos, real e ideal, la canta y cons-
truye el Templo sofiánico. Pero éste, para convertirse en
receptáculo de la Belleza divina, debe abrirse consciente-
mente por la fe y la santidad del hombre a la luz divina, a
la Sabiduría increada. La Sophía creada no es sino el espejo
ambiguo de la Gloria, empañado por la caída, y por eso el
arte en sí mismo es profundamente ambiguo. Para encon-
trar la Belleza cara a cara, para alcanzar su resplandor de
gracia, hay que salvar, por medio de una trans-ascenden-
cia, por una superación de lo sensible y de lo inteligible,
las puertas secretas del templo, el Icono. Ya no es una
invocación sino la Parusía, la Belleza viene al encuentro de
nuestro espíritu no para arrebatarlo sino para abrirlo a la
proximidad ardiente del Dios personal. El descenso de la
Sabiduría celeste es lo que hace de la Sophía terrestre su
resplandeciente receptáculo, la Zarza ardiente. El arte del
icono no es autónomo, sino que está incluido en el miste-
rio litúrgico y está empapado de presencias sacramentales.
Hace suya una cierta «abstracción», incluso podríamos de-
cir una cierta trans-figuración. En su libertad de composi-
ción, dispone a su agrado los elementos de este mundo en
su sumisión total a lo espiritual. Puede representar a la
Virgen con tres brazos, hacer andar a un mártir que tiene
entre sus manos su propia cabeza, dar a un loco en Cristo
los rasgos de un perro, poner el cráneo de Adan al pie de
la Cruz, personificar el cosmos bajo la figura de un viejo
rey y el Jordán en la de un pescador, invertir la perspecti-
94
va y hacer culminar en un solo punto todos los tiempos y
todos los espacios. La luz sirve aquí de materia colorante
para el icono, la hace luminiscente en sí misma, lo cual
vuelve inútil toda fuente de luz, como en la Ciudad celeste
del Apocalipsis.
La fotografía ha liberado al arte de ciertas funciones de
semejanza y, como contraste, ha desmostrado claramente
que el arte siempre se ha dirigido, no a la reproducción de
la naturaleza, a una copia fiel, sino a la transfiguración
plástica de lo real. Si Manessier, por ejemplo, afirma que
«lo figurativo es la Tierra prometida» y que el arte sólo es
válido si procede de una fecundación por la naturaleza,
ésta no obstante, bajo la mirada de un artista, está más allá
de las figuraciones inmediatas, en correspondencia con
sus cualidades interiores, en los ritmos del ser. «Pintar,
decía Mallarmé, no la cosa sino el efecto que produce». Es
la búsqueda de lo puro espiritual, cuya realidad es siem-
pre fecunda, como se puede constatar en Bazaine, Le
Moal, Bissiére. Pero las Nymphéas de Monet implican ya
un radical «desprendimiento» de lo real y pasan a una
pura musicalidad de colores. La sensibilidad artística aspi-
ra a transcender los datos materiales. «Se trata, dice Ma-
nessier, de poner al desnudo, por medios auténticamente
plásticos, las equivalencias espirituales del mundo exterior
y de un mundo más interior, y de hacer inteligibles estas
correspondencias por transposición».
El viejo Hokusaí estimaba que «sería necesario vivir
hasta los ciento treinta años para poder dibujar una ra-
ma», ¿la duración quizá de la historia para acabar un ros-
tro? Un tiempo previo indefinido, ya que el artista vive en
el corazón del drama del mundo moderno con su incerti-
dumbre y puesta de todo en tela de juicio. La tendencia no
figurativa camina paralelamente con una secularización
de la sociedad, en oposición, incluso en los medios teoló-
95
gicos, con el elemento histórico de la Biblia; a su desmitifi-
cación en la teología corresponde una desfiguración en el
arte sagrado.
La ciencia ha modificado profundamente nuestro pai-
saje cósmico. Es evidente que ya no es posible emplear
imágenes espaciales de una forma ingenua: el paraíso de
arriba, el infierno de abajo y los ángeles que tocan nues-
tros instrumentos de música. Pero en el arte abstracto,
además de la materia, las formas han perdido su conteni-
do transcendente. Por temor a la materia, la desmate-
rialización artística desrealiza el mundo. El arte tiende
hacia lo absoluto, pero, como parte de un vacío, su aliento
no se lleva con él nada de este mundo, ninguna parcela de
su carne. Es un arte hermético de puros ritmos cuyo tema
es la subjetividad esotérica y cerebral del artista, los juegos
de su inconsciente. El crea un mundo propio donde nadie
más entra por no tener acceso o por reducirse a un efímero
fuego artificial.
Por otra parte, en la búsqueda del arte sagrado, las fi-
guras elípticas, como grafismo, o las formas simplistas a
ultranza, no pueden sino agravar la situación, pues ningu-
na de estas imágenes es verdadera. El arte delimita rostros
vacíos, lo cual es mejor que destrozarlos, pero el artista no
se siente bien, ya que no «ve» nada y su arte es engañoso,
copia o inventa y produce un super-real inadmisible o de-
sesperadamente ingenuo. Si el arte profano expresa la con-
fusión y la inquietud, la solución del arte llamado
religioso es inadecuada, pues engaña y no responde.
La organización de las manchas de colores ofrece una
cierta impresión de luz con el fin de traducir el infinito,
sobre todo en las vidrieras, como el arabesco, con sus ele-
mentos florales, sus entrelaces y sus ornamentos en forma
de palma, introducía un poco de fantasía en la severa ar-
quitectura románica. El arte abstracto, si no pretende susti-
96
tuir al arte sagrado, posee el sentido arquitectural y deco-
rativo que existía siempre en los estuquistas antiguos. Es
un arte menor de un cierto alcance pedagógico para los
catecúmenos que aún están en la antecámara del misterio.
Puede ayudamos a todos a comprender que estamos en
presencia de la Belleza no cuando ya no hay nada más que
añadir, sino cuando no hay nada que suprimir, pues la
Belleza no tiene límite, pero no soporta disonancia alguna.
Sin que se pueda probar, es evidente que el arte abs-
tracto se origina en la iconografía ortodoxa, en los arabes-
cos musulmanes, en lo transcendental. Comprender esta
correspondencia inicial es reavivar la mala conciencia recí-
proca. En efecto, la belleza fue universalmente prostituida
y la contemplación desacralizada. El academicismo del ar-
te, así como el academicismo de la teología y de la predi-
cación, el academicismo de la vida cristiana, han suscitado
una justa revolución y una búsqueda apasionada y hasta
trágica de lo verdadero. Ahora bien, toda revolución lleva
en su corazón su propia transcendencia, el infierno sólo
existe por la luz que luce en las tinieblas; esperanza del
contrario, la misma dialéctica de una metanoia infernal sur-
ge en el extremo de su sufrimiento secreto. La inmensa
empresa de demolición inherente al arte abstracto es una
forma eje ascetismo, de purificación, de ventilación que
debemos reconocer con respeto. Responde a la pureza del
alma, a la nostalgia de la inocencia perdida, al deseo de
encontrar al menos un rayo o un destello de color que no
sea mancillado por una figura cómplice y equívoca de
aquí abajo. Su rechazo de las formas de este mundo ¿no
es, por muy profunda que sea, la exigencia imperiosa del
«totalmente otro»? Grita la imposibilidad de vivir como
artista en un mundo ateo y cerrado, de ejercitarse en «na-
turalezas muertas» que ya no son materia de resurrección.
Por eso el arte moderno es significativo. Ha traído la libe-
97
ración de todo prejuicio. Ha suprimido los adornos y los
accesorios, ha demolido los horrores del academicismo de
los siglos recientes, ha matado el mal gusto del siglo XIX y
por eso es refrescante. La forma exterior está deshecha.
Pero a este nivel no es posible ninguna evolución, la llave
de las correspondencias secretas se ha perdido, la ruptura
entre lo sagrado transcendente divino y lo religioso inma-
nente humano es tan radical que ya no se puede pasar
simplemente de un plano a otro. El acceso a la forma inte-
rior, «sofiánica» y uraniana, la contemplación por transpa-
rencia de lo invisible en lo visible ha sido borrada por el
ángel de la espada flameante. Solamente el bautismo de
fuego puede hacer resucitar el arte en la luz de las últimas
conclusiones 4 .
El freno de la iconografía, en su impulso, desde el siglo
XVII, lleva consigo una responsabilidad aplastante para el
destino del arte moderno. Por su mismo estancamiento,
este arte expresa la espera desesperada de un milagro. Es-
te, como todo milagro, es imprevisible en su forma. Quizá
esté en la mirada virginal de un santo: en un puñado de
mantillo ve la huella fulgurante del Espíritu que en otro
tiempo esculpiera, con esta tierra húmeda, el rostro del
primer hombre para acoger la luz de la mirada divina.
La iconosofía moderna está llamada más que nunca a
reencontrar el poder creador de los antiguos iconógrafos y
a salir del inmovilismo del arte de los «copistas». Si el
mundo ha perdido todo estilo como expresión de lo uni-
versal humano y de la comunión espiritual de las almas, la
imagen de Dios hoy impone el suyo a fin de interpretar
nuestro tiempo a su luz. Fiel a sus orígenes, pero parcela
del eón de Pentecostés, ¿sabrá el icono cerrar su círculo
4
Ver los admirables análisis de W. WEIDLE en su libro Las Abejas de Aristeo.
98
sagrado sobre el Evangelio de la Parusía y el rostro huma-
no del Dios trinitario?
La liturgia nos enseña hoy más que ayer que el arte se
descompone, no por ser hijo de su siglo, sino por rebelarse
contra sus funciones sacerdotales: hacer el arte teofánico,
en el corazón de las esperanzas engañadas y enterradas,
situar el icono, el Angel de la Presencia, con «vestido jas-
peado» de todos los colores, belleza sofiánica de la Iglesia.
Su rostro es humano: por una parte es la Santa Faz del
Dios-Hombre y por otra la Mujer vestida de Sol, «Gozo de
todos los gozos», «la que combate toda tristeza» y derra-
ma ternura sin cesar.
99
Segunda Parte
Lo Sagrado
CAPITULO PRIMERO
La cosmología bíblica
y patrística
í . Noción previa
El relato bíblico de la creación describe su marcha pro-
gresiva que se detiene y culmina en el hombre. El hombre
aparece como su terminación, como centro en el que con-
vergen todos los planos del ser. Esta posición central del
hombre explica la sumisión normativa de la naturaleza al
hombre como a su logos cósmico, como a su múltiple hi-
póstasis. El hombre «cultiva» la naturaleza, da nombre a
los seres y a las cosas, los «humaniza». Su relación directa
con el Creador es constitutiva de su ser.
Hablando de la caída, la epístola a los Romanos se re-
fiere a la antigua maldición -«por ti será maldita la tierra»
{Gen 3, 17)- y precisa que «la creación fue sometida a la
vanidad y a la esclavitud, no porque ella lo quisiera». El
estado cautivo de la naturaleza no resulta, pues, de una
«evolución natural»; víctima, la naturaleza pierde su nor-
ma inicial por culpa del hombre, que pierde su lugar cós-
mico, y es esta situación de hecho la que se convierte
desde ahora en su «estado natural».
Tal «desviación de su eje» la deshumaniza y explica su
exteriorización en cuanto al Bien y al Mal, por ser el hom-
103
bre el único que puede poseer la conciencia moral. Así,
neutra moralmente, la naturaleza se encuentra sometida al
principio de la necesidad y de la lucha por la existencia.
En sus repercusiones cósmicas la caída ha desnaturalizado
no solamente las relaciones iniciales entre Dios y el hom-
bre, sino también entre el hombre y el cosmos. La
naturaleza no es «demoníaca», pero la turbada relación
del hombre con el mundo priva a este último de su centro
y, por eso, altera su naturaleza, la desafecta.
Cualquiera que sea el sentido que demos a la «caída»,
es evidente que se trata de un acontecimiento, de un dra-
ma original en el umbral de la existencia histórica y que la
determina. Solamente la Revelación desvela aquello que
permanece inaccesible a toda encuesta empírica. El hom-
bre no ha logrado sobre-elevar la naturaleza, en-hiposta-
siarla en su espíritu, y ahora el paso a otro eón no está en
el término de una progresión humana, sino en el poder
divino. Hubo que esperar la venida de Cristo que «abre
los cielos» y restituye el acceso a ellos. La naturaleza espe-
ra la universalización de este acceso en y con el hombre
«cristificado».
La ciencia se detiene en este umbral por una radical
desproporción e impotencia, la caída afecta a su capacidad
de percibir la naturaleza en su fundamento secreto que
guarda un residuo irreductible y obliga incluso a la ciencia
a multiplicar los «puntos de vista antinómicos». Por eso
los métodos y los medios del entendimiento natural libe-
ran de una inevitable abstracción, ya que la ciencia estudia
la naturaleza «enucleada» de su misterio inicial. Definien-
do las leyes de la naturaleza, ésta no tiene percepción di-
recta del ser vivo, no oye sus gritos, de los cuales habla
san Pablo, no capta su sordo sufrimiento ni su espera de
una liberación, se le escapa la raíz metafísica de la corrup-
ción y de la muerte. La teología no pretende de ninguna
104
manera agotar el misterio; pero posee la luz de la Revela-
ción. Incluso aquí, san Pedro ya menciona el homo abscon-
ditus, escondido, misterioso, y cabe hablar también de un
mundus o cosmos absconditus. Para san Basilio, el análisis de
las propiedades o de las cualidades de la naturaleza forma
conceptos útiles, pero no alcanza nunca las esencias, el
fondo último de la creación.
2. La creación «ex nihilo»
La filosofía griega no se había elevado a la idea del
Dios creador. La eterna materia preexiste a la obra de-
miúrgica que la modela y produce los seres y las cosas. La
herencia de las antiguas metafísicas pasa al materialismo.
Pero incluso en nuestros días, anota Henri Poincaré, no
sabemos lo que es ser materialista, pues no sabemos qué
es la materia. No obstante, si la vida ha aparecido en cierto
momento, el materialismo rechaza la génesis de la materia
y afirma una sustancia eterna que reviste formas sucesivas
y diversas.
Por el contrario, la Biblia (2 Mac 7, 28) habla, no de un
me on, de la pura posibilidad del ser, sino de una nada
absoluta, el ouk on y de la creación ex nihilo. No existe nada
fuera de Dios, incluso el «fuera» es inexistente. Ahora
bien, la creación da lugar a algo fuera de Dios. Dios pone
la nada, pone el «fuera» en relación con Él mismo y pro-
porciona la existencia a un ser infinitamente alejado de Él,
«no por lugar, sino por naturaleza», dice san Juan
Damasceno.
Después de Justino, Taciano, Teófilo de Antioquía, Ire-
neo de Lyon, Atanasio de Alejandría hace el siguiente ba-
lance: «Otros, entre ellos Platón, piensan que Dios lo ha
hecho todo a partir de una materia preexistente e inengen-
drada... acerca de la cual exponen ellos sus mitos».
105
Los diferentes planos del ser son llamados a la exist-
encia por la palabra creadora de Dios. Las esferas no pro-
vienen de las inferiores, no hay ninguna evolución de
unas a otras, el principio de discontinuidad funciona visi-
blemente, la naturaleza salta de un grado al otro. Sin em-
bargo el acto divino asegura la unidad de los diferentes
reinos: mineral, vegetal, animal, humano y angélico que
no se suman en un conglomerado de elementos diversos,
sino que representan los grados de un solo Todo viviente
y jerarquizado. El plano físico y químico se eleva a la bios-
fera de los seres vivos, sobre los que se encuentra la esfera
psíquica y finalmente la «noosfera», lo inteligible y lo espi-
ritual.
La creación del cielo designa según los Padres la crea-
ción del mundo angélico y significa que el ser espiritual
precede al mundo material, el espíritu no viene de la ma-
teria, no es su epifenómeno. El hombre ha sido puesto en
la cima de ese todo viviente como una síntesis de lo espiri-
tual y lo material.
La creación ex nihilo significa (según san Basilio y san
Agustín) que el mundo ha sido creado con el tiempo. Así,
el movimiento, el origen del ser y la posición de cada una
de sus partes con relación a las demás son medidos por el
tiempo y el espacio. Gracias a la estructura matemática del
ser, el número asegura el orden, la armonía; por medio de
la causalidad natural las leyes de la naturaleza lo ordenan.
Solamente el espíritu humano se eleva por encima de la
naturaleza mediante una causalidad individual y creado-
ra.
La creación en su conjunto es muy «buena y bella».
Dios pone en la naturaleza el poder creador; la natura na-
turata es a su vez la natura naturans. Physis viene de phyd
-hacer nacer, crecer-. Dios ordena «que la tierra produz-
ca» y, según san Basilio, «la Palabra sigue teniendo eco en
106
nuestros días». También dice que Dios ha unido todas las
partes del cosmos por una alianza de amor. Igualmente,
según san Gregorio Nacianceno, en tanto que el mundo
está en paz y ningún ser se levanta contra otro, el lazo de
amor actúa y armoniza el todo. Tal visión presupone,
pues, la libertad de contradecir y de construir sobre la
negativa. Es el hombre dotado de la libertad de opción
quien abdica su dignidad real y desorganiza, así, el orden
preestablecido desde el momento en que ya no asegura
conscientemente el «lazo de amor». El aspecto solar y
diurno de la naturaleza verá con temor su otro polo: el
aspecto nocturno. Esta polarización vendrá de la caída del
hombre que es posterior a la creación, sobreviene como una
catástrofe cósmica en un mundo privado desde ahora de
su señor. Su sitio 1 será usurpado por el que san Pablo
llama, utilizando un término muy fuerte, el «dios de este
mundo» (2 Cor 4, 4).
3. La concepción bíblica
La concepción bíblica está estructurada providencial-
mente con las particularidades de la lengua hebraica.
«Crear» se dice bara; en la Biblia este verbo está reservado
sólo a Dios; designa un modo de actuar propiamente divi-
no, su creación se opone a todo lo que es «fabricado» o
«construido». Dios crea y luego conserva, guía a su criatu-
ra y por eso interviene sin cesar en la historia. Cada parce-
la de este mundo es obra de Dios, y el salmo 104 canta una
liturgia cósmica de alabanza al Creador, que reconoce su
obra y la declara enteramente buena .
1 Según san Juan Damasceno, el demonio pertenecía a los coros de ángeles que
regían el orden terrestre. Esto presupone que el orden cósmico ya está
perturbado por la caída de los ángeles y que en ese caso el hombre fracasa en el
intento de volver a levantar la situación .
107
Lengua de pastores y campesinos, esencialmente con-
creta, el hebreo nombra lo que existe y no se preocupa de
ninguna materia abstracta, se opone radicalmente a toda
abstracción filosófica y le horrorizan las palabras abstrac-
ta*- Poético, el hebreo se presta admirablemente a la narra-
ción épica. Posee el sentido y el amor de la naturaleza, de
lo camal, y excluye todo dualismo ontológico.
Creado por la palabra de Dios, lo sensible tiene su prin-
cipio en el Verbo ( jn 1, 1; Heb 1, 9), no se opone de ninguna
manera a lo inteligible, más aún, es inteligible por consti-
tución. Lo sensible es un «lenguaje» ( Gen 2, 19) y una «lec-
tura» sin ninguna opacidad para el espíritu, lo cual hace
imposible la idea de una materia anti-espíritu. La Biblia
libera de todo complejo de culpabilidad hacia lo sensible.
La caída sobreviene en el mundo angélico de los espíritus
puros, el mal no viene, pues, de la materia; es el espíritu el
que la profana haciendo de ella ídolos; el pecado camal es
esencialmente el pecado del espíritu contra la carne.
La materia no es nunca inerte, y la Cábala no hará más
que profundizar este aspecto fundamentalmente bíblico:
la materia está animada por una energía concentrada y
como dormida. Esta concepción dinamística de la materia
rechaza todo estatismo y pasará de esta forma al pensa-
miento de los Padres de la Iglesia. No hay nada que se
detenga, la creación continúa: «Dios no se cansa ni se ago-
ta», dice Isaías (40, 28), y el Señor: «Mi Padre sigue obran-
do todavía y por eso obro yo también» (/m 5, 17); así, el
tiempo significa que el mundo está siempre en régimen de
génesis, en movimiento orientado al pleroma: «No beberé
más del fruto de la vid hasta el día en que de. nuevo lo beba
con vosotros en el Reino» ( Mat 26, 29).
En la alianza nupcial entre Yahvé e Israel, los elementos
del mundo son palabras camales de un diálogo «en imá-
genes»: así la luz y el fuego, el agua, el aceite, la sal, el
108
vino, el trigo y el pan, la piedra, la roca, incluso el polvo y
la ceniza, son la imagen límite de la muerte y de la nada.
Estos elementos serán la materia cósmica de la liturgia
cristiana, y Cristo dirá: «Yo soy el pan de vida») por otra
parte, «Dios es un fuego devorador». Dios es «luz».
De esta forma, en el universo bíblico lo sensible no se
reduce a lo instrumental, no es solamente una escena ma-
terial para el juego de los poderes celestes. En efecto, ofre-
ce al hombre sus colores, sus imágenes y su lenguaje, pero
sin aminorar nunca su propio valor pleno de carne, medio
de contemplación divina, templo y liturgia cósmica. «Mi-
rad los lirios», dice el Señor, Dios los reviste de gloria.
«Porque, dice san Máximo, las diferentes naturalezas con-
curren juntas en el hombre, para formar en él una perfec-
ción única -como una armonía compuesta de sonidos
diferentes-», una espléndida doxología.
En el platonismo, lo sensible participa en la idea por
una pérdida de su propia realidad; oscura y pálida ima-
gen, cuanto más evanescente es mejor juega su papel, has-
ta el punto de que el «mito de la caverna» invita a
apartarse de lo sensible y a huir de ello. Sus alegorías son
frías, pues «cosifican» el mundo y por eso, muy paradóji-
camente, lo desvitalizan, lo desmaterializan y finalmente
lo descosmizan. Por el contrario, en la Biblia, cuanto más
firme, viva y llena de energía en el orden de su propio
valor está la naturaleza, mayor es su significado simbólico.
Cuanto más hombre es el hombre, más imagen es, más
icono de Dios; cuanto más alcanza la plenitud su persona,
más lo habita Cristo.
La parábola, el maschál introduce admirablemente en
este mundo de Dios. El Reino de los cielos está simboliza-
do por las realidades terrestres más cotidianas, más cama-
les: un sembrador que trae el olor de la buena tierra
abierta, una mujer que pone la levadura en la masa, el
109
grano de trigo, la vid, la higuera. Lo existente sensible
lleva en sí todo lo que hace falta para enseñar los misterios
más profundos de la creación divina.
Todo símbolo, en el sentido litúrgico, contiene en sí una
cierta presencia de lo simbolizado, cuya realidad-límite es
el Nombre de Dios. Dios está presente en su Nombre, lu-
gar teofánico por excelencia. De ahí que todo nombre, en
la mentalidad judía, contenga el sentido y el destino de lo
nombrado. Por eso la imagen parabólica nunca es fortuita,
entre la imagen y lo que representa existe una cierta con-
formidad, parentesco, similitud. Así, la tierra y el cielo no
prefiguran solamente los nuevos cielos y la nueva tierra
del Reino, sino que son el sustrato del cambio futuro y,
por anticipación, lo son ya parcialmente aunque de mane-
ra invisible. Del mismo modo, por anticipación, en el mo-
mento de la Cena del Señor, antes de su resurrección,
Cristo ofrecía a los apóstoles su sangre y su carne.
El cuarto evangelio es quizá más histórico, más camal
en el sentido semítico de la Biblia que los sinópticos, pues
descifra más profundamente todas las manifestaciones del
Verbo hecho carne.
La simbología bíblica es, de esta manera, rigurosamen-
te concreta. Los salmos describen una especie de danza
sagrada donde «las montañas saltan como carneros, y las
colinas como corderos» ( Sal 114, 4), y no es una simple
alegoría, sino la aspiración secreta de todo ser vivo, su
canto de gloria al Creador, que tan bien expresa el «Cánti-
co de los tres jóvenes» en el libro de Daniel (3, 51-90).
El cuerpo aislado, autónomo, no existe, es una abstrac-
ción que la Biblia no conoce. Nada le es más contrario que
la sustancia extensa del dualismo cartesiano. El hombre es
una totalidad indivisible, es alma viva. Si la vida lo aban-
dona, el cadáver no es un cuerpo, sino polvo, objeto de
horror y de abominación en el umbral de la nada. Tras la
110
resurrección de Cristo, la muerte recibirá un sentido toda-
vía más trágico, subrayado muy fuertemente en el rito del
entierro de los sacerdotes, pero los restos de todo hombre
serán venerados en su espera, que se une a la de toda la
naturaleza entera.
La palabra de la institución eucarística: «esto es mi
cuerpo», designa el cuerpo vivo. Cristo entero confiriendo
a todo el que comulga una consanguinidad y una concor-
poralidad vivificante 2 . Del mismo modo, «el Verbo se hizo
carne» quiere decir que Dios ha asumido la naturaleza
humana en su totalidad y en ella todo el cosmos. Y la
«resurrección de la carne» de que habla el Credo confiesa la
reconstitución del hombre entero, alma y cuerpo, y así
«toda carne verá la salvación de Dios»; toda carne quiere
decir el pleroma de la Naturaleza.
«Las viejas cosas han pasado, mirad, todo se ha vuelto
nuevo» (2 Cor 5, 17); si «el hombre viejo se ha convertido
en ruinas», el hombre nuevo es esta «criatura nueva» que
«se renueva cada día». La Biblia muestra al ser en génesis,
en un florecimiento de novedades imprevisibles. Por el
contrario, toda concepción estática del ser supone su pro-
fanación, su regresión hacia el estado del polvo inanima-
do, límite de la nada. Podemos ver por una parte una
ontología fáctica, fijada, cosificada, reducida al acosmismo
de un cosmos estático y desvalorizado, y, por otra parte,
una ontología dinamizada por su inserción en lo cósmico
bíblico de la criatura viva, llena de energía y en perpetua
creación. El Reino no es una simple vuelta atrás hacia el
paraíso, sino su plenificación creadora hacia adelante que
totaliza todo lo creado.
7 La oración de san Simeón Metafrastres después de la divina comunión
subraya: «Tú que me has dado tu carne como comida... penetra todos mis
miembros, todas mis articulaciones, mis riñones y mi corazón... fortifica mis
jarretes y mis huesos y establéceme por completo en tu amor».
111
4. El pensamiento patrístico
El pensamiento de los Padres utiliza el genio griego,
vuelve a tomar la concepción bíblica y precisa algunos
puntos. Primeramente, la creación no tiene ningún carác-
ter de necesidad, es obra de la voluntad divina y no de su
naturaleza. «Dios crea por el pensamiento, y el pensa-
miento se hace obra», dice san Juan Damasceno. «Dios,
dice, contemplaba todas las cosas antes de su existencia,
imaginándolas en su pensamiento, y cada ser recibe su
existencia en un momento determinado, según su eterno
pensamiento-voluntad, el cual es una predeterminación
(proorismos), una imagen ( eikón ), y un modelo ( paradeig -
ma)». Tales ideas no tienen, pues, lugar en la esencia de
Dios, sino en sus energías.
Tal concepción energética corresponde al dinamismo cós-
mico de la Biblia y rechaza así el estatismo de una simple
réplica del contenido inteligible de la esencia divina. Las
ideas-voluntad de Dios permanecen radicalmente separa-
das de las criaturas como la voluntad de un artista
permanece separada de su obra. Pero preestablecen nor-
mativamente modos diferentes de participación de la cria-
tura en las energías divinas siempre en acción. Dirigida
hacia una jerarquía de similitudes, la realidad propia de la
criatura se manifiesta en la sinergia de las «segundas liber-
tades», de las voluntades creadas con las voluntades-ideas
divinas.
La armonía de las voluntades presupone la libertad, y,
por lo tanto, en su origen, una perfección inestable. El
axioma patrístico «conviértete en lo que eres» significa re-
alizar libremente la idea de Dios, convertirse en el lugar de
la semejanza y de la morada divina; una autonomía usur-
pada engendraría, por el contrario, una desemejanza, que
no sería en su término sino una soledad infernal. Vemos
claramente que las ideas divinas, los logoi, no coinciden
112
cor» las «razones seminales» de los estoicos. Estas ideas no
son las esencias de las cosas, no son sustanciales sino idea-
les y sólo normativas. En su super-existencia ideal y meta-
temporal resumen el orden temporal; contenidas en el
Logos-Cristo, resplandecen y rigen el plano de las partici-
paciones.
Dios no ha creado un substrato inespecífico, una proto-
materia en potencia. «Las cualidades, dice san Gregorio de
Nisa, son puros inteligibles, su conjunción - syndrome - pro-
duce la naturaleza». Del mismo modo, para san Máximo,
la naturaleza sensible no es materialística en el fondo, sino
que está cargada de energías y representa incluso una cier-
ta condensación del mundo espiritual e inteligible. Po-
dríamos decir, en este sentido, que la materia es el
epifenómeno del espíritu. También vemos que la concep-
ción patrística es esencialmente dinámica. Concibe grados
diferentes de materialidad y de opacidad en la naturaleza,
dando cuenta de su degeneración y regeneración posibles.
La visión iconográfica es muy rica en enseñanzas. Explica
las consecuencias últimas de la Encamación: la santifica-
ción de la materia y la transfiguración de la carne. Con
una amorosa pasión, hará ver los «cuerpos espirituales» y
la naturaleza «cristificada». El equilibrio perfecto de la
unidad calcedoniana de lo divino y lo humano condiciona
esta asunción cósmica y dirige la visión sobre la blancura
fulgurante de la naturaleza terrestre a la luz del Mediodía
tabórico.
Centrada en la salvación, la Biblia es geocéntrica y
antropocéntrica y el pensamiento patrístico amplía los ho-
rizontes. En la parábola de la oveja perdida ve una alusión
a la pequenez de la esfera terrestre -que sólo es una oveja-
en comparación con el universo en su totalidad y con los
eones angélicos representados por el rebaño de las 99 ove-
jas.
113
El Hexaméron de san Basilio está completado por san
Gregorio de Nisa. El hombre no es el producto de una
orden dada a la tierra; situado en el límite de los mundos,
su tarea es la de hacer participar en su estado deificado a
toda la creación. San Máximo lo expresa bajo la forma de
síntesis: el hombre debe establecer la armonía de lo mas-
culino y lo femenino, cultivar la tierra en el paraíso, reunir
la tierra y el cielo, reunir en sí mismo lo inteligible y lo
sensible y finalmente restituir a Dios el universo ordenado
así según el proyecto divino. San Gregorio Palamas subra-
ya muchas veces que «el hombre se eleva sin separarse
nunca de la materia que lo acompaña desde el principio».
Cristo realiza plenamente esta tarea y todos deben seguir-
le. Ello subraya el carácter funcionalmente concreto de la
metafísica cristiana que le llega de la historia. «La salva-
ción viene de los judíos» (/« 4, 22), de un pueblo histórico
elegido para esta tarea, cuando su Mesías -el Verbo de
vida- aparece: «nuestras manos lo han tocado, nuestros
ojos lo han visto». Cristo se convierte en la Puerta y nadie
llega a la verdad invisible sin pasar por la puerta visible
de su Cuerpo. La salvación es la metanoia humana y cósmi-
ca a la vez, la sobre-elevación plenificadora de toda la
naturaleza al orden del Reino. El tiempo bíblico es positi-
vo, mide la fecundidad de la naturaleza que refleja la bon-
dad del Creador. El nabi posee el sentido de la historia, la
intuición del gesto creador de Dios y el saber de los «tiem-
pos favorables». Estos tiempos abren el mundo al eón de
eternidad, al hoy de Dios que se inserta ya en el hoy de los
hombres y conduce al mundo hacia «Dios que será todo
en todos y en todo».
5. La naturaleza cautiva
Nada en la naturaleza es impuro en sí mismo, pero el
espíritu corrompido del demonio o del hombre puede
114
mancillarla. Si el hombre abdica su vocación de humani-
zar el mundo, se vuelve su esclavo, se sumerge en lo sensi-
ble, de lo que fabrica sus ídolos. La idolatría es una
desviación de la norma, la perversión de las relaciones y
de la jerarquía de valores, e introduce en la naturaleza lo
inexistente, un elemento de mentira y de engaño.
Descentrada del hombre y de su propio destino doxoló-
gico, la naturaleza no es mala en sí misma. Pero desafecta-
da por haberse vuelto algo exterior al hombre, este estado
neutro de la naturaleza la hace vulnerable a los poderes
malignos, que se sirven de ella para tentar y esclavizar al
hombre. Así, cautiva ella misma, la naturaleza espera su
liberación. «Toda la creación gime entre dolores de parto»;
la «tierra maldita» produce falsos alumbramientos o pro-
duce monstruos a imagen del hombre demoníaco.
San Simeón el nuevo teólogo describe, en el momento
de la caída, la rebelión de la naturaleza contra el hombre
destituido: «el cielo se preparó para caer sobre él y la tierra
no quiso llevarlo. Pero Dios... no dejó a los elementos de-
sencadenarse tan pronto contra el hombre. Ordenó que la
creación permaneciese sumisa al hombre y que, habiéndo-
se vuelto perecedera, sirviese al hombre perecedero, para
el cual había sido creada. Sin embargo, cuando el hombre
se regenere... la creación... se regenerará también y se hará
igualmente incorruptible, y, en cierta medida, espiritual».
El hombre al final se integra en Dios, el cosmos se integra
en el hombre, se hace interior a él, el sol y los astros brillan
dentro del alma humana.
Para la antropología y la cosmología orientales, la natu-
raleza ha guardado algo de su norma inicial. La caída no
ha tocado a la imagen de Dios en el hombre, simplemente
la reduce al silencio ontológico destruyendo la semejanza,
la actualización de la imagen. San Antonio (en su vida
escrita por san Atanasio) declara que «nuestra naturaleza
115
es esencialmente buena», y, según san Juan Damasceno, la
ascesis restablece el equilibrio, que es «la vuelta de lo que
es contrario a la naturaleza hacia lo que le es propio».
La teología de san Pablo pone de relieve la universali-
dad de la obra de Cristo. El universo está henchido de la
presencia de Dios y la Encamación introduce la naturaleza
entera en la obra de la salvación: «pues ha querido Dios
que toda la plenitud habitase en Cristo. En efecto, en Cris-
to ha sido creado todo lo que hay en los cielos y sobre la
tierra, las cosas visibles y las invisibles... Todo ha sido
creado por Él y para Él... todas las cosas subsisten en Él
(Col 1, 16, 19). La totalidad de las criaturas está ontológi-
camente suspendida de Cristo: «Todo es para Él»: la crea-
ción tiene el fin de glorificarlo, y es ahí donde encuentra
su realización. «Todas las cosas viven en Él»: Fuente y
principio de cohesión del mundo creado, el Verbo hace de
él un «cosmos» ordenado conforme a su fin.
En san Pablo, creación y redención están íntimamente
ligadas, y la obra de Cristo encuentra su resonancia inme-
diata en el universo. Cristo «tiene la primacía sobre todas
las cosas» ( Col 1, 18), y quiere decir tanto en la creación
material como en el orden espiritual. «Hijo único de su
amor» (del Padre, ibid., 13), también es Hijo único de su
voluntad, de su intención: Dios ha querido a Cristo como
fin y centro absoluto de todas las cosas. Todas las criaturas
participan de Él, «ya sea sobre la tierra, ya sea en los cie-
los», y si «Cristo también ha descendido a las regiones
inferiores de la tierra..., ha sido para colmar todas las co-
sas» (E/ 4, 9-10). Como dice san Ireneo: «Por el Verbo de
Dios, todo está bajo el signo de la economía redentora, y el
Hijo de Dios ha sido crucificado por todos y por todo,
habiendo trazado el signo de la cruz sobre todas las cosas».
De este modo la naturaleza entera está asociada al destino
del hombre. Romanos 8 describe la espera ansiosa de la
116
naturaleza tendida como la mirada de abajo a arriba, o
«como los ojos de la sirvienta entre las manos de su se-
ñor», según el salmo 123, 2. Su sufrimiento no es el dolor
de la agonía sino el del parto.
6. El aspecto eclesiológico de la cosmología
«La veracidad de las Santas Escrituras se extiende más
lejos que los límites de nuestro entendimiento», dice el
Metropolita Filaretes de Moscú, y añade: el hombre ha
sido creado el último para entrar en el cosmos «como un
rey y un pontífice». Esta posición real y sacerdotal es la
que, en la enseñanza de los Padres, confiere un acento
eclesiológico a la cosmología bíblica. El mundo, para san
Máximo el Confesor, es un «templo cósmico» en el que el
hombre ejerce su sacerdocio. Sacerdote de la naturaleza,
«la ofrece a Dios en su alma como sobre un altar».
Según la tradición oriental, la Iglesia se ha fundado en
el Paraíso. Dios viene «en el frescor de la tarde» a conver-
sar con el hombre, y esta comunión es la que comienza ya
la deificación, lo esencial de la Iglesia. La comunión es
teándrica, divino-humana, desde el principio, pues «el
Cordero se inmola desde la fundación del mundo» ( Apoc
13, 8; 1 P 1, 19). El acto de la creación del mundo se origina
en el misterio del Cordero; la cristología se sitúa así en el
comienzo y con ella la eclesiología, pues la Iglesia es preci-
samente el lugar en donde se realizan la unión y la comu-
nión con Dios. Según Clemente de Alejandría: «Adán
significa Cristo y Eva significa la Iglesia», y por eso el
matrimonio y sobre todo la primera pareja prefiguran la
unión de Cristo y de la Iglesia.
En Clemente de Roma, en Hermas, el mundo se crea
con vistas a la Iglesia. Ella es la entelequia de la historia,
su razón, su contenido, su fin. El acto de la creación lleva
en sí la communio sanctorum de la Iglesia como el alfa y la
117
omega de toda la economía creadora de Dios. Encamán-
dose, el Verbo actualiza el proyecto pre-etemo de Dios:
unir conyugalmente en su hipóstasis lo divino y lo huma-
no. Cristo-Dios-Hombre se vuelve Cristo-Dios-Humani-
dad, la Iglesia. Esta aparece como centro preestablecido
del universo con el fin de «reunir por medio del amor la
naturaleza creada a la naturaleza increada, haciéndolas
aparecer en la unidad, por la adquisición de la gracia»,
dice san Máximo. Lo que profetiza la Iglesia del paraíso, lo
vuelve a tomar la Iglesia de Pentecostés y lo actualiza
transcendiendo los límites impuestos por la caída.
Las energías divinas fuera de la Iglesia actúan como las
determinantes conservadoras del ser. Dentro de la Iglesia
las energías deificantes conducen a la unión con Dios. Es,
pues, en el interior del misterio preestablecido de la Igle-
sia, a la luz de su acción santificante, donde se puede des-
cifrar más profundamente la naturaleza.
El universo es llamado a entrar en la Iglesia, las cosas
profanadas a pasar a las cosas sagradas, a convertirse en
elementos de la Historia Santa. Las admirables síntesis de
san Máximo descifran la nueva vocación del hombre a
través de la obra realizada por Cristo.
Este sentido universal, cósmico, del destino del hom-
bre, se expresa muy fuertemente en Oriente. «¿Qué es el
corazón caritativo?», se pregunta san Isaac el Sirio: «Es un
corazón que se inflama de caridad por la creación entera,
por los hombres, por los demonios, por todas las criatu-
ras... la compasión inmensa se apodera de su corazón..., ya
no puede soportar ni la más mínima pena infligida a una
criatura... Ruega incluso por los reptiles, movido por una
piedad infinita que se despierta en el corazón de los que se
asimilan a Dios». El hombre reúne en su amor al cosmos
disperso, lo introduce en la Iglesia, lo abre a la acción
terapéutica de la gracia. Hamack ironizaba sobre la con-
118
cepción oriental de la Redención -«fisiológica y farmacéu-
tica»-, sobre lo que Wladimir Soloview ha llamado el
«teomaterialimo» oriental. Pero esta concepción sigue fiel-
mente el realismo bíblico y la tradición del cristianismo
primitivo.
A la luz bíblica, la salvación no tiene nada de jurídico,
no es una sentencia de tribunal. El verbo yacha en hebreo
significa «ponerse a sus anchas», cómodo; en el sentido
más general, quiere decir liberar, salvar de un peligro, de
una enfermedad, de la muerte finalmente, lo cual extrae y
precisa el significado muy particular de establecer el equi-
librio vital, de curar. El sustantivo yéchá, salvación, designa
la total liberación con la paz -schalom- en último término.
En el Nuevo Testamento, sotéria en griego viene del verbo
sóizó, el adjetivo sos corresponde al sanus latino y por tanto
significa devolver la salud al que la ha perdido, salvar de
la muerte, fin natural de toda enfermedad. Por eso la ex-
presión «tu fe te ha salvado» comporta la versión «tu fe te
ha curado», siendo los dos términos sinónimos del mismo
acto de perdón divino, acto que concierne al alma y al
cuerpo en su misma unidad. De acuerdo con esta noción,
el sacramento de la confesión es conocido como «clínica
médica», y san Ignacio de Antioquía llama a la eucaristía
pharmakon athanasias, remedio de inmortalidad.
Jesús Salvador aparece así como Curador divino, «ge-
nerador de la salud» (Nicolás Cabasilas), diciendo: «no
necesitan médico los sanos, sino los enfermos...» Los peca-
dores son los enfermos amenazados de muerte en su cuer-
po y en su espíritu, y el sentido terapéutico de la salvación
significa la curación del ser entero, la eliminación univer-
sal del germen de la corrupción-mortalidad. La redención
se presenta como un corolario de la resurrección de los
cuerpos. «Con la muerte ha vencido él a la muerte», este
119
aspecto físico de la salvación comporta la victoria física
también sobre todas las consecuencias de la caída.
7. Una cosmología sacramental
De la única fuente divina: «sed santos como Yo soy
santo», fluye toda una gradación de consagraciones o co-
sas sagradas por participación. Estas realizan una «des-
profanación», una «desvulgarización» en el ser mismo de
este mundo. Esta acción de «agujerear» el mundo cerrado
mediante la irrupción de los poderes del más allá pertene-
ce en particular a los sacramentos y sacramentales, que
enseñan que todo está destinado a su culminación litúrgi-
ca. La bendición de los frutos de la tierra, en el momento
de la fiesta de la Transfiguración o de la Pascua, extiende
sobre todo «alimento» la acción de santificación contenida
en la palabra que pronuncia el sacerdote al repartir la eu-
caristía: «para la curación del alma y del cuerpo». El desti-
no del elemento acuático es participar en el misterio de la
Epifanía; el de la madera es abrirse en cruz; el de la tierra
es recibir el cuerpo del Señor en el reposo del gran Sába-
do, y el destino de la piedra es desembocar en el «sepulcro
sellado» y en la piedra corrida ante las mujeres portadoras
de perfumes 3 . El aceite de oliva y el agua terminan siendo
elementos conductores de la gracia en el hombre regenera-
do; el trigo y la vid culminan en el cáliz eucarístico. Todo
se refiere a la Encamación y todo desemboca en el Señor.
La liturgia integra las acciones más elementales de la vida:
beber, comer, lavarse, hablar, actuar, comulgar, y les resti-
tuye su sentido y su verdadero destino: ser piezas del tem-
plo cósmico de la Gloria de Dios.
«Qué vamos a ofrecerte, oh Cristo... cada una de las criaturas trae su testimonio
de gratitud: ...la tierra, la gruta;el desierto, el pesebre.. « (Tropariode las Vísperas
de Navidad)
120
Un fragmento del ser se vuelve hierofanía, nada ha
cambiado para los ojos físicos en su apariencia, pero, más
profundamente, entre el principio santificante y su objeto,
su soporte natural, se opera una perichoresis, intercambio y
comunión de naturalezas. El cuerpo deja de ser un obstá-
culo desde que pasa a «cuerpo espiritual», del que habla
san Pablo. San lreneo subraya fuertemente que el hombre
entero fue creado a imagen de Dios, y le sigue san Grego-
rio Palamas al afirmar que «también el cuerpo tiene la
experiencia de las cosas divinas».
El icono de Pentecostés es muy rico en didáctica tradi-
cional. Por debajo del cenáculo de los apóstoles, nos hace
ver el casinos bajo los rasgos de un viejo coronado y que
tiende también sus brazos hacia las lenguas de fuego del
Espíritu 4 .
Cristo ha caminado sobre esta tierra, ha admirado sus
flores y, en sus parábolas, hablaba tanto de las cosas de
este mundo como de las figuras celestes; ha sido bautiza-
do en las aguas del Jordán, ha pasado el triduum en el seno
de la tierra, no hay nada en este mundo que haya perma-
necido extraño a su humanidad y que no haya recibido el
sello del Espíritu Santo. Y por eso la Iglesia bendice y
santifica a su vez toda la creación: las ramas verdes y las
flores llenan los templos el día de Pentecostés; la fiesta de
la Epifanía se acompaña de la «gran santificación de las
aguas y de toda la materia cósmica»; en el oficio de la
tarde, la Iglesia bendice los granos de trigo, el aceite, el
pan y el vino -las especies representativas de la naturaleza
y de su fecundidad-; el día del levantamiento de la cruz.
«1 Ioy los raudales del Jordán se han hecho remedio por la presencia del Señor y
toda la creación so riega con olas místicas» ( Oración de S ophrorteen el momento de
la «Bendición de las aguas»). «Que se alegren todos los árboles del bosque cuya
naturaleza se santifica, pues Cristo ha sido extendido en la Cruz» (Tropario, 9 4
Oda, maitines, f iesta de la Cruz).
121
bendice las cuatro partes del mundo y, así, prosterna y
pone todo el plano natural bajo el signo salvador de la
cruz invencible.
El esplendor de las acciones divinas se oculta bajo el
velo de las cosas de este mundo. Por eso, durante la litur-
gia, el sacerdote pide los «favores manifestados y los favo-
res no manifestados», escondidos, pues, e invisibles de
momento. San Ambrosio advirtió a sus catecúmenos del
peligro de menospreciar los sacramentos bajo el pretexto
de la materia común empleada: el pan, el vino, el agua y el
aceite. Las acciones divinas no son visibles, sino que están
visiblemente significadas. La Iglesia para los Padres es ese
nuevo Paraíso en donde el Espíritu suscita «árboles de
vida» -los sacramentos- y en donde la realeza de los santos
sobre el cosmos está misteriosamente restaurada.
La métabolé eucarística muestra la transformación-límite
de la naturaleza. El bautismo opera «el nacimiento de
agua y de Espíritu Santo» (Jn 3, 5-7). Según la doctrina de
los Padres, el Espíritu confiere sus energías al agua bautis-
mal que se convierte en el agua viva, vivificante y genera-
dora. Por la epíclesis -invocación del Espíritu- se purifica
de todo indicio maligno y adquiere el poder de transmitir
la santificación. El agua no es simplemente elevada por el
Espíritu al nivel de agente de sus operaciones, sino que el
Espíritu se infunde en el agua. Según san Cirilo de Jerusa-
lén, el agua se une ahora al Espíritu Santo cuya acción se
opera en ella y a través de ella. Del mismo modo el aceite,
myron o chrisrna, por la epíclesis se convierte en «el carisma
de Cristo productivo del Espíritu Santo mediante la pre-
sencia de su divinidad». Es la doctrina común a todos los
Padres. El Espíritu Santo está en el crisma igual que está
en el auga bautismal, actúa en él y a través de él. La mate-
ria cósmica se convierte de este modo en conductora de la
gracia, vehículo de las energías divinas.
122
Los ritmos naturales, la carne de este mundo, reasumi-
dos nuevamente por la acción litúrgica y sacramental, se
insertan en la Historia Santa. El espacio sagrado de la Igle-
sia penetra el espacio cósmico, se extiende a las «ciudades
santas»: Jerusalén, Roma, a toda ciudad marcada por teo-
fanías, creando así santuarios y lugares de peregrinaje en
los que el cielo y la tierra se han encontrado visiblemente.
La antigua Roma, la Roma nueva, la hoy «Roma posta
entre la Jerusalén terrestre y celeste», son tanteos que -a la
luz de la palabra: «ni en Jerusalén ni sobre esta montaña,
sino en espíritu y en verdad»- deben experimentar el tras-
cendimiento de una topografía fija, cosificada. Las pala-
bras citadas significan que los «centros cósmicos» son
múltiples, que Roma o Jerusalén se encuentran en todo
lugar eucarístico en donde la Iglesia se manifieste, así co-
mo la cátedra de Pedro está contenida en la cátedra de
todo obispo. En este sentido hay que comprender la resis-
tencia de san Gregorio de Nisa a los peregrinajes a Tierra
santa; no es el principio de lo sagrado lo que se niega, es
su aspecto estático lo que se rechaza.
Si ya el Antiguo Testamento inaugura lo sagrado de las
fuentes, de las montañas, de las piedras, la liturgia cristia-
na emprendre la consecratio mundi. Con Constantino, el
edificio del culto forma parte de la estructura social de la
ciudad, el Día del Señor coincide con el descanso de los
hombres, y el templo ofrece la imagen del cosmos organi-
zado. La liturgia no es una simple réplica de lo celeste,
sino su irrupción en la historia: Dios desciende, santifica
las almas así como también toda la naturaleza y los espa-
cios cósmicos 5 . Del mismo modo, el calendario eclesiástico
y el ciclo de las ofrendas santifican y colman de sentido los
s Según san Atanasio, el alcance cósmico de la muerte do Cristo que «purifica los
aires» libera al universo déla dominación demoníaca.
123
elementos del tiempo y la marcha de la Historia. Al hom-
bre le toca captar y extender estas medidas transcendentes
sobre su tiempo y su espacio humanos.
124
CAPITULO II
Lo sagrado
El lenguaje corriente emplea frecuentemente expresio-
nes como: la santa voluntad, el deber sagrado, la ley santa,
un hombre santo. En el transcurso de la evolución semán-
tica, el término «sagrado, santo» se separa de su raíz y
toma un sentido moral que está lejos de cubrir su signifi-
cado inicial mitológico.
Ante todo, lo sagrado se opone a los elementos de este
mundo y presenta la irrupción de lo que R. Otto llama das
ganz Andete, lo absolutamente otro, diferente de este mun-
do. La Biblia nos aporta la precisión fundamental: sólo
Dios es óntos -realmente todo lo que Él es, el Santo-; la
criatura lo es de una forma derivada; lo sagrado o lo santo
no lo es nunca por su propia naturaleza, por su esencia,
sino siempre por participación. El término de Qadosh, ágios,
saccr, sanctus, implica una relación de pertenencia total a
Dios y postula una puesta aparte. El acto que hace sagra-
dos una cosa o un ser, los separa de sus condiciones empí-
ricas y los pone en comunión con lo numinoso', lo cual
cambia su naturaleza y hace inmediatamente que se sienta
1 El término es de R. Orro , Lo sagrado, París, 1 929, p. 22: «Si lumen ha servido para
formar luminoso, de numen se puede formar numinoso». En alemán ominos
deriva de ornen.
125
alrededor el mysterium tremendum, el temblor sagrado ante
la presencia de lo «numinoso». No es el miedo a lo desco-
nocido, sino un terror místico muy característico que
acompaña a toda manifestación de lo transcendente, su
irradiación energética a través de las realidades de este
mundo: «Sembraré delante de ti el pánico y llenaré de tur-
bación a todos los pueblos donde llegues», dice Dios (Ex
23, 27); o también: «Quita las sandalias de tus pies, porque
el lugar en que estás es tierra santa» (Ex 3, 5).
Entre los elementos desvirtuados de este mundo, tiene
lugar el advenimiento conmovedor de una realidad «ino-
cente», por lo tanto santificada, es decir, purificada y de-
vuelta a su estado original, a su destino auténtico: ser el
receptáculo puro de una presencia, para que el Santo de
Dios repose en él y resplandezca. En efecto, «ese lugar es
santo» por la presencia de Dios, como era santa la parte
del Templo que contenía el arca de la Alianza, como lo son
«las Santas Escrituras», pues encierran la presencia de
Cristo en su palabra, como toda iglesia es santa, pues Dios
mora en ella y la hace «Casa de Dios», allí habla y se ofrece
como alimento. El «beso de paz», en el momento de la
sinaxis litúrgica, era llamado «santo», pues sellaba la co-
munión en Cristo presente. Los ángeles, «segundas luces»,
son santos, pues viven en la luz de Dios y la reflejan. Los
profetas, los apóstoles, «los santos de Jerusalén», son san-
tos por los carismas de su ministerio. Por una «puesta
aparte» es por lo que Israel era ethnos ágion, la «nación
santa»; y en la economía del Nuevo Israel todo bautizado
confirmado es «ungido», sellado con los dones del Espíri-
tu Santo; estos dones lo integran en Cristo para que «parti-
cipe de la naturaleza de Dios» (2 Pe 1, 4), y, por esta
participación, se santifica, se hace «santo». Los obispos se
otorgan entre sí el título: sanctus frater, y a un patriarca se
le llama «su santidad» no en virtud de su realidad huma-
126
na, sino por su participación particular en el sacerdocio de
Cristo, único Pontífice, único Santo.
La liturgia aporta una enseñanza muy explícita sobre
esta noción. Antes de ofrecer la comida eucarística, el sa-
cerdote anuncia: «Las cosas santas son de los santos», y la
asamblea de los fieles, como afectada por esta exigencia
temible, responde confesando su indignidad: Tu solus
sanctus: «Solamente es santo el Señor Jesucristo». El único
Santo por naturaleza es Cristo, sus miembros no son santos
más que por su particijiación en esta única santidad. «Tu luz
resplandece en los rostros de tus santos», canta la Iglesia.
«Cristo ha amado a la Iglesia... con el fin de hacerla santa»
(E/5, 25-27), y «los fieles son llamados santos en razón de
las cosas santas en las que participan», explica Nicolás Ca-
basilas 2 . Isaías (6, 5-6) ofrece una imagen muy precisa so-
bre esto: «Ay de mí... siendo un hombre de impuros
labios... pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo
en sus manos un carbón encendido que había cogido del
altar con unas tenazas... y, tocando con él mi boca, dijo:
Esto ha tocado tus labios; tu iniquidad ha sido borrada».
El hombre se ha hecho santo por purificación, pues los
poderes del más allá lo han tocado. El sacerdote, tras la
comunión, «rememora» la visión de Isaías: besa el borde
del cáliz, símbolo del costado herido de Cristo, diciendo:
«Esto ha tocado mis labios, borra mis iniquidades y purifí-
came de mis pecados». La cuchara de que el sacerdote se
sirve para dar los santos dones se llama en griego latís,
pinzas, tenazas, de las que precisamente habla Isaías, y los
espirituales, evocando la eucaristía, dicen: «consumís el
fuego».
7 Explicación de la Divina Liturgia, cap. XXXVI.
127
De la única fuente divina manan por participación las
santificaciones litúrgicas que integran todas las acciones
de la vida humana según su verdadero destino.
El hombre se acostumbra a vivir en el mundo de Dios,
en cuyas profundidades descifra un destino edénico; el
universo se constituye en liturgia cósmica, en templo de la
gloria de Dios, lo cual hace comprender que todo es vir-
tualmente sagrado y que no hay nada profano, nada neu-
tro, pues todo se refiere a Dios (el «memorial» litúrgico
significa referirse al Padre, recordarlo todo en memoria de
Dios). Sin embargo, junto a lo sagrado se forma su carica-
tura, la temible participación en el «Príncipe de la izquier-
da», en lo demoníaco. Por eso san Gregorio de Nisa niega
categóricamente lo humano simplemente y considera que
lo profano puro no existe. O bien el hombre es «ángel de
luz», icono de Dios, su semejanza, o bien «lleva la máscara
de la bestia» y hace el tonto 1 * 3 .
La liturgia inicia en el lenguaje de lo sagrado, introduce
en el mundo unos símbolos. Un símbolo (una cruz, un
icono, un templo) representa una participación en lo celes-
te en su misma configuración material. No obstante un
fragmento de tiempo o de espacio se vuelve una hierofa-
nía, un receptáculo de lo sagrado, sin cambiar nada a los
1 P.G. 44, 192. Son dos formas de existencia y de concepción del mundo. El
mundo «profano» es en realidad el mundo «profanado», privado de las dimen-
siones de lo Trascendente. Hay que decir que es un descubrimiento bastante
redente, experiencia del hombre no religiosodelas sodedades modernas.
Las palabras del culto: alleluia, kyrie eleison, amen, relevan ya de antiguos idio-
mas, fuera del uso común; del mismo modo verba certa, palabras impuestas,
fijas: el trisagion, el s anctus, la oradón dominical, la oradón del corazón, el credo,
las fórmulas de los sacramentos. Su repetidón litúrgica subraya su poder,
mientras que la elevadón del tono y el ritmo, muy medido y admirablemente
orquestado, forman el tipo sagrado de la letanía, de la oración salmodiada, de la
ledura litúrgica. Si toda bendidón llama la grada de la Palabra, todo deseo
posee un poder muy real y por eso daremos cuenta de toda palabra pronunda-
da (cf. los textos evangélicos sobre el deseo de la paz...).
128
ojos físicos de su apariencia, que continúa participando en
el medio empírico que la rodea. Pero entre lo sagrado y su
soporte material existe una comunión ontológica (entre la
materia de los sacramentos o el ser humano por una parte,
y las energías de la gracia por otra), en último término, la
comunión pasa a la consustancialidad y al metabolismo
total: el pan y el vino eucarísticos no significan ni simboli-
zan la carne y la sangre, sino que lo son. Es el milagro de
«la identidad por la gracia» de la que habla san Máximo ;
san Arsenio apareció a sus discípulos 6 , bajo la forma de
fuego, hombre luz: no solamente la capta, sino que la emi-
te. Pero para estos casos límites, la palabra evangélica re-
cuerda: «El que tenga oídos, que oiga».
Cuando un fiel se santigua, opera un gesto epiclético, invoca al Espíritu Santo,
más precisamente la «fuerza invencible de la Cruz» y por el poder de penetra-
ción de ésta, configura en ella su ser, más aún, se identifica con la cruz de Cristo
y por ese signo del amor crucificado remonta a la cruz como figura de la
Trinidad, se hace icono, transcripción viva de esta jeroglificarión sagrada.
5 Ad. Thal.,25; P.C.90, 333 A.
6 Alphab, Arsenio 27; P.G. 65,% C.
129
CAPITULO III
El tiempo sagrado
En contra de la opinión general, el tiempo y el espacio
no son formas puras, siendo el espacio simplemente una
especie de saco en el que se arrojarían los átomos. Tampo-
co son los a priori del transcendentalismo: una red subjetiva
que nuestro espíritu echaría sobre las cosas para conocer-
las. El espacio y el tiempo existen objetivamente , son la me-
dida de la existencia, una de sus dimensiones; su función
está en ordenar y calificar las cosas que sólo existen en esas
formas inherentes a toda criatura. Revelan el estado de
salud de las cosas, su temperatura ontológica 1 . Cuando el
ángel del Apocalipsis anuncia el fin del tiempo enfermo,
anuncia el fin del tiempo matemático descompuesto en
instantes separados, el fin de la duración temporal inaca-
bada y el paso hacia la duración acabada, hacia el pleroma
cualitativo del tiempo en el que éste se realiza 2 . San Agus-
tín ha comprendido admirablemente la concepción bíblica.
' Para Bréal y Bailly ( Diccionario etimológico latino, sub. V) el sentido primitivo de
lempus sería temperatura.
2 Para Bergson la duración es el carácter mismo de la sucesión sentida y vivida,
opuesta a la idea matemática del tiempo «espacializado» de Kant {Datos
inmediatos de la conciencia, p. 74 ss). El misterio del tiempo está bien subrayado
por Pascal. Pregunta quién podrá definirlo. «Las definiciones sólo están hechas
para designar las cosas que se nombran y no para mostrar su naturaleza» (Del
espíritu geométrico, Ed. Brunschwicg, p. 170).
131
afirmando que el mundo y el tiempo han sido creados
juntos : «el mundo no ha sido creado en el tiempo sino con
el tiempo» 3 , lo que quiere decir que el principio mismo del
tiempo es bueno, que la vida en el Paraíso y en el Reino de
Dios existe en su propio tiempo, es decir, en el orden propio
de la sucesión de acontecimientos. «El primer hombre ha-
bía sido creado de tal manera que el tiempo habría trans-
currido, aunque el hombre hubiese permanecido estable»,
dice san Gregorio de Nisa. La eternidad de las criaturas no
es la ausencia del tiempo, ni sobre todo nuestro tiempo
privado de su fin, sino su forma positiva. Es el tiempo en
el cual el pasado es conservado enteramente y el presente
abierto al infinito de los eones: es el «memorial del Reino»,
el hecho de referirse y de estar totalmente presente en la
mirada del Eterno. Hay, pues, que discernir entre el tiem-
po profanado, infectado, negativo, de la caída y el tiempo
sagrado, redimido, orientado hacia la salvación.
Examinando nuestro tiempo actual, hay que decir pri-
meramente que, si sus intervalos son regulares e idénticos,
ello no es más que una abstracción de nuestros relojes.
Nosotros no somos simples esferas sobre las que las agujas
giran y marcan fracciones matemáticas; no sufrimos el
tiempo, sino que lo vivimos, lo cual significa que lo asumi-
mos, y el tiempo vivido representa una interacción muy
íntima entre la forma matemática y su contenido exist-
encial 4 . El tiempo nos califica, pero nosotros también califi-
camos el tiempo, lo cual comporta una realidad muy
3 0 mundo no puede existir fuera del tiempo, procul dubio mundus non faclus es I in
tempore sed cum tempore (P.L 41, 322).
4 «0 principio de la relatividad elimina la noción de tiempo absoluto, matemático,
que no tiene ningún sentido experimental. Cada sistema de referencia tiene su
tiempo propio» (Ver P. Lanckvin, El Tiempo, el Espacio y la Causalidad: H.
PoiNCARE, El valor de la ciencia).
132
diversa de sus momentos y la posibilidad para él de abrir-
se a otra dimensión.
San Agustín en sus Confesiones ha demostrado genial-
mente que de las tres partes del tiempo no existe ninguna:
el futuro, lo que no existe todavía, pasa por el presente,
instante inaprehensible debido a su fugaz rapidez, para
convertirse enseguida en el pasado y desvanecerse en lo
que ya no existe.
La primera forma de este tiempo está ordenada por las
estaciones cósmicas, es el tiempo cíclico de los astros tradu-
cido por nuestros relojes; su figura gráfica es una curva
cerrada en sí misma, la serpiente que se muerde la cola, el
círculo vicioso del eterno retomo, sin salida. «Nada nuevo
bajo el sol», clama el pesimista Eclesiastés. El tiempo ce-
rrado, como el Dios Chronos, se alimenta de sus propios
hijos -instantes-, cronometra fríamente, matemáticamente
las «repeticiones» y provoca la angustia de lo absurdo se-
mejante a la de Pascal ante el infinito espacial 5 . Las agujas,
siempre en movimiento, no conducen a ninguna parte.
«La tierra se ha reproducido quizá un millón de veces;
se ha congelado, fundido, disgregado, se ha descompuesto
después en sus elementos, y de nuevo las aguas la recu-
bren. Posteriormente fue de nuevo un cometa, después un
sol del que salió un globo. Este ciclo se repite quizá una
5 El genio de Dostoíevsky, en La Dulce, nos sitúa ante el contraste insoportable
entre el infinito del sufrimiento y la indiferencia del tiempo: «'1 lombres, amaos
los unos a los otros', ¿quién ha proferido esto? El péndulo se balancea,
insensible, con una monotonía repugnante» (Dostoíevsky, Diario de un escritor,
t. II, p. 386). El tiempo nos recuerda que todo pasa. En Crimen y Castigo el
fantasma de la mujer asesinada por Svidrigaílov se le aparece y le recuerda
«que ¡ha olvidado dar cuerda al reloj!» Se puede parar el reloj, pero el tiempo no
se para, sino que se dirige implacablemente hacia el Juicio. El tiempo detenido
es la imagen más temible. Kierkegaard describe el despertar de un pecador en
los infiernos: «¿Qué hora es?», se exclama; y con una indiferencia glacial Satán
le responde: «la eternidad».
N
133
infinidad de veces, bajo la misma forma, hasta el más mí-
mino detalle. Es mortalmente enojoso ...» 6
Pero ya la segunda forma -a la que podemos llamar el
tiempo histórico, cuya figura es una línea que se prolonga
indefinidamente- posee medidas diferentes. Las épocas re-
celan su propio ritmo, acelerado o ralentizado. Las expe-
riencias sobre las cicatrizaciones de las heridas muestran
un tiempo biológico muy personal en función de la edad
del herido, así como el sufrimiento o la alegría modifican
el aspecto del tiempo: imperceptible o infinitamente lar-
go 7 -
La tercera forma es existencial: cada instante puede
abrirse desde dentro a otra dimensión, lo que nos hace
vivir la eternidad en el instante, en «el presente eterno». Es
el tiempo sagrado o litúrgico. Su participación en lo abso-
lutamente diferente cambia su naturaleza. La eternidad no
está ni antes ni después del tiempo, sino que es esta di-
mensión sobre la que el tiempo puede abrirse.
San Gregorio de Nisa, para definir el tiempo, se sirve
del término ákolouthía, una sucesión ordenada que regu-
la la evolución según el antes y el después, y orienta las
semillas hacia su finalidad 8 . Pero la verdadera finalidad
como pleroma no es simplemente télos, punto final, sino
téleios, plenitud de perfección. Esta verdadera función del
tiempo sólo aparece sobre el plano teológico. Es la teología
del tiempo.
b DostoÍEVSKY, Ixjs Hermanos Karamazoff París, 1 948, p. 562.
Lecomtede Noüy ha introducido la noción del «tiempo biológico» siguiendo
una ley logarítmica y no aritmética (El Tiempo y la vida, París, 1 936; El Hombre y
su destino, París, 1 946).
* P.G. 46, 547 D; 45, 364 C.
134
En Cristo es donde el tiempo encuentra su eje. Antes de
Cristo, la historia se dirige hacia Él, está mesiánicamente
orientada y extendida, es el tiempo de la gestación, de las
prefiguraciones y de la espera. Después de la Encarnación,
todo se interioriza, todo está dirigido por las categorías de
lo vacío y de lo lleno 9 , de lo ausente y de lo presente, de lo
inacabado y de lo terminado, y entonces el único verdade-
ro contenido del tiempo es la presencia de Cristo en el
curso de su extensión; como sobre un eje, todo gira visible
o invisiblemente hacia la culminación final del mismo
tiempo que, a la vez, ya está realizado y no lo estará sino
al Final. Este «a la vez» plantea en toda su amplitud el
verdadero problema del tiempo que es el misterio de la
coexistencia en nosotros mismos de dos hombres que vi-
ven en tiempos diferentes: «Mientras nuestro hombre exte-
rior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva día a
día» (2 Cor 4, 16). Cristo ha roto el coniinuum histórico,
pero no ha abolido el tiempo en sí mismo, solamente lo ha
abierto. «El Verbo se ha hecho carne», y, como carne, está
sometido al continuum : «El niño crecía y se fortalecía», co-
mo dice el Evangelio de san Lucas, el historiador (Luc 2,
40), pero como Verbo sólo es accesible a la fe; y es a los
ojos de la fe cuando el tiempo histórico se abre al tiempo
sagrado, a otra sucesión diferente de acontecimientos: la
Natividad milagrosa, la Transfiguración, la Resurrección,
la Ascensión y Pentecostés, la Parusía. «Dios se ha hecho
temporal para que nosotros, hombres temporales, nos ha-
gamos eternos», dice san Ireneo 10 , y de esta manera mues-
tra que lo temporal culmina en lo eterno «desde aquí
abajo».
9 Ya para san Ignacio, lo que diferencia a los cristianos es el hecho de que son
portadores de Dios y están llenos de Dios (Magn. 1 4, 1 )
10 Cf. San 1 Iii.arjo, P . G . 82, 205 A; San Gregorio de Nisa, P . G . 45, 1 .1 52 C.
135
Cristo no destruye, pues, ei tiempo sino que lo culmina,
lo revaloriza y lo redime. Los verdaderos acontecimientos
ya no se desvanecen, sino que permanecen asentados en la
Memoria de Dios (la oración para los muertos pide a Dios
que «los guarde en su memoria»). El tiempo positivo toma
ventaja, neutraliza la negación, la destrucción, y muestra
que, para el hombre, la eternidad no es la ausencia del
tiempo sino su plenitud: el banquete mesiánico reunirá a
Abra ha m, a Isaac, a Jacob y a los hombres de todas las
épocas. Pero el tiempo histórico en su mismo principio
tampoco es completamente negativo, su lado positivo está
justamente en potencia en su naturaleza misma: bien
orientado, es análogo al principio homeopático que em-
plea sus mismos agentes para curar una afección: similia
similibus curantur. Es la posibilidad de interrumpir la evo-
lución, de desandar lo andado, de hacer morir del pasado
aquello que lo merece y de volver a comenzar su vida;
«dejar que los muertos entierren a sus muertos» ( Mat 8,
22), es pasar por «el segundo nacimiento» del bautismo (Jti
3, 3), lo cual deja morir el pasado vicioso. Esto explica en
san Gregorio de Nisa 11 su doble interpretación de la histo-
ria: es simultáneamente un proceso de crecimiento y un
proceso de disgregación. La salvación está en la ruptura
de los niveles. Así, el bautismo interrumpe el encadena-
miento vicioso e instaura otra sucesión: al orden de la
muerte Dios ha opuesto el nuevo orden de la vida eterna.
Es la aplicación de la teología paulina de los dos Adanes:
el primero instaura el tiempo de la perdición y el segundo
el tiempo de la recapitulación universal, el tiempo de la
salvación.
El pasado vicioso está abolido en el bautismo y la peni-
tencia, y el siglo futuro ya está presente en la eucaristía, es
n P C. 44, 1.312 B.
136
el tiempo «orientado»; en él vivimos ya nuestro Oriente,
nuestra Eternidad.
Después de Kierkegaard, se ha hablado de la «revers-
ibilidad del tiempo» por el poder de la liturgia; ahora bien,
el tiempo no es reversible. Es más exacto hablar del poder
de abrir el tiempo a lo que permanece. Si la memoria ya nos
ofrece la presencia homogénea del pasado como recuerdo,
su imagen fijada, el memorial litúrgico va más lejos y con-
tiene no imágenes del pasado, sino los acontecimientos
mismos bien presentes, que se nos vuelven contemporáneos.
San Gregorio de Nisa lo indica cuando habla del «orden
progresivo», de la sucesión regular de fiestas litúrgicas.
Toda lectura litúrgica del Evangelio nos sitúa en el aconte-
cimiento relatado. «En aquel tiempo», fórmula sagrada
que comienza toda lectura litúrgica del Evangelio, signifi-
ca el «tiempo sagrado» ~in illo tempore-, el ahora, el con-
temporáneo. Cuando se celebra la Navidad, asistimos al
nacimiento de Cristo, y Cristo resucitado se nos aparece la
noche de Pascua y hace de los que conmemoran estas fies-
tas testigos oculares de los acontecimientos del Gran
Tiempo. Ya no hay huellas del tiempo muerto de las repe-
ticiones, sino que todo permanece de una vez por todas.
«Es el mismo sacrificio el que ofrecemos, no uno hoy y
otro mañana» 12 , dice san Juan Crisóstomo, y Teodoro de
Mopsuesta subraya la ruptura de los niveles: «No es algo
nuevo, sino que es la liturgia la que tiene lugar en el cielo,
y por lo tanto, nosotros estamos en el cielo». Todas las
santas cenas de la Iglesia sólo son la eterna y única Cena,
la de Cristo en la cámara alta. El mismo acto divino se ha
producido al mismo tiempo en un momento preciso de la
historia, y se ofrece siempre en el sacramento. Tiene el
12 In l¡ Tim., hfím. II 45; P.C. 62, 612.
137
poder de abrir el tiempo y de situarse dentro como verda-
dero contenido de todo instante.
En la dimensión litúrgica, los momentos se comunican.
Así el kontakion de la Ascensión dice: «Te has elevado al
Cielo, Cristo nuestro Dios, para no alejarte nunca más... y
dices a los que te aman: "Yo estoy con vosotros'». Del mis-
mo modo, «estás corporalmente en la tumba, en el infierno
con tu alma, como Dios en el Paraíso con el ladrón, y sobre
tu trono estás con el Padre y el Espíritu, pues Tú lo llenas
todo porque eres infinito». Y en la oración antes de la
comunión: «Tú que estás en lo alto al lado de tu Padre y
aquí invisiblemente presente con nosotros...»
La repetición sólo existe del lado del hombre que entra
periódicamente en comunión con lo que permanece. Lo
podemos ver, por ejemplo, en la conmemoración litúrgica
del Año Nuevo con toda su amplitud cosmogónica. San
Efrén el Sirio 13 dice: «Dios ha creado de nuevo los cielos
porque los pecadores han adorado los cuerpos celestes; ha
creado de nuevo el mundo que se había marchitado con
Adán; ha construido una nueva creación con su misma
saliva». Esta última palabra nos remite a la curación del
ciego de nacimiento y muestra en ella el gran símbolo de
la curación del tiempo ciego. En efecto, no se trata de una
nueva creación propiamente dicha, se trata de la regenera-
ción del tiempo en su totalidad. El hecho de recorrerlo a la
inversa para reencontrarse en el momento cosmogónico
del primer sol en la primera mañana, lo vuelve «a poner
en comunión» con su destino verdadero y así lo renueva,
lo incorpora, lo rejuvenece desde dentro: «se renueva tu
juventud como la del águila» ( Sal 103, 5). Esto explica el
hecho de que la cosmogonía y todo lo que es renovación y
13 HimnoS, 16; Wensinck, 169.
138
nacimiento estén íntimamente ligados al elemento acuáti-
co 14 , como también lo están a la idea del nacimiento y de la
resurrección. El Talmud dice: «Dios tiene tres llaves: la de
la lluvia, la del nacimiento y la de la resurrección de los
muertos».
El alcance religioso atribuido litúrgicamente a las fe-
chas del calendario astronómico muestra su función de
signo y de prefiguración. Así, los doce días entre la Navi-
dad y la Epifanía (del 25 de diciembre al 6 de enero) prefi-
guran los doce meses del año (los campesinos de la
Europa central determinan la cantidad de lluvia y la reco-
lección para los doce meses venideros a partir de estos
doce días, al igual que los judíos determinan la cantidad
de agua de cada mes en el momento de la Fiesta de los
Tabernáculos). Para los Padres de la Iglesia, siendo el sá-
bado el séptimo día de la semana judía, el domingo no lo
remplaza, sino que constituye el octavo día 15 o el primero
en su sentido absoluto y único. Si los días de la semana
representan la semana cósmica encerrada en sí misma o la
totalidad de la historia, por el contrario, el día de la resu-
rrección, el domingo, es el octavo día, la pascua semanal, y
simboliza la eternidad (san Basilio el Grande subraya la
prohibición de arrodillarse, actitud de penitencia, el do-
mingo, pues en este día se permanece en pie' b , en una acti-
tud escatológica, expresión de la epectase, tensión hacia la
parusía).
u El abismo del mundo o el feto rodeado de agua.
15 San Basujo, P.G. 29, 59 B; San Gregorio de Nacianzo, P.G. 36, 429 C. Ver Juan
Daniexou, Biblia y Liturgia, cap. 16.
16 San Basitjo, De Spir. Sánelo, 27; Canon 19 del Concilio de Nicea; sin embargo
Orígenes anota: «Para el perfecto todos los días son domingos» (P.G. 11, 1.549
D).
139
Los cuarenta años del desierto, los cuarenta días de
ayuno de Cristo, los cuarenta días de la gran Cuaresma
son los días de espera antes de alcanzar la «tierra prometi-
da» 17 . Así, el tiempo de la cuaresma representa en resumen
la totalidad de la historia, el tiempo de la espera. Por el
contrario, los cincuenta días entre la Pascua y Pentecostés
están considerados como los cincuenta domingos (de ahí
la prohibición de arrodillarse), tiempo del gozo, repre-
sentación del siglo futuro inaugurado ya.
Del mismo modo, la Navidad no es solamente una fies-
ta, sino «un tiempo de fiesta» cuando la luz crece, crescit
lux. La Navidad y la Epifanía son las manifestaciones sola-
res de Cristo: «Luz de las Naciones» y «Sol del amanecer».
En el siglo futuro, dice Orígenes, «todos habrán formado
un Hombre perfecto y serán un solo sol». Si el calendario
astronómico «orienta» al hombre en el tiempo de las siem-
bras y las recolecciones, el calendario eclesiástico no está
orientado, sino que él es Oriente, tiempo ordenado. Cada
Año Nuevo es una historia universal en abreviatura, rege-
nerada por el orden litúrgico y, por otra parte, cada día es
una feria, abierta al siglo futuro.
Un bautizado, en la inmersión, pasa por el diluvio, por
la muerte del tiempo vicioso y renace para el tiempo de la
salvación. La oración del sacramento de la unción crismal:
«Que se complazca en servirte en toda palabra y en toda
obra», muestra al hombre virtualmente retirado del tiem-
po de la perdición y sellado con los dones del Espíritu
Santo, consagrado, consignado, destinado en la totalidad
de su vida al tiempo de la salvación. Por eso, según san Juan,
el que sigue a Cristo no se somete a juicio (pues el pasado
histórico ya está abolido) y el que come la carne de Cristo
l?
Podemos mencionar la creencia tradicional según la cual el alma de un muerto
permanece cuarenta días en la tierra antes de ganar las esferas celestes.
140
ya tiene la vida eterna, vive en el tiempo sagrado. Por el
contrario, el infierno no puede estar situado en el tiempo
de la salvación, en la eternidad. Esencialmente tiempo ne-
gativo y subjetivo, no tiene un lugar ontológico en el tiem-
po positivo y universal del Reino de Dios.
Josué, deteniendo al sol cuando pasaba a través de las
aguas, opera la ruptura de los niveles, el paso al tiempo de
la salvación; «Estrecha es la puerta y angosta la senda que
lleva a la Vida» ( Mat 7, 14) designa el mismo pasaje.
La técnica hesicasta cultiva esta puerta estrecha, experi-
menta un tiempo de índole diferente. Dejando un interva-
lo más largo entre la espiración y la aspiración, se vive
otro ritmo, otro tiempo 18 . El tiempo es esencialmente «des-
gaste» y el Maestro Eckhart anota que no existe un obstá-
culo mayor para unirse a Dios que el tiempo.
Ahora bien, en la visión del Pastor de Hermas, la Iglesia
es eternamente joven, pues su verdeante ser se escapa al
alcance del tiempo. El calendario de las fiestas y de los
santos valoriza toda fracción del tiempo, en definitiva, el
tiempo sagrado, y responde aquí abajo a nuestra nostalgia
de la eternidad. La liturgia aparece así como un sacramen-
to de la eternidad que integra el tiempo en el Verbo -Chro -
nocrator, Señor del tiempo.
18 Los yoguis subrayan la influencia de la respiración en la existencia y por ella
explican la sorprendente juventud de los ascetas; durante la noche reducen el
número desús respiraciones a la décima parte; contada en horas, la respiración
(desgaste, y por consiguiente envejecimiento) de una jornada de 24 horas no es
para un yogui más que 12 horas de respiración. Si come una vez por día, come
cada 12 horas y no cada 24 (ver M. EliADE, Imágenes y Símbolos, París, 1952, pp.
112-113).
141
CAPITULO IV
El espacio sagrado
El tiempo es a la duración lo que el espacio es a la
extensión. El espacio no es homogéneo, hay espacios
amorfos, caóticos, y espacio ordenado, el espacio sagrado.
El espacio profano está sometido a la ley de extraposición
y de exterioridad que coordina a los seres que existen. El
espacio sagrado elimina la yuxtaposición y realiza más
que la unidad de una simple coexistencia, hace «el uno»
en Cristo, nuestra consustancialidad en El.
Cuando Cristo dice a la mujer samaritana: «Llega la
hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al
Padre» ( Jn 4, 21), habla de Sí mismo como del lugar sagra-
do omnipresente que deroga la exclusividad de todo lugar
empírico. Desde entonces, toda visita a un templo ya es un
peregrinaje al lugar sagrado. Lo cual explica la pluralidad
de los lugares, de los que cada uno guarda el sentido del
centro, precisamente por no ser centros geográficos sino
cósmicos, situados no sobre la horizontal, sino sobre la
vertical que une todo punto al más allá. De esta forma,
partiendo de la omnipresencia del templo, es como la ben-
dición del aceite, del pan, del vino y del trigo consagra
estos elementos sobre toda la faz de la tierra, al igual que
la bendición de los «cuatro lados» del mundo en la Eleva-
ción de la cruz.
143
Estos lugares axiales son aquellos en los que se comuni-
can todos los niveles: el subterráneo, la tierra y el cielo; su
imagen es la Montaña santa, el Arbol cósmico, el Pilar
central o la Escala 1 . Así, el Monte Tabor, que prob-
ablemente viene de tabbür, que significa ombligo 2 , al igual
que el Monte Garizim, llamado «ombligo de la tierra» {tab-
bür eretz, Jueces 9, 37). Por eso, según la tradición rabínica,
la tierra de Israel no se ha ahogado con el diluvio 3 . En una
tradición cristiana, el Gólgota es el centro del mundo, allí
donde Adán ha sido creado, donde la Cruz se ha levanta-
do; y a su pie se encontraba la tumba de Adán 4 , frecuente
tema iconográfico. Del mismo modo, la raíz del árbol cós-
mico desciende hasta el infierno y su copa toca el cielo, sus
ramas simbolizan los diferentes niveles celestes (el apóstol
Pablo ha sido elevado hasta el tercer cielo). En El Libro de
los Misterios, san Máximo el Confesor subraya bien la coe-
xistencia por transcendencia de los niveles cósmicos: «Hoy
estarás conmigo en el paraíso - después, como lo que para
nosotros es la tierra en nada difiere para Él del paraíso,
apareció de nuevo sobre esta tierra y conversó con sus
discípulos» 5 .
Los escritos rabínicos atribuyen a Adán una estatura
gigantesca, mientras que en los Apócrifos 6 y en el Pastor de
Hermas 7 el gigante es Cristo, cuya cabeza sobrepasa los
’ Ver H- Lljbac, Aspectos del Budismo, París, 1951; Mircfa Eliade, Imágenes y
Símbolos, París, 1952; Van der Leeuw, La Religión, París, 1948.
2 Erjc Burkows, The Labyrinlh, Londres, 1 935, p. 51 .
3 A. Wenknck, Novel ofthe Earth, Amstcrdam, 1916, p. 15.
4 El cuerpo de Adán habría sido enterrado allí donde Cristo debía ser crucificado
(Orígenes, in Mal.- PC. 13, 1 .777)
5 P.G. 91, 1309 B.
6 El Evangelio de Pedro, v. 29-40; lo s Hechos de ¡uan, N. 90-93.
7 Similitudes 9, cap. 6, N 1 .
144
cielos 8 . Lo podemos comprender, ya que Cristo es el Ar-
quetipo divino de estas imágenes. Él es el árbol de vida y
el centro cósmico. Orígenes dice: «La Escritura describe a
Cristo como un árbol»’. Por otra parte, numerosas imáge-
nes, y como ejemplo el mosaico del baptisterio del Hen-
chir Messouada, identifican a Cristo con la Cruz. La
misma simbología se encuentra en las cruces llamadas «vi-
vas»; las extremidades de la Cruz se cubren de ramos y
terminan en brazos humanos: uno abre la puerta del cielo,
el otro rompe las puertas del infierno. Cuando se exalta la
santa Cruz, oímos: «El árbol de vida plantado en el Calva-
rio (identificación del árbol edénico y de la Cruz 10 ) se ha
elevado en el centro de la tierra... y santifica hasta las ex-
tremidades del universo», «el largo y el ancho de la Cruz
se extienden tan lejos como el cielo» 11 .
Por su parte, san Agustín se pregunta: «Y qué es esta
montaña por la que subimos, sino el Señor Jesucristo» 12 .
Los Hechos de Felipe llaman a Cristo: «Pilar de Fuego», sfií-
los puros, y, en los escritos ascéticos, un espiritual perfecto
reproduce la misma imagen: «Pilar de fuego que une el
cielo y la tierra» 13 .
Pero la figura bíblica que mejor expresa el significado
de estas imágenes es la escala de Jacob. Los ángeles la
suben y bajan. El cielo está cubierto y la escala está apoya-
da en el centro de la tierra; y, como Cristo es la escala, ésta
brota de todos los lugares sagrados, centros inmumera-
bles. Santiago de Sarug dice: «Cristo en la cruz se sostenía
8 Cf. San Ambrosio, De Incamatione, P.i. 16,827C.
v In Psalmo 1 ; Pitra, Aridecía sacra, t. II, p. 445.
10 Von W. Maykr, Die Geschichte des Kreuzholzes uon Chris fus, Munich, 1881.
" La Oración de las Iglesias de rito bizantino, Merconier, t. V, 1* parto, pp. 39, 52.
12 In Psalmum 119, n. 1; P.L. 37, 1.597.
13 Amíjjnkau, Estudios sobre el cristianismo en Egipto en el siglo Wl/, 1887.
145
sobre la tierra como sobre una escala llena de peldaños» 14 .
Catalina de Siena lo ve como un puente levadizo entre el
cielo y la tierra, como el arco iris, signo vivo de la Alian-
za 15 . San Efrén escribe en su himno epifánico 16 : «Herma-
nos, contemplad la columna, escondida en el aire, cuya
base reposa sobre las aguas y alcanza la puerta de las
alturas como la escala que vio Jacob» 17 .
Finalmente, es el círculo (cierre de los templos y ciuda-
des) dotado del poder de protección, pues representa sim-
bólicamente la eternidad. Cuando los muros de Jericó se
desploman al son de las trompetas, la ciudad se queda sin
defensa celeste. Por el contrario, cuando una ciudad es
asediada, la procesión del clero, llevando las reliquias o un
icono milagroso, un objeto sagrado, recorre la parte alta de
las murallas: semejante oración inscrita en el espacio invo-
ca y refuerza el poder de protección. Se reconoce el mismo
significado en toda procesión litúrgica alrededor del tem-
plo, traza la figura de la eternidad y devuelve a la superfi-
cie su valor de espacio sagrado. Si el tiempo sagrado
responde a la nostalgia profunda de la eternidad, el espa-
cio sagrado responde a la sed del Paraíso perdido; en esta
superación de lo empírico operada por lo sagrado, el hom-
bre reencuentra parcialmente su destino primero y se diri-
ge hacia su culminación.
M / / omitía sobre la visión de J acob , n. 96, Zingerlc-Nozingcr, Monumenta Siriaca, 1 . 1,
p. 26.
,5 R. P. L^uisBRrRNA^^L/Simt^/ísmoflscfnsaana^GnEranos-Jahrbuch,!. 18,1950.
16 Himno XI, 11.
17 También Aphraatf; en / familia sobre la oración; Patr. Sir. 1. 1, p. 146.
146
CAPITULO V
El templo
1 . El proyecto divino y el origen celeste del templo
«El templo es el cielo terrestre, en estos espacios celes-
tes Dios vive y se pasea». Mediante estas palabras del pa-
triarca Germán 1 , se presiente el vertiginoso significado del
templo cristiano. Los Bizantinos han trabajado en el espa-
cio como lugar y morada de Dios; su problema arquitectó-
nico buscaba la sintonía entre la escala natural de lo
humano y la escala transcendente de lo infinito.
Las recientes tentativas de encontrar unas formas adap-
tadas a la mentalidad moderna, a menudo llegan a ahogar
la arquitectura en el paisaje que la rodea y en las preocu-
paciones locales. Es un arte religioso antropocéntrico que
expresa al hombre con sus emociones y sus búsquedas de
lo estético de las expresiones y las formas. Olvida total-
mente el proyecto inicial de los grandes compañeros y
constructores, el misterio mismo del templo, el arte sagra-
do siempre teocéntrico que representa el descenso de Dios
a su creación. Es perfectamente legítimo el buscar formas
nuevas, pero éstas deben expresar un contenido simbólico
que permanezca idéntico a través de todas las épocas.
' P.G. 98 , 384 .
147
pues su origen es celeste. Los constructores modernos de-
ben escuchar y discernir las sugerencias del arquitecto
principal que es el Angel del templo ( Apoc 21, 15).
Desde el principio, todos los templos cristianos tienen
el mismo dibujo, que se remonta a la visión del Templo de
la Jerusalén celeste, y por eso esta arquitectura habla la
misma lengua. Se trata de la enseñanza profunda que vie-
ne del icono de Cristo «no hecha por mano de hombre» (la
Santa Faz): todo icono se remonta a este Arquetipo traza-
do por el Espíritu Santo 2 Se trata también del sentido de la
tradición, que dice que ciertos iconos fueron terminados
por los ángeles. De todas formas, el origen divino presu-
pone una receptividad activa y por otra parte funda la
existencia de una norma canónica. Así, el Concilio de 787
decreta: «La composición de las imágenes no se deja sola-
mente a la iniciativa de los artistas», sino que brota de las
exigencias del Ministerio litúrgico, del Advenimiento de
Dios, el cual proporciona unas reglas arquitectónicas e ico-
nográficas en conformidad con su Presencia.
En efecto, los santuarios del Antiguo Testamento se
edifican según las indicaciones del mismo Dios; de igual
manera el arca de la Alianza (Ex 35, 34), el templo mosaico
(Ex 25, 8-9) y el de Salomón, edificado sobre un «modelo
inspirado por el Espíritu» (1 Crón 28, 12, 19), «que Tú ha-
bías preparado desde el origen» (Sab 9, 8; Ez 4, 10-11). San
Clemente de Roma precisa la tradición a la cual se refiere
el ritual de la consagración de un templo: «el mismo Dios
ha designado el lugar en que los oficios deben celebrar-
«7 odo icono reabe la gracia del Espíritu Santo», dicesan Juan Damascenoen su
Discurso sobre los iconos, P.C. 94, 1 .300.
148
se» 3 . Eusebio la precisa en su Historia de la Iglesia y muestra
una convergencia de la idea judía del Templo-residencia
del Altísimo y de la idea cristiana de la Nueva Jerusalén,
del Reino de Dios. Según el Apocalipsis de Baruch 4 , la
Jerusalén celeste ha sido creada por Dios al mismo tiempo
que el Paraíso, por lo tanto in aetemum.
2. El Templo - Imagen del universo y centro cósmico.
El número y la medida.
En su Poema sobre Santa Sopa de Edesa , san Máximo la
describe así: «es algo admirable que, en su pequenez, el
templo sea semejante al extenso universo... Su cúpula ele-
vada se puede comparar a los cielos de los cielos... Descan-
sa sólidamente en su parte inferior. Sus arcos representan
los cuatro lados del mundo». Pero ya, según Flavio Josefo,
el Templo de Jerusalén era una imago mundi: estaba situa-
do en el «Centro del Mundo», en Jerusalén, y santificaba al
Cosmos y al Tiempo. El patio simbolizaba el Mar, el san-
tuario la Tierra, y el Santo de los Santos el Cielo. Los doce
panes que se encontraban sobre la mesa representaban los
doce meses del año y el candelabro de setenta brazos rep-
resentaba los décans 5 . Cada templo es un omphalos, un cen-
tro cósmico, su espacio está construido y ordenado;
centrado y orientado de esta forma, da testimonio de un
sentido riguroso y sagrado.
El templo reproduce la estructura intema del universo.
«No hay nada bello sin medida», decía Platón, y Aristóte-
les: «lo bello reside en la medida y el orden». Dios es el
3 Ai Cor. 1,40.
4 11, IV, 3-7.
5 Ant.¡ud. 111, Vil, 7.
149
gran Arquitecto y el genial geómetra del mundo (El Ti-
meo), ideas que se remontan a Pitágoras, para el que «todo
está ordenado de acuerdo con el Número». La estructura
matemática del universo, las leyes de las relaciones y las
proporciones (el número de oro o sección dorada) suscitan
una sensación de perfección y de serenidad olímpica. «La
medida es la que hace bellas todas las cosas», pensaba
Isaac el Sirio. La belleza de la forma, dice Platón en el
Filebo, es «algo rectilíneo y circular, mediante compás, cor-
del y escuadra..., por lo que estas formas son bellas en sí
mismas».
La Jerusalén celeste muestra precisamente la interac-
ción del círculo y del cuadrado ( Apoc 21, 16). Navio escato-
lógico, la nave (de tiavis -navio-) coronada por la forma
esférica de la cúpula, sintetiza la unión del círculo y del
cuadrado, medida y cifra del cielo y del Reino. «El santua-
rio, dice san Máximo 6 , ilumina y dirige la nave y esta últi-
ma se convierte en su expresión visible. Tal relación
restaura el orden... restablece lo que era en el Paraíso y
será en el Reino». El cuadrado o cubo representa la inmu-
tabilidad inquebrantable, la estabilidad del proyecto reali-
zado, y dentro se opera el dinamismo circular de los
oficios y los ritos. El desarrollo del espacio litúrgico se
hace según el plano vertical, pues es la dirección de la
oración simbolizada por la subida del incienso, perfume
del sol y de la luz, el buen olor del Pneuma ; son también
las manos levantadas del sacerdote, el movimiento de la
epíclesis y de la elevación de los dones. Mientras que la
marcha (procesión, al principio danza sagrada) alrededor
del templo o del altar designa el movimiento alrededor
P.G. 91,872.
150
de) centro cósmico que liga la tierra y el cielo e imita el
movimiento circular de los astros.
3. La forma y el contenido transcendente
El templo reproduce el mundo, obra de Dios, traduce
también la presencia de lo Transcendente, es «Casa de
Dios» y «Puerta de los cielos» ( Gen 28, 17).
Dios lo ha creado todo «con número, peso y medida» y
así del caos ha hecho el cosmos, la Belleza. Pero lo bello de
la estética griega es una armonía estática y de superficie,
mientras que la visión cristiana se ha vuelto hacia el dina-
mismo interior, hacia el sentido de lo divino en lo infinito,
pues la Belleza de Dios no es mensurable y transciende
toda ordenación. Rebasa toda forma, pues el contenido
prima sobre todo, puede tocar lo informe y crear su propia
forma. Por eso la forma humanamente más perfecta puede
constituir un obstáculo, una cortina, perjudicar el conteni-
do del mensaje, echar una sombra opaca sobre lo invisible.
Las catedrales de antaño estaban cargadas de una fuer-
za e intensidad sobrenaturales, su dinamismo, aun en
nuestros días, corta el aliento y provoca el éxtasis. En el
gótico, las verticales y la masa de piedras se alzan violen-
tamente hacia el infinito y arrastran en su movimiento el
espíritu del hombre. Por el contrario, en Santa Sofía todo
se ordena alrededor de un eje central, coronado por la
majestad de la cúpula, y expresa la belleza de una manera
más esotérica, proveniente de una profundidad misteriosa
y de una altura ilimitada, descendiendo sobre el hombre y
llenándolo de una paz transcendente.
La cruz encima de la cúpula y la misma cúpula orde-
nan el espacio. Por sus líneas, la cúpula traduce el movi-
miento descendente del amor divino, su esfericidad reúne
a todos los hombres en sinaxis, en cuerpo. Bajo la cúpula.
151
nos sentimos protegidos, salvados de la angustia pascalia-
na de los espacios infinitos; igualmente, la cruz, si se pro-
longan al infinito las ramas de su hermosa figura
geométrica, contiene la totalidad del espacio organizado,
testimonio de lo infinito actual.
4. El Templo - Imagen del Reino y Llamada de Dios
Un templo no es un edificio de arquitectura extraña
intercalado en manzanas de casas. El espacio profano, en
la medida de su indiferencia o de su oposición a lo Trans-
cendente, es un espacio profanado, demoníaco. En el cora-
zón de este espacio es donde se levanta el espacio
organizado del Templo. Representa el rechazo más fuerte
de los principios de este mundo, y en último término, del
«dios de este mundo», de la Bestia apocalíptica. Ofrece la
imagen plástica de un «cielo» misterioso, el del Reino, y
dirige a todos los hombres una llamada apremiante a que
se conviertan en «piedras vivas» del templo cósmico don-
de «todo lo que respira» canta la alabanza de Dios.
En el santuario, detrás del altar, se representa el miste-
rio central, la comunión eucarística de los apóstoles. Enci-
ma, la Theotókos Orante personifica la Iglesia en su
ministerio de intercesión. Más arriba está Cristo, Sacrificio
y Sacrificador. En el hemisferio de la bóveda domina Pen-
tecostés, la epíclesis, el descenso del Espíritu Santo que
inaugura la Parusía y anticipa el Reino. La nave es el lugar
donde el Pueblo de Dios se reúne como Sacerdocio Regio
de los fieles. Sobre el muro occidental, opuesto al santua-
rio, se sitúa el fresco del Juicio, balance de la historia; y la
puerta de salida da sobre la tierra de la caída, espacio aún
sin evangelizar.
Los grandes espirituales fueron unos videntes que se
expresaron con imágenes y símbolos. Y así, el «teólogo de
la Santa Trinidad», san Sergio de Radonega, no ha dejado
152
tratados teológicos pero, en una época de guerras y de
luchas fratricidas, ha construido una iglesia y la ha dedica-
do a la Santa Trinidad. Según su biógrafo, «ha puesto el
templo de la Trinidad como un espejo, visión del 'total-
mente otro', a fin de combatir las divisiones del mundo».
Era la imagen de la oración sacerdotal de Cristo. Su discí-
pulo, Andrés Rublév, lo ha dicho a través de su icono: se
trata de transfigurar el mundo en la conmovedora imagen
de la Trinidad.
De cara a las «preocupaciones mundanas», al puro bio-
logismo de la lucha por la existencia, a la exterminación de
la vida por el odio, de cara al reino del Mal, el Templo en
su totalidad ya es un fragmento de eternidad que predica
solamente por su presencia y llama a una metanoia radical
de las relaciones humanas, al «sacramento del hermano» y
al corazón henchido de piedad y de «ternura ontológica»
hacia toda criatura.
El icono de Pentecostés, como imagen conductora,
muestra toda la distancia entre el Mundo y el Templo,
entre la Historia y el Reino, y traza un límite nítido entre
los dos planos de la historia humana: el Colegio de los
apóstoles recibiendo las lenguas de fuego y abajo, saliendo
de una oscura caverna, el anciano rey que representa el
cosmos cautivo. Tiende las manos hacia su salvación, ha-
cia la morada de la Paz divina, templo apostólico, iglesia
de Cristo.
Las iglesias de planta central, a veces verdaderas torres,
con sus cúpulas en las que el oro reluce, evocan los cirios
pascuales y cantan la Resurrección. Los bulbos de las igle-
sias rusas sugieren la imagen de la oración, que, como una
escala de Jacob, hace participar a este mundo en el más
allá. Es una lengua de fuego, coronada por la cruz resplan-
deciente, y una iglesia de varias cúpulas es como un can-
delabro envuelto en llamas. Su luz penetra hasta el
153
interior de la cúpula e ilumina las bóvedas, como un cielo
descendido sobre la tierra, con el rostro majestuoso del
Pantocrátor que reina en el centro y cuya mano abierta
contiene el destino de todos y de cada uno.
Las figuras alargadas y esbeltas de los iconos y los fres-
cos centran el impulso del grandioso conjunto hacia lo
alto, hacia el Altísimo. Todo lo individual encuentra su
plenitud legítima, y al mismo tiempo, todo se ordena por
la comunión y la catolicidad. Los ángeles con sus trompe-
tas escatológicas nos invitan a todos a unimos en una sola
doxología, acuerdo cósmico que clama por encima del
caos y de las tinieblas. El poderoso movimiento de sus alas
lleva a todas las miradas hacia el corazón maternal y el
velo protector de la Theotókos, «Gozo de toda criatura».
Este gozo y esta paz es lo que predica el Templo por me-
dio de sus líneas, sus formas y su luz, «el arte mudo sabe
hablar», dice san Gregorio de Nisa 7 .
5. La construcción del espado sagrado
Un espectador, mirando un templo, puede examinar
sucesivamente sus diferentes partes, determinar su arqui-
tectura, hacer una evaluación de su valor artístico, pero
siempre será para él un libro cerrado. Para que cada pie-
dra, cada forma empiece a hablar, para que el todo se
convierta en un canto, una liturgia, hay que captar su vida
misteriosa, su proyecto y el principio mismo de su espacio
organizado, que contrasta con su contorno. El ritual de la
consagración de una iglesia simboliza con gran fuerza esta
construcción del espacio sagrado. Acota una determinada
superficie, la separa del espacio profano, la purifica, e in-
voca en su epíclesis el descenso del Espíritu Santo que
transforma un lugar cualquiera en lugar exacto de la teofa-
7 P.G. 46, 737 D.
154
nía, en montaña santa, en centro cósmico y escala de Ja-
cob: «Henos aquí, en este templo, símbolo del cielo y san-
tuario de tu gloria... Te rogamos y te suplicamos: envía tu
Santísimo Espíritu sobre nosotros y sobre toda tu here-
dad...»
El obispo enciende una gran antorcha, «la primera luz»,
y la procesión que lleva las reliquias de un mártir da la
vuelta a la periferia, trazando el círculo de eternidad. Ante
la puerta, el obispo cita el salmo 24: «Alzad, ¡oh puertas!,
vuestros dinteles; alzaos, eternos portones, para que entre
el Rey de la gloria». Desde el interior del edificio, el coro
que representa el espacio que aún no está organizado, pe-
ro que se apresura a estarlo, canta: «¿Quién es este Rey de
la Gloria?»
El obispo hace una cruz con las reliquias y proclama:
«El Eterno, el Fuerte, El Poderoso: ¡éste es el Rey de la
Gloria!» El obispo entra y Dios toma posesión del lugar, lo
transfonna en Casa de Dios, donde la liturgia recibe su
calificación divina. Desde ese centro sagrado «sobre el cual
Dios día y noche, tiene los ojos abiertos» (7 Re 8, 29), el
Hijo hará subir sin cesar hacia el Padre la oblación y el
incienso de la oración litúrgica. A continuación, el obispo
construye la mesa del altar, la levanta y procede a su un-
ción crismal y a su lustración con el agua bautismal, preces
didas por la epíclesis y acompañadas del canto del alleluia
angélico. El templo, en su totalidad, se vuelve la figura
plástica del cielo que desciende sobre la tierra.
El altar (de alta-ara ) significa lugar alto; es aquí la mon-
taña santa de Sión, con su centro cósmico: «Subiré al altar
de Dios» - «Has obrado la salvación en la tierra» (Sal 74).
La santa mesa, por una conversión mística, simboliza al
155
mismo Señor. Dionisio, hablando del ritual, señala: «En
Jesús mismo, como en un altar..., es donde culmina la con-
sagración» 8 . En el momento de la ordenación de un sacer-
dote, cuando se le imponen las manos, el aspirante,
arrodillado, tiene la frente apoyada contra el altar, símbolo
de Cristo. Es la imagen de san Juan, «recostado en el pe-
cho de Jesús» (/« 13, 23).
El tabernáculo que contiene la carne y la sangre de
Cristo se situará sobre el altar, el cual lo transforma en
tumba abierta por el poder de la resurrección. Nadie pue-
de tocarlo fuera del sacerdocio, y el sacerdote, entrando, se
prosterna ante esta representación de Cristo. La misma
materia del altar en el que reposa el tabernáculo se transfi-
gura al depositar en su interior las santas reliquias o hue-
sos de los mártires. Es una referencia exacta al Apocalipsis
(6, 9): «El Cordero hace ver» bajo el altar las almas de los
que han sido inmolados por la Palabra de Dios y por el
testimonio que habían dado. Nicolás Cabasilas lleva mu-
cho más lejos la afirmación: el verdadero altar son estos
mismos huesos. Por anticipación, explica, las reliquias y,
por lo tanto, la mesa son la «came pneumatizada» de la
Pascua futura 9 . Vemos perfectamente que el centro litúrgi-
co está construido con la materia del Reino de Dios, y el
espacio sagrado se organiza alrededor de una parcela del
más allá.
6. La orientación
El rectángulo central del templo se llama nave , siendo el
Arca de Noé la figura profética de la Iglesia. Un templo es
8 Hier.eccles. IV, *12.
9 La vida en Jesucristo, p. 147.
156
el barco lanzado a los espacios, que se dirige hacia el
Oriente. La Didascalia de los apóstoles , citando el salmo 68:
«Dios que cabalga sobre los cielos del Oriente», y los He-
chos (1, 11): «Cristo volverá como le habéis visto ascen-
der», nos muestran el origen de la oración dirigida hacia
Oriente: es la espera de la vuelta del Señor: «Como el res-
plandor que viene de Oriente, así aparecerá el Hijo del
Hombre» ( Mt 24, 27). Ello significa que toda oración,
cuando está bien orientada, es espera y, por lo tanto, en su
intención última, siempre es de naturaleza escatológica.
«Como el resplandor que viene de Oriente», así Cristo es
el «Sol de Justicia», y el «Oriente» ( Zac 3, 4), y por eso el
altar está dirigido hacia levante; por el contrario, la puerta
de salida está situada al occidente, hacia el ocaso, mostran-
do el espacio amorfo de la oscuridad, la tierra no evangeli-
zada, e incluso el infierno. La profesión de fe en la
dirección de Oriente se opone a la abjuración frente a Oc-
cidente. La oración hacia el Oriente distingue así eí cristia-
nismo de la oración judía hacia Jerusalén y de la oración
musulmana hacia la Meca. Al entrar, se va al encuentro de
la luz, se está en el camino de la salvación que lleva hacia
la ciudad de los santos y tierra de los vivos en donde el Sol
luce sin ocaso. El eje polar vertical y el eje horizontal de los
cuatro costados del mundo sintetizan el espacio en forma
de cruz con seis direcciones; centrados sobre el Centro
divino constituyen el número sagrado del siete, según Cle-
mente de Alejandría.
En las basílicas de tres ábsides, Franz von Doelger
muestra la figura de la cruz y descifra el símbolo de la Luz
y de la Vida; en efecto, estas palabras en griego Zoé y Phós
se cruzan en la letra central, la omega, letra escatológica
del alfabeto griego. Lo que subraya aún más fuertemente
la imagen de un barco que flota en la dimensión escatoló-
gica y cruza hacia el Oriente místico.
157
7. El iconostasio y las puertas
Orientada y ordenada, la iglesia se divide, según el pla-
no del tabernáculo de Moisés y del templo de Salomón, en
tres partes: el santuario del lado de Oriente, el pórtico
hacia Occidente, y la nave, parte central, entre los dos. El
santuario corresponde al santo de los santos, a la morada
de Dios. El Santo de Dios aquí mora y resplandece. Figura
del Reino, el santuario está separado de la nave, en la que
están los fieles, por una verja llamada «iconostasio». Se
trata del antiguo cancel lleno de iconos en tiempos de la
victoria sobre el iconoclasmo. Esta verja tiene tres puertas.
La del medio es de dos hojas, y de ahí su plural «puertas
santas» o «puertas reales», y está rodeada de puertas infe-
riores llamadas «del norte» y «del sur» que dejan paso a
los ministros sagrados.
Bajo su forma actual, el iconostasio presenta una evolu-
ción bastante reciente que hay que situar en el siglo XV. La
puerta real está rodeada por los iconos de Cristo a la dere-
cha y de la Theotókos a la izquierda. Justamente encima, el
icono de la eucaristía. La segunda fila se centra en la Déi-
sis, la tercera reúne los iconos de las fiestas litúrgicas, la
cuarta es la de los profetas y, finalmente, la serie de los
patriarcas.
Hasta finales del siglo XIV, la dimensión de la verja no
impedía a los fieles seguir el misterio litúrgico que tenía
lugar en el santuario. Fue una preocupación didáctica la
que llevó al desarrollo de la verja a fin de poner ante los
ojos de los fieles la economía de la salvación y su marcha
progresiva. Esta preocupación corre el riesgo de compro-
meter la participación activa de los fieles en la acción litúr-
gica. La tradición josefina, consagrada a la amplitud y
riqueza de la decoración cultual, la ha aventajado con la
más sobria espiritualidad de Nil Sorsky y ha repuesto en-
tre clérigos y laicos la tensión entre la Iglesia y el mundo,
158
con el peligro de acentuar demasiado la distinción entre el
santuario y la nave. Actualmente se esboza la tendencia a
reencontrar la simplicidad de antes, un despojamiento de
las formas que permitiría al mismo tiempo al pueblo oir
las oraciones eucaristías y estar asociado más íntimamen-
te al misterio mismo de la liturgia.
El iconostasio está recubierto de iconos deslumbrantes,
con una composición en el centro llamada la Déisis, que
significa la súplica, la intercesión: muestra al Cristo-Obis-
po bendiciendo a los hombres. Juez y Doctor también. Sos-
teniendo el Evangelio, aparece como el único intérprete de
su propia palabra, y es la figura de la Tradición. Es El
quien, por medio de todos los elementos de ésta, explícita
sus palabras terrestres. Está rodeado por la Virgen y san
Juan Bautista. Siguiéndolos y pareciendo salir de ellos co-
mo de sus arquetipos (la Theotókos, arquetipo de lo femeni-
no, san Juan arquetipo de lo masculino), aparecen los
apóstoles y los santos, introducidos por los ángeles. Es la
Iglesia orante, la «locura de la caridad», la que intercede
por los que son juzgados. La Palabra juzga, pero la Sabi-
duría suprema del Cristo-Obispo confronta la justicia y la
misericordia y anticipa el segundo significado del mismo
icono: las Bodas del Cordero. La Theotókos, la Esposa, sím-
bolo de la Iglesia, y Juan, el amigo del Esposo, nos invitan
a todos a la alegría perfecta del Reino.
La Déisis da sentido a todo el iconostasio. Destello de
los testigos, el iconostasio ofrece sus manos suplicantes, la
Iglesia ruega por la iglesia, la Theotókos lleva el mundo en
su oración y lo cubre con su protección maternal. Lo que
parecía muro de separación se revela más profundamente
como elemento de unión: Cristo total constituido por sus
santos.
Este muro transparente, muro de intercesión, recibe y
amplifica la oración del corazón: «Señor Jesucristo, Hijo de
159
Dios, ten piedad de nosotros pecadores y cúbrenos con tu
gracia». También sufre la violencia de los santos que se
apoderan del Reino, y bajo su presión, después de Cristo,
la puerta real se abre de par en par a la visión del cielo.
Los comentarios litúrgicos explican de manera muy na-
tural el simbolismo inmediato de la puerta, imagen de
Cristo «por quien veréis el cielo abierto» ( Jn 1, 51). La ve-
neración que implica este simbolismo no permite más que
a los miembros del clero franquear esta puerta y solamen-
te tras haberse puesto sus vestiduras litúrgicas.
El simbolismo del santuario va más lejos. El Cristo-
Puerta introduce dentro de su ser, la puerta real da sobre
el altar, lugar alto del Opus Dei y centro alrededor del cual
se despliega la acción sagrada del culto: «es el cielo, donde
se mueve el Dios trino, en la tierra» 10 . De acuerdo con la
tradición litúrgica, la imagen paulina de «cabeza» Nicolás
Cabasilas la sustituye por el «corazón triunfante y desbor-
dante», fuente inagotable de los tesoros del Agape. El ta-
bernáculo del banquete mesiánico se articula con el tema
bíblico de las bodas místicas. El «Hombre de dolor» apare-
ce como «Hombre de deseo», el eterno Imán, el divino
Filántropo. El Altar, ungido con el «aceite de júbilo», «irra-
dia la perfecta alegría del amor» sin igual aquí abajo. Sólo
Cristo es el Imán que imanta el amor y se introduce en
nosotros para que podamos revivir en Él. Cabasilas for-
mula aquí la evidencia simple y límpida: «El alma huma-
na tiene sed de infinito. El ojo ha sido creado para la luz, el
oído para los sonidos, todo objeto para su fin, y el deseo
del alma para lanzarse hacia Cristo».
Orígenes 11 , en su tercera homilía sobre Jeremías, atribu-
ye a Jesús el agraphon : «Quien está cerca de mí está cerca
10 San Germán, F.G. 98, 384.
11 Dídimo también en su comentario al Salmo 88.
160
del fuego». ¿No es esta palabra una hermosa ilustración de
esa interiorización mistagógica de la «Puerta» que se abre
al corazón de Dios?
El Padre Sergio Bulgakov ha evocado lo inefable de
esta travesía del Cristo-Fuego en el momento de su orde-
nación. «Toda la consagración fue fulgurante. Lo más
conmovedor fue el primer paso por la puerta real, diri-
giéndome hacia el altar. Literalmente atravesaba el muro
del fuego ardiente, iluminador, renovador. Había entrado
en otro eón, había entrado en el Reino...»
8. Im subida gradual
El sentido supremo del templo no permite penetrar en
él directamente, por riesgo a introducir algún elemento
heterogéneo del mundo profano; como lo subraya el canto
litúrgico llamado Cherúbikon , en el umbral del templo «de-
positamos toda solicitud mundana». La penetración es
una iniciación gradual orientada por la disposición topo-
gráfica misma. En otro tiempo, el templo estaba rodeado
por un muro circular donde se vuelve a encontrar el sím-
bolo de eternidad y de protección, la delimitación simbóli-
ca de las esferas y de los espacios.
En los conventos vemos adosados al templo un cemen-
terio y una hospedería, mostrando así la unidad de los
muertos y de los vivos juntos en un mismo espacio sagra-
do. Entrando por el portal, ya nos encontramos de pronto
con lo «otro», sentido inmediatamente como la verdadera
patria. Atravesamos el atrio o el patio y pasamos junto al
campanario. Este reproduce el esquema del templo, con su
forma a menudo piramidal coronada por una cúpula. El
ritual de la bendición de las campanas las incorpora a la
acción sagrada; en sus sonidos, casi vivos, es la misma
materia la que canta la liturgia. Es también un exorcismo
161
que purifica el ambiente del elemento demoníaco, su voz
resonante anuncia las horas de oración. Los monjes del
Monte Athos llaman a la campana de madera que los des-
pierta para el oficio nocturno «Adán», recuerdo de aquel
que ha sido buscado por Dios y a quien Él busca en cada
uno de nosotros...
En la puerta de entrada se halla el baptisterio; la fuente
captada se torna fuente de agua viva.
Se sube lentamente las gradas del atrio, lo cual subraya
el movimiento de ascensión que introduce en el pórtico
exterior y más tarde en el interior, en otro tiempo lugar
donde permanecían los penitentes, lugar donde se lleva-
ban a cabo los oficios fúnebres y también refectorio para
los monjes. Solamente preparado por esta iniciación mesu-
rada, de un tacto admirable, es como se puede entrar en el
templo propiamente dicho. Aquí, la perspectiva que se
abre reasume y termina la ascensión: es el camino que
conduce a la cumbre de la Montaña Santa.
En el lado oriental hay un estrado algo elevado, solea,
cuya parte central se llama ambón, de anabaíno, subir, es-
calar; es la cámara alta, el lugar de la comunión eucarísti-
ca: «Elevemos nuestros corazones y encontrémonos en la
Cámara Alta», canta la Iglesia. El Sursum corda invita a
elevar el ser entero hacia lo celeste. El introito siríaco dice:
«Trinidad Santa, recibe de mis manos este sacrificio que te
ofrezco sobre el altar celeste del Verbo».
La puerta real da directamente al Centro cósmico, la
«Plaza alta», la Montaña santa. La cruz siempre desnuda,
detrás del altar, muestra esta escala de Jacob de la que
Dios se sirve para descender sobre la tierra y que toma la
forma de la Cruz inscrita en la Trinidad y misteriosamente
sugerida en el icono de Rublév. Representa el Rostro de
162
Dios vuelto hacia el mundo, símbolo de su amor indecible.
Entre esta cruz y el altar se encuentra el candelabro de
siete brazos 12 ; simboliza el poder de los dones del Espíritu
Santo que sella al hombre, y la gracia de Pentecostés, que
«consagra» el universo iluminado por la séptuple luz del
sol naciente que es Cristo.
La cúpula coronada por la cruz destaca en lo alto como
una lengua de fuego pentecostal, punto de orante partici-
pación en lo celeste. El cielo se acerca, llena las bóvedas,
las ilumina y revela al Pantocrátor rodeado de los ángeles
de la Presencia. Las cuatro columnas de apoyo llevan los
cuatro evangelistas 13 , la Palabra. El icono llamado «los jus-
tos en la Mano de Dios» los muestra lanzándose hacia la
mano abierta del Rey para formar allí el «sobor sagrado»
donde «toda criatura y toda respiración alaban al Señor».
Las plantas trepan por las columnas y se abren en flora-
ción paradisíaca, los animales se mueven tranquilos por la
base. Con un movimiento poderoso, la Mano del Pantocrá-
tor ordena el conjunto y lo remite hacia el corazón litúrgi-
n Se remonta al modelo celeste visto por Moisés, Núm 8, 4; Apoc 2, 1 . Cf. también
el Cordero de los siete ojos y los «siete Espíritus de Dios» -los «siete Angeles de
la Faz»-, Apoc 5, 6; 4, 5. La reanimación del fuego en el ritual pascual se refiere a
la «columna de fuego» y anuncia la Resurrección de Cristo; este simbolismo
concuerda difícilmente con la claridad eléctrica de los templos.
13 Son los cuatro «pilares cósmicos», los soportes terrestres de la Revelación. Su
simbolismo se refiere al T etramorfo, a los cuatros seres misteriosos que rodean
en los iconos al Cristo de gloria y que son los símbolos de los cuatro evangelios:
el águila, el toro, el león y el hombre, transposición plástica de la visión de
F.zecfuiel (1, 5-14) y del Apocalipsis (4, 6-8). Es la representación ideal de toda la
creación viva. La tradición judía hace que a cada uno de los seres corresponda
una de las cuatro letras del Nombre divino. Un largoum del Pseudo-Jonathan
liga los doce signos del Zodíaco a las doce tribus de Israel y los agrupa en tres
bajo este mismo emblema del Tetramorfo.
163
co: el icono de la «Cena del Señor», que resplandece enci-
ma de las puertas reales.
La cruz situada en la pared del iconostasio indica el
Oriente, de donde vendrá el Cristo de Gloria para ocupar
el Hétimasia, el trono del Rey representado sobre el altar 14 .
En el fondo del ábside destaca la Theotókos Orante o
«Muro indestructible»; «Hodiguitria», la que muestra el ca-
mino, guía y reúne a todos los fieles en sinaxis eucarística
y cubre el mundo con su «velo de protección»: «Madre de
la Vida, tú has puesto en el mundo el gozo y la alegría que
seca las lágrimas del pecado», «Tú haces gozar a toda cria-
tura». Estos son el gozo y la paz celestes que reflejan los
iconos. Los de la Puerta Real -los cuatro evangelistas y la
Anunciación- presentan un verdadero festín para los ojos.
Aquí la mística solar, a través del oro y el resplandor de
los colores del arco iris, nos alcanza, se hace casi sonora y
lo inunda todo de calor y de luz.
Así es como en toda iglesia, incluso fuera de los oficios,
se siente muy fuertemente la vida incesante, pues todo
está a la espera de los santos misterios. Tensa hacia el
Reino, esta espera se ilumina de presencias. Este es el mis-
terio litúrgico del icono.
14 En T orcello, el fresco del Juido muestra a Cristo rodeado de ángeles y de santos
que descienden del ciclo hada el trono real. Simboliza la espera cscatológica de
la Iglesia.
164
Tercera Parte
La teología del icono
CAPITULO PRIMERO
Preliminares históricos
El Concilio de Constantinopla, en 843, ha restablecido
definitivamente la veneración de los iconos, y con tal oca-
sión ha inaugurado la fiesta del «Triunfo de la Ortodoxia».
Celebrada el primer domingo de Cuaresma, proclama no
tanto la Ortodoxia del icono como el icono en sí mismo, en
cuanto icono de la Ortodoxia'. La fiesta lo erige en centro
luminoso donde culminan todos los dogmas. El iconoclas-
mo no es una herejía que atañe sólo a uno de los aspectos
de la doctrina, sino que, según la expresión del Concilio
VII, es una «suma herética» que socava toda la economía
de la salvación. Efectivamente, inconscientemente docéti-
co ? , el iconoclasmo ataca a la realidad misma de la Encar-
nación. Insensible al realismo evangélico, a lo sagrado de
la historia, niega el realismo de la santidad, su capacidad
de transfigurar la naturaleza. Es sintomático que el icono-
clasmo, en su punto culminante, afecte al mismo tiempo al
icono, al estado monástico, al culto de los santos y a la
1 «El arte sagrado del icono no ha sido inventado por los artistas. Es una
institución que viene de los santos Padres y de la Tradición de la Iglesia», Vil
Concilio, Mansi XII 1, 252 C.
7 Docctismo, del verbo griego parecer. «La representación del Señor en los iconos
en su aspecto humano sirve para confundir a los herejes que pretenden que Él
se ha convertido en hombre sólo ilusoriamente y no en realidad », San Gfrmán,
P.G. 98, 173 EL
167
maternidad divina de la Theotókos. «Tú no luchas contra
los iconos, sino contra los santos», escribe san Juan Da-
masceno 3 al emperador León III. Por el contrario, la intran-
sigencia de los defensores ortodoxos del icono, llegando
hasta el martirio, sobrepasa de sobra el elemento didáctico
o artístico: en el icono, la Iglesia defendía el fundamento
mismo de la fe cristiana. Sin embargo, si el icono sale vic-
torioso de las luchas dogmáticas, su verdad plena, la icono-
sofia, se impondrá entre los siglos X y XV por la misma
evidencia de su luz; las definiciones de los siglos VIII y IX
pertenecen aún a un estado «germinativo». Pero es evi-
dente, desde el principio, que teología e iconosofía son las
dos expresiones mayores de una fe que culmina en la con-
templación de los misterios.
La patria del icono es Oriente. Muy pronto, la iconogra-
fía se vuelve una parte orgánica de la Tradición y constitu-
ye una verdadera «teología visual». La evolución se hace
en tres tiempos: la época justiniana (siglo VI), con el mila-
gro de Santa Sófía, tiende a la plenitud monumental, a lo
grandioso, sugiere lo sublime por lo inmenso, lo incon-
mensurable, y se resuelve en una majestuosa serenidad; a
continuación el primer Renacimiento bizantino bajo la di-
nastía macedónica y la de los Comnenos (siglos X-XIII);
aquí la intensidad está más adaptada a la escala humana y
la acentúan lo mesurable y lo vigoroso; finalmente, el se-
* P.G. 94, 1 .249. Por oso ol Papa Gregorio III convoca en Roma un concilio contra
los iconoclastas e Instituye la fiesta de todos los santos. Gregorio IV la fijará en
el 1 de noviembre, Hkkki.HD, /listoru de los Cortci/ios, t. III. Constantino
Coprónímo en su decreto, supnmc el nombre de Theotókos (Madre de Dios,
nombre dado a la Virgen María) estando prohibido el empleo de los títulos
«santo» o «santa-*; el celibato está proscrito y los monjes son designados como
«idólatras y adoradores de las tinieblas»; los iconos son «ídolos: según la
asamblea herética de Hiereia» (754), Mansi XIII, Ostrogorsky, Historw del
Estado Bizantino, París, 1956
168
gundo Renacimiento bajo los Paleólogos (siglo XIV), edad
de oro del icono.
El siglo XI ve el comienzo de la iconografía en Rusia; el
arte de Santa Sofía de Kiev y de Novgorod está todavía
estrechamente ligado a la pintura bizantina. Al final de
Bizancio, el arte de los Paleólogos proyecta sobre Rusia un
último y sublime reflejo y refuerza el aspecto, muy perso-
nal ya, del icono ruso. Es también la época del gran desa-
rrollo del arte sagrado en Serbia: con una indecible
dulzura asume en Dios el sentido de lo humano; en Bulga-
ria se siente la influencia más trágica de Siria y de la di-
mensión semítica de la Ortodoxia; finalmente, el gran arte
romano, la escuela de Creta, los tesoros del Monte Athos,
el arte griego tan patético del período turco con el Cristo
Elcomenos elevando desde sí mismo la escala apoyada so-
bre la cruz...
La iconografía florece sin ningún problema en el plato-
nismo de la patrística oriental, en su filosofía de la trans-
cendencia, que implica ya una simbología: reconducción
de lo sensible a sus raíces celestes. La reminiscencia, la
anámnesis es aquí más que una memoria, más que un
recuerdo, es una evocación epifánica. Igual que el Nombre
de Dios en la Biblia, lo que se evoca se manifiesta, se hace
presente. A la antigua pregunta sobre las relaciones entre
lo Absoluto y el mundo, el Antiguo Testamento ya ha res-
pondido con su doctrina de los ángeles. Mediadores y
mensajeros, los ángeles representan la función simbólica
por excelencia. Son el vehículo de lo transcendente, pues
el Nombre de Dios está puesto en ellos y Dios está presen-
te en su Nombre.
Por encima de la sensación y de la percepción, por enci-
ma, pues, del pensamiento directo , se sitúa la esfera del pen-
samiento indirecto, articulada sobre las revelaciones y la
captación de lo invisible. Desde el momento en que se
169
trata de un misterio, su sentido nunca se ha dado directa-
mente, sino que está representado por medio de interme-
diarios, de mediadores: un ángel, un símbolo, un icono,
todos mensajeros o portadores de un mensaje secreto.
Para evitar las frecuentes confusiones, se imponen al-
gunas precisiones terminológicas 4 . Así, el signo informa y
proporciona datos. Su contenido es el más elemental y
vado de toda presencia. Tales son los signos algebraicos,
las fórmulas químicas, las figuras del código de la circula-
ción, los rótulos de las tiendas. Entre el significante y el
significado no existe en estos casos ninguna relación de
comunión y de presencia. Del mismo modo, una alegoría
es un medio explicativo mediante emblemas analógicos y
no pasa de ser una ilustración didáctica. Ni el signo ni la
alegoría son realmente «epifánicos».
Por el contrario, un símbolo'’, en el espíritu de los Padres
de la Iglesia y según la tradición litúrgica, contiene en sí
mismo la presencia de lo que simboliza. Lleva a cabo una
función reveladora del «sentido», y al mismo tiempo se
erige en receptáculo expresivo de la «presencia». El cono-
cimiento simbólico, siempre indirecto, llama a la facultad
contemplativa del espíritu, a la imaginación verdadera,
evocadora e invocadora, para que sea ella la que descifre
el sentido, el mensaje del símbolo y capte su carácter epi-
fánico de presencia, figurada, simbolizada, pero real, de lo
transcendente.
En Occidente, los Libros Carolinas (llamados así porque
se atribuían a Carlomagno), fundándose en los peores con-
A Ver Gn.RLKT IXjkand, la imaginación simbólica , París, 1 964.
5 Sumbolon en griego implica la unificación de dos mitades: símbolo y
simbolizado Cf. R. Al.U-M', De la Naturaleza del Símbolo, París 1958. Así mismo,
el mashal hebreo, pero siempre en la perspectiva histórica o existencia!, de un
encuentro per sonal.
170
trasentidos de los textos del Concilio Ecuménico VII tra-
ducidos al latín de forma muy aproximada, acusaban al
Concilio -ineptissimae sinodi- de legitimar «la adoración» de
las imágenes. El Concilio de Francfort (794) y el sínodo de
París (824) declararon que las imágenes sólo servían para
la ornamentación y que es indiferente tenerlas o no: «Cris-
to no nos ha salvado con la pintura»... ni con un libro,
podríamos añadir. Así, en el momento en que Oriente de-
fiende el valor de la expresión artística y defíne teológica-
mente el icono en función de la Encamación, en Occidente
el arte sagrado queda envenenado en su mismo origen.
Algo de tal actitud quedará, lo cual explica quizá los es-
tancamientos del arte sagrado contemporáneo. Las tan
grandiosas irrupciones del pasado no lograrán tomar la
delantera, ya que las definiciones teológicas sobre las imá-
genes, quizá demasiado prudentes, se limitan a lo utilita-
rio: un alcance pedagógico de enseñanza y consolación.
Según Gregorio Magno, la imagen es una Biblia para los
analfabetos; según Buenaventura, está destinada a la masa
inculta.
Sin embargo, si las artes hasta los siglos XI y XII atesti-
guan por todas partes el mismo clima y muestran el mun-
do como un «libro ilustrado», que revela los invisibilia, es,
ya lo hemos dicho, porque están felizmente retrasados en
conceptos teológicos: es el milagro de Chartres, del arte
románico, de la iconografía italiana, como lo será más tar-
de el genio visionario de Fray Angélico, de Simón Martini
y tantos otros. En la época moderna, entre raros occidenta-
les, podemos mencionar a Goethe, tan sensible al lenguaje
de los iconos -Seroux de Argincourt, al que había encon-
trado en Roma en el entorno de Angélica Kauffmann, ha-
bía despertado su atención sobre ellos-, y Matisse que, en
su juventud, sorprendido por el colorido de los iconos, fué
171
a Moscú para estudiarlos en su ambiente, pero sin llegar a
descifrar su sentido...
Podemos ya decir que, místicamente, la Edad Media se
extingue precisamente cuando desaparecen los ángeles,
cuando el icono deja paso a la imagen alegórica y didácti-
ca y el pensamiento indirecto al pensamiento directo. Es el
fin del arte románico, arte esencialmente iconográfico, y
aquí es donde Occidente abandona a Oriente.
El siglo XIII hace del aristotelismo la filosofía por exce-
lencia, en detrimento de la imaginación simbólica y de las
formas de pensamiento indirecto. La física de Aristóteles
explica un mundo desafectado, desvinculado de lo trans-
cendente. El intelecto extrae de la cosa su idea, pero no la
reconduce a su dimensión transcendente. En el pensa-
miento escolástico, los ángeles son despojados de su fun-
ción mediadora y quedan reducidos al papel de
«virtudes» que dirigen un orden «natural». Aparecen co-
mo especies lógicas y no como mensajeros, personas vivas.
El deslizamiento hacia el realismo perceptivo y el sensua-
lismo acentúa el significante en detrimento del significado
hasta llegar incluso a evacuarlo, y ésta es la imagen natu-
ralista. La poética de Aristóteles se apropia del terreno
estético de las artes, pero esta poética reposa en la imitación;
el arte para Aristóteles es mimesis, imitación de la naturale-
za. Si el icono de Cristo se inspira siempre en la Santa Faz,
hecha, podríamos decir que por la mano misma de Dios,
el arte occidental será cada vez más la representación, he-
cha únicamente por la mano del hombre, de un modelo
humano. Un cuadro «religioso» representa al hombre y se
172
subentiende al Dios-Hombre, el icono representa la Hipós-
tasis y hace ver a Dios en el Hombre.
Incluso genios como Giotto, Masaccio, Duccio, Cima-
bue, bajo una fuerte influencia del intelectual ismo 6 , renun-
cian a la realidad misteriosa, irracional, del mundo.
Introducen la facticidad óptica, la perspectiva de la pro-
fundidad, el claroscuro; esto ya no es exactamente arte de
lo transcendente. El arte rompe con los «cánones iconográ-
ficos», vuelve a encontrar su independencia; su visión, ca-
da vez más objetiva, ya no está integrada en el misterio
litúrgico. Continúa tratando plásticamente los «temas reli-
giosos», pero pierde la antigua lengua sagrada de los sím-
bolos y de las presencias. Cuando el artista comienza a
querer saciarse de transportes psíquicos, la comunión es-
piritual se difumina y da lugar a la emotividad; el arte
sagrado se degrada en arte simplemente religioso, y se
desplaza hacia el retrato, el paisaje, la ornamentación.
El Concilio de Trento 7 precisa el honor, explica la utili-
dad y regula el uso de las imágenes en términos muy
moderados. Es sintomático que el Concilio de Trento y el
«Concilio de los cien capítulos» de Moscú se sitúen exacta-
mente en la misma fecha y lleguen a definiciones opuestas
en lo que se refiere a la naturaleza del «arte divino»;
Oriente y Occidente se han bifurcado en direcciones dife-
rentes. En Occidente la estatua de tres dimensiones,
individual, autónoma, prevalece sobre la superficie icono-
gráfica, más misteriosa, de dos dimensiones.
La Reforma, en su oposición al culto católico y a su
simbolismo, incluso se plantea la cuestión del arte sagra-
6 Guiuo Garlo ArgaN en su Fray Angélico (Ginebra, Skira, 1955) muestra el
pintor angélico - desgraciadamente bajo los rasgos de un doctrinario
escolástico...
7 Sesión XXV; Denzinger, n°98b.
173
do. Lutero tolera la imagen como ilustración. Para Calvi-
no, más intransigente, el único adomo tolerado es la re-
producción de la palabra de Dios. Las imágenes son «el
libro de los idiotas» que hace caer en la idolatría: «Si un
orfebre hace una cruz o un cáliz, será castigado por ello
como se merece» . La Reforma ha encalado las pinturas de
las iglesias; después del Islam y antes del arte abstracto, ha
practicado el «blanco sobre blanco» 8 9 ...
Por otra parte, san Bernardo y la ascesis cisterciense
habían combatido, contra Cluny, el arte que recarga los
claustros y que corre el riesgo de distraer a los monjes de
la contemplación interior. Port-Royal persigue el mismo
despojamiento y sólo tolera el arte que literalmente sigue
las Escrituras y las ilustra. La estatuaria gótica expresa los
sufrimientos humanos de Cristo.
Occidente gravita místicamente alrededor de la Cruz.
En último término, la larga contemplación del retablo de
Grünewald (ya casi un sermón de Lutero), conmueve, pe-
ro da la sensación trágica de la ausencia. Oriente, igual
que el estilo románico, gravita alrededor de la Gloria de
Dios, triunfante sobre el sufrimiento y la muerte. El Panlo-
crátor bizantino o el Cristo de Vezelay, aunque parece di-
ferir del Cristo humilde de los Evangelios, revela su
divinidad y conmueve por una presencia que lo llena to-
do.
Descartes sustituye lo «razonable» por lo «racional» y
asegura el triunfo de la pura semiología, es decir, la victo-
ria del signo sobre el símbolo, del «espíritu geométrico»
sobre el «espíritu de fineza», e instaura el reino del algorit-
mo matemático. Con el positivismo científico del siglo
XIX, la concepción semiológica del mundo reina en las
8 León WkncHJ U5, U es til íca de Cal vino, París, 1937.
9 G. MKRCIKR, ¡ I Arte abstracto en el Arte sagrado, París, 1 %4.
174
Universidades. La imaginación cognoscente es eliminada
violentamente y la imagen artística minimizada hasta el
extremo bajo el poder pragmático del signo. El arte pasa a
puro divertimiento, adorno, decorado.
Actualmente, el arte abstracto se opone al arte realista
soviético, al estancamiento del arte «académico» o social
de imitación, a la pacotilla y amaneramiento. Una rítmica
de los planos coloreados busca la musicalidad, pero la
música no hace ninguna referencia a las formas de este
mundo. Salido del espacio, el arte no figurativo, esen-
cialmente cerebral, retrocede hasta lo preformal, hasta el
precontinente, y despliega indefinidamente un plano colo-
reado sin poder pararse por falta de sentido. Es el arte de
los grandes navegantes, pero que se introduce en un mar
infinito (del tiempo más que del espacio) sin brújula meta-
física, y falto de física.
La universal inflación de las imágenes, que tiende a
remplazar el libro por lo «ilustrado» y la televisión, culmi-
na en ídolos gigantes de las estrellas del cine o de los jefes
de Estado. Esta liberación es una contra-ofensiva de lo
imaginario, pero sin ninguna reconducción simbólica.
Afortunadamente, en nuestros días, la «psicología de
las profundidades» rehabilita poderosamente el valor de
la imaginación verdadera como desenmascaramiento del
sentido, y filósofos como Bachelard, Lavelle, Ricoeur, G.
Durand, Corbin, sitúan el símbolo en el centro de su refle-
xión.
175
CAPITULO II
El paso de los signos
a los símbolos
En el arte de las catacumbas encontramos un arte pura-
mente «significativo». Su finalidad es didáctica: proclama
la salvación y describe sus instrumentos mediante signos
cifrados. Podemos clasificarlos en tres grupos: 1) todo lo
que se relaciona con el agua: el arca de Noé, Joñas, Moisés,
el pez, el ancla; 2) todo lo que se relaciona con el pan y el
vino: la multiplicación de los panes, las espigas de trigo, la
vid; 3) todo lo que se relaciona con las imágenes de la
salvación y los salvados: los jóvenes en la hoguera, Daniel
entre los leones, el pájaro fénix, Lázaro resucitado, el
«Buen Pastor». La representación indica simplemente la
acción salvadora: por ejemplo, un muerto es resucitado, el
que pierde su vida es salvado. Observamos una gran ne-
gligencia en cuanto a la forma artística y la ausencia de
todo desarrollo teológico. «El Buen Pastor» no representa
de ninguna manera al Cristo histórico, pero quiere decir:
el Salvador salva realmente. Daniel entre los leones repre-
senta el alma salvada de la muerte. Son afirmaciones dibu-
jadas; breves y conmovedoras, hablan de la salvación por
el bautismo y la eucaristía. He aquí una inscripción fune-
raria griega emparentada con este arte y que muestra todo
su alcance: «Yo soy Abercius, discípulo del Santo Pastor
177
que hace pacer los rebaños en los montes y en los valles...
La fe ha sido siempre mi guía y siempre me ha dado como
alimento el Pez de la Fuente, el grande, el puro, que la
Virgen ha pescado y lo ofrece a los amigos para comer.
También tiene un Vino delicioso mezclado con Agua que
ofrece con Pan... Que todos los que piensan como yo y
comprenden estas palabras rueguen por Abercius» 1 .
Todo converge en una sola llamada: no hay vida eterna
fuera de Cristo y de sus sacramentos. Todo se reduce al
signo único y todo es gozo, pues la resurrección de los
muertos está inscrita en los sarcófagos («comedores de
carne»). La ausencia de todo arte marca aquí el momento
decisivo del mismo destino de este arte: su cumbre, aún
muy cercana, la alta creación de la Antigüedad es inútil
por el momento; renuncia a sí mismo, pasa por su propia
muerte, se sumerge en las aguas del bautismo, que repre-
sentan y consignan los graffiti de las catacumbas, para salir
de esas pilas bautismales en el amanecer del siglo IV, bajo
la forma nunca antes vista del icono. Es el arte resucitado
en Cristo: ni signo ni cuadro, sino icono, símbolo de la
presencia y su lugar resplandeciente, visión litúrgica del
misterio hecho imagen.
La Palabra proferida y escuchada está contenida en la
Biblia; arquitecturada y construida, abre las puertas del
Templo; cantada y representada sobre la escena hierofáni-
ca del culto, constituye la liturgia; misteriosamente dibuja-
da, se ofrece para su contemplación como «teología
visual» bajo la forma del icono.
' G. WrLPERT, Fractiopanis, pp. 114-117.
178
CAPITULO III
El icono y la liturgia
Las formas arquitectónicas de un templo, los frescos,
iconos, objetos de culto, no están juntos simplemente co-
mo los objetos de un museo, sino que, como los miembros
de un cuerpo, viven de una misma vida mistérica, están
integrados en el misterio litúrgico. Es incluso lo esencial, y
nunca se puede comprender un icono fuera de esta inte-
gración. En las casas de los fieles, el icono está situado en
un punto alto y dominante de la habitación, guiando la
mirada hacia lo alto, hacia el Altísimo y hacia lo único
necesario. La contemplación orante atraviesa, por así de-
cirlo, el icono y sólo se detiene en el contenido vivo que
traduce. En su función litúrgica, simbiosis del sentido y de
la presencia, consagra los tiempos y lugares; de una habi-
tación neutra hace una «iglesia doméstica», de la vida de
un fiel, una vida orante, liturgia interiorizada y continua-
da. Un visitante, al entrar, se inclina ante el icono, recoge
la mirada de Dios y enseguida saluda al dueño de la casa.
Se empieza rindiendo honor a Dios, y los honores rendi-
dos a los hombres vienen después. Punto de mira, nunca
decoración, el icono centra toda la estancia en el resplan-
dor del más allá.
Del mismo modo, todos los que atraviesan el umbral de
un templo ortodoxo se sienten afectados por una fuerte
179
sensación de vida incesante. Incluso fuera de los oficios,
todo está en espera de los santos misterios, todo está ani-
mado y todo tiende hacia Aquel que viene para darse co-
mo alimento.
Cuando se celebra un oficio, los textos litúrgicos se es-
tructuran en tomo al acontecimiento celebrado y lo co-
mentan; el misterio litúrgico lo hace «presente» y
transmite este contenido vivo al icono de la fiesta. Y ante
todo, el icono hace ver, en la misma liturgia, una función
iconográfica, una representación escénica y gráfica de toda
la economía de la salvación. Mientras se canta el Cherubi-
kon: «Nosotros, que misteriosamente representamos a los
querubines y que cantamos a la Trinidad vivificadora el
himno tres veces santo», rebasamos lo terrestre y partici-
pamos «misteriosamente» en la liturgia eterna celebrada
por Cristo mismo en el cielo. El icono de la «sinaxis»
muestra la asamblea de los ángeles, de ojos innumerables
y millares de rumorosas alas; en el icono de la «liturgia
eterna», rodean a Cristo-Gran Sacerdote oficiante, para
que «así el Evangelio de la gloria de Cristo, icono de Dios,
luzca a los ojos de los creyentes» 1 . Los fieles «representan
misteriosamente» a los ángeles, son iconos vivos, «angelo-
fanías», lugar humano del ministerio angélico de adora-
ción y de oración. Hic el nunc, todo es participación,
ofrenda, presencia y eucaristía: «lo que es Tuyo, Te lo ofre-
cemos» y «Te damos gracias». En esta grandiosa sinfonía,
cualquier fiel que mira los iconos ve en ellos a sus compa-
ñeros mayores, patriarcas, apóstoles, mártires, santos, co-
mo seres muy presentes, y con todos ellos participa en el
Misterio; coliturgo de los ángeles, canta: «En tus santos
iconos, contemplamos los tabernáculos celestes y exulta-
mos de purísimo gozo...»
1 Dom L Dtrks, Ixx santos iconos , p. 44.
180
CAPITULO IV
Teología de la presencia
Un manuscrito del Monte Athos insiste en «la oración
con lágrimas, para que Dios penetre el alma» del iconógra-
fo, y aconseja «el temor de Dios, pues es un arte divino,
transmitido a nosotros por el mismo Dios», y sigue: «Oh,
Tú que tan admirablemente has inspirado al evangelista
Lucas, ilumina el alma de tu siervo, conduce su mano para
que ejecute perfectamente tus rasgos misteriosos» ...
Según una antigua tradición, san Lucas fue a la vez
evangelista y el primer iconógrafo. Sus dos inspiraciones,
sus dos carismas inspiraiios por Dios a igual título, estaban
al servicio de la única verdad evangélica. En los maitines
de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir, el primer canto
del Canon proclama: «Haciendo tu icono venerable, el di-
vino Lucas, escritor del Evangelio de Cristo, inspirado por
la voz divina, representó al Creador de todas las cosas en
tus brazos». De igual modo, La vida de San Juan Evangelista
exhorta: «Para aprender la iconografía y comprender el
icono, rogad a san Juan...» Así, la inspiración de los evan-
gelistas y la de los iconógrafos, sin estar identificadas, tie-
nen un parentesco a nivel de las revelaciones del Misterio.
Dirigiéndose a la Theotókos, Dionisio le dice: «Deseo que tu
' DoMl.DrRKS, Ixx santos iconos, p. 44.
181
imagen se refleje sin cesar en el espejo de las almas y las
conserve puras; que vuelva a levantar a los que están en-
corvados hacia la tierra y que dé esperanza a los que con-
sideran e imitan este eterno modelo de belleza».
Digamos lo esencial: para Oriente, el icono es uno de los
sacramentales , más en concreto el de la presencia personal.
Las sticheras de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir lo
subrayan: «Contemplando el icono, dices con poder: mi
gracia y mi fuerza están con esta imagen». Por eso se exi-
gen la intercesión de un sacerdote y el ritual de la consa-
gración para instituir el icono en su función litúrgica y por
tanto en su ministerio teofánico. Una imagen, en la que el
sacerdote ha verificado su corrección dogmática, su con-
formidad con la tradición y el suficiente nivel de expresión
artística, se vuelve, por la respuesta divina a la epíclesis
del rito, «icono milagroso». «Milagroso» quiere decir exac-
tamente: cargado de presencia , su testigo indudable y el «ca-
nal de la gracia hacia la virtud santificadora» 2 . El Concilio
VII lo declara muy explícitamente: «Ya sea por la contem-
plación de la Escritura, ya sea por la representación del
icono..., recordamos todos los prototipos y «os introduci-
mos con ellos» 3 . El Concilio de 860 afirma en el mismo senti-
do: «Lo que el Evangelio nos dice a través de la palabra, el
icono nos lo anuncia a través de los colores y nos lo hace
presente» 4 .
«Cuando mis pensamientos me torturan y me impiden
saborear la lectura, dice san Juan Damasceno, voy a la
iglesia... Mi vista es cautivada e incita a mi alma a alabar a
Dios. Considero la valentía del mártir... su ardor me infla-
ma... Me arrojo al suelo para adorar y rogar a Dios me-
7 San Juan Damascf.no, 1 Tratado 1,16.
3 Mansi XIII, 482.
4 Mansi XVI, 400.
182
diante la intercesión de un mártir». El icono testimonia la
presencia de un santo y expresa su ministerio de interce-
sión y de comunión.
En efecto, el icono no tiene realidad propia; en sí mis-
mo sólo es una lámina de madera; y es precisamente por-
que extrae todo su valor teofánico de su participaáón en el
«totalmente otro» por medio de la semejanza, por lo que
no puede encerrar nada en sí mismo, pero se convierte en
un esquema de resplandor. La ausencia de volumen exclu-
ye toda materialización, el icono traduce la presencia ener-
gética que no está localizada ni encerrada, sino que
resplandece alrededor de su punto de condensación.
Esta teología litúrgica de la presencia, afirmada en el
rito de la consagración, es la que distingue claramente el
icono de un cuadro de tema religioso y traza la línea de
separación entre ambos. Podemos decir que toda obra pu-
ramente estética se abre en tríptico, cuyas hojas están for-
madas por el artista, la obra y el espectador. El artista
ejecuta su obra, juega con todo el conjunto de su genio y
suscita una emoción admirable en el alma del espectador.
El conjunto se cierra en el triángulo del inmanentismo es-
tético. Y aunque la emoción pase al sentimiento religioso,
éste sólo viene de la capacidad subjetiva del espectador al
experimentarlo. Una obra de arte es para mirarla, y arre-
bata el alma; conmovedora y admirable en su cumbre, no
tiene función litúrgica. Ahora bien, el aspecto sagrado del
icono transciende el plano emotivo que actúa a través de
la sensibilidad. Una cierta sequedad hierática intenciona-
da y el despojamiento ascético de la ejecución lo oponen a
todo lo que es suave y emoliente, a todo embellecimiento
y goce propiamente artísticos.
Mediante esta función litúrgica el icono rompe el trián-
gulo estético y su inmanentismo; suscita no la emoción
sino el sentido místico, el mysterium trcmendum, ante la
183
venida de un cuarto principio en relación con el triángulo:
la parusía de lo Transcendente cuya presencia está atestada
por el icono. El artista desaparece tras la Tradición que
habla, los iconos casi nunca están firmados; la obra de arte
deja sitio a una teofanía; todo espectador que busca un
espectáculo, aquí se encuentra fuera de lugar; el hombre,
cautivado por una revelación fulgurante, se prosterna en
un acto de adoración y de oración.
Por el contrario, en Occidente, en lo que se refiere a las
imágenes, el Concilio de Trento acentúa la anámnesis, el
recuerdo, pero claramente no epifánico, situándose así
fuera de la perspectiva sacramental de la presencia. Ha
afirmado todos los dogmas católicos, pero, frente a la Re-
forma forzosamente iconoclasta, ha rechazado el dogma
iconográfico, por otra parte abandonado ya por Occidente
tras el Concilio VII. Ahora bien, es sintomático para el
enfoque iconográfico del misterio que Bemadette, invitada
a escoger en un álbum la imagen que se pareciese más a su
visión, se detuviese sin dudarlo en un icono bizantino de
la Virgen, pintado en el siglo XI...
La primacía del advenimiento teofánico descentra toda
composición iconográfica del contexto histórico inmedia-
to, guardando sólo lo estrictamente necesario para recono-
cer un acontecimiento o el rostro de un santo a través de
sus rasgos purificados por lo celeste. El rostro es natural
sin ser naturalista. Por eso el icono de una persona viva es
algo imposible y toda búsqueda de una semejanza carnal
queda excluida. La vista de un iconógrafo pasa por una
ascesis, por el «ayuno de los ojos» (san Doroteo), para
coincidir con la de la Iglesia. Poderosa forma de predica-
ción y expresión de los dogmas, el icono está sometido a
las reglas transcendentes de la visión eclesial.
184
CAPITULO V
Teología de la gloria-luz
Dios «se engalana con magnificencia y se viste de belle-
za». El hombre contempla maravillado la gloria cuya luz
hace brotar del corazón de toda criatura un canto de ala-
banza. Así, el Testamentum Domini ruega: «que se llenen
del Espíritu Santo... para que Te canten a voces una doxo-
logía por la cual estén alabándote y glorificándote por
siempre». El icono es una doxología semejante, que se des-
borda de gozo y canta por sus propios medios la gloria de
Dios. La verdadera belleza no necesita pruebas. El icono
no demuestra nada, pero muestra; evidencia luminosa, se
presenta como argumento «kalokagático » 1 de la existencia
de Dios.
San Pablo formula el fundamento cristológico del ico-
no: «Cristo es la imagen -eikón- del Dios invisible» 2 . Quie-
re decir que la humanidad visible de Cristo es el icono de
su divinidad invisible, que es «lo visible de lo invisible» 3 .
El icono de Jesús aparece así como la imagen de Dios y del
hombre al mismo tiempo, el icono de Cristo total: del
' El genio griego reúne lo Bello y lo Bueno en un solo término que designa el
lugar de lo Verdadero.
2 ‘ Colosen ses 1, 15.
3 La expresión es de Dionisio el Areopagita, retomada por san Juan Damasceno,
1 Traíadosobre los iconosX I.
185
Dios-Hombre. Esta función reveladora que posee la huma-
nidad de Cristo llega a ser la verdad de todo ser humano;
el hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en
que refleja lo celeste: es gracia maravillosa de toda criatura
ser espejo de lo increado, «imagen de Dios». El Kontakion
de la fiesta de la Ortodoxia lo dice: «Habiendo restableci-
do la imagen mancillada en su antigua dignidad, el Verbo
la unió a la Belleza divina. Confesando la salvación, noso-
tros mismos la expresamos por los hechos y la palabra».
Se ve claramente que el misterio de la salvación sobrepasa
de lejos una simple restitución de la imagen adánica. Cris-
to realiza, culmina la imagen panificándola, pues habién-
dola hecho pura, la hace participar en la Belleza divina.
La imagen, redimida así en Cristo, y coascientemente
reencontrada por una ascesis contemplativa, explica que a
un santo monje se le llame siempre «muy semejante». Esta
palabra significa justamente la última semejanza subjetiva,
personal, con la imagen objetiva de Dios. Encontramos su
expresión exacta en esta otra fórmula de san Pablo: «To-
dos nosotros que, con la cara descubierta [explicitada en
su misterio], reflejamos como un espejo la gloria del Señor
(«que está en el rostro de Cristo»), nos transformamos en
esa misma imagen [icono], de gloria en gloria, por la ac-
ción del Espíritu» 4 . Por eso el icono de Cristo, en la luneta
central de Santa Sofía, muestra al Señor sosteniendo el
Evangelio abierto con la frase «Yo soy la Luz del mundo»,
y la Iglesia canta: «Tu Luz resplandece sobre los rostros de
tus santos». El hombre confiesa la salvación por la palabra,
pero también da testimonio por la acción volviéndose él
mismo «muy semejante». Y, efectivamente, el icono de
Dios más conmovedor es el hombre «transformado en esta
misma imagen» según las palabras citadas anteriormente
4 2 Cor. 3 , 18 ; 4 , 6 .
186
de san Pablo. Durante los oficios, el sacerdote inciensa los
iconos de los santos, dirigiendo este saludo litúrgico a sus
prototipos, espejos de Dios; también inciensa a los fieles y
saluda la presencia de Dios en su imagen que es el hom-
bre, saluda a los hombres, iconos vivos de Dios. Dídimo
de Alejandría cita una palabra conservada del Señor:
«Después de Dios, ve a Dios en cualquier hermano...». Tal
concepción iconográfica del ser humano, su «muy seme-
janza» conduce a san Basilio a definir el destino humano
en términos de deificación: «El hombre ha recibido la or-
den de hacerse dios según la gracia»^, pues «habiéndose
acercado a la luz, el alma se transforma en luz» 5 6 . Según los
Padres, los bautizados, vestidos con túnicas blancas, se
cubren con los vestidos luminosos de Cristo -ímátia pho-
teiná- tal como Cristo los ha mostrado en su Transfigura-
ción.
Se ve ahora cómo la negación iconoclasta pone más
radicalmente en tela de juicio la tradición fundamental de
la Ortodoxia: el hesicasmo 7 y su contemplación de la Luz
tabórica como premisa de la deificación. La teología del
icono se remonta a la distinción en Dios de la esencia y de
las energías, y de esa energía divina y de su luz nos habla
el icono. «Dios es llamado Luz, no por su esencia, sino por
su energía» 8 .
Para Oriente, estar en estado de deificación es contem-
plar la luz increada y dejarse penetrar por ella; es reprodu-
5 Palabras citadas por San Gregorio de Nacianzo en Laudem Bastí ti Magni- P.G.
36, 560 A.
* San Gregorio de N isa; P.G. 44, 869 A.
7 De hésychia : silencio, recogimiento en la paz. Método ascético-místico de la
interiorización y déla oración del corazón.
* San Gregorio Pai.amas, P G. 1 50, 823.
187
cir en su ser mismo el misterio cristológico: «reunir por
medio del amor la naturaleza creada y la increada, hacién-
dolas aparecer en unidad por la adquisición de la gracia» 9 .
Dios, siempre escondido en su esencia, «se multiplica en
sus manifestaciones» energéticas y luminosas, para colmar
al hombre con su «proximidad ardiente». Por eso la Trans-
figuración del Señor, la manifestación más fulgurante de
su luz, juega un papel tan grande en la vida mística de la
Ortodoxia.
Su luz es ya la luz de la Pa rusia. Ahora bien, «el seme-
jante ve al semejante», y, lo que es más, el ojo no solamen-
te capta, sino que también emite; ver es al mismo tiempo
proyectar la vista, es decir, la luz. El icono nos revela a
todos esta luz escatológica de los santos, y por lo tanto es
un rayo del Octavo Día, un testimonio de la escatología
inaugurada. Si el iconoclasmo, pues, reduce el sentido de
la Transfiguración y oscurece su luz al destruir el icono,
por el contrario, ¡qué sintomático es que, según las reglas,
el motivo de la Transfiguración sea el primero que trate
cada iconógrafo, para que Cristo «haga brillar su luz en su
corazón»! El manuscrito del Monte Athos que prescribe
una epíclesis, invocación del Espíritu Santo sobre «el arte
divino», añade: «Que vaya al sacerdote para que éste nie-
gue por él y recite el himno de la Transfiguración» 10 .
No hay nunca una fuente de luz en los iconos, ya que la
luz es su propio contenido; no se ilumina el sol, ya que él
mismo es su luz. Se podría igualmente decir que la con-
templación de la Transfiguración enseña a todo iconógrafo
9 SanMáximo, De ambiguis; P.C. 91, 1 .308 B.
10 Dom Ildefonso Dkks, op. di., Priorato de Amay, 1 939, p. 44.
188
que pinta mucho más con la luz que con los colores. Inclu-
so en términos técnicos, el fondo de oro del icono se llama
«luz», y el método pictórico, la «aclaración progresiva» 1 ’.
Cuando trata un rostro, el iconógrafo lo recubre primera-
mente con un tono oscuro; enseguida pone encima un tin-
te más claro obtenido por haber añadido a la mezcla
precedente cierta cantidad de ocre amarillo, es decir, de
luz. Esta superposición de tonos cada vez más iluminados
se repetirá varias veces. Así la aparición de una figura
sigue una progresión que reproduce el crecimiento de la
luz en el hombre.
«Nosotros reflejamos como un espejo la gloria del Se-
ñor»: un icono es ese espejo reluciente del mayor atributo
de gloria: la luz. El arte sorprendente de Rublév en su
divina Trinidad, traduce el resplandor trisolar que ilumina
el mundo. Según san Cregorio Palamas, la luz del Tabor,
la luz contemplada por los santos y la luz del siglo futuro
son idénticas. Para Clemente de Alejandría la luz del
primer día preexiste a la creación, es «la verdadera luz del
Logos iluminando las cosas aún escondidas y por la cual
toda criatura ha accedido a la existencia». Entre los nom-
bres del Verbo, Justino menciona los de Día y Luz. Euse-
bio 13 ve en el primer día la luz divina que ilumina la
creación progresiva del mundo; este primer domingo en-
globa el último domingo del Apocalipsis cuando Dios-Luz
será todo en todos. De este modo podemos decir que la
11 El barniz protege al icono de todos los factores de alteración y confiere a los
colores mayor transparencia y profundidad. Con una preparación compleja y
minuciosa, el barniz se blanquea bajo la influencia de la luz del día durante dos
años.
12 Strom. VI, 16.
’ 3 P.C. 23. 1.176
189
luz del primer día de la creación fue el advenimiento de la
luz tabórica y que en este elemento luminoso de su gloria
Dios creó mediante una «aclaración progresiva», al cabo
de seis días, el ser cósmico del hombre. «Dios es Luz» y en
conformidad con esta revelación, después de la epíclesis,
espera apostólica del Espíritu Santo, el descenso de Este el
día de Pentecostés transmuta al hombre en fuego y luz 14 .
Para los santos, las palabras «vosotros sois la luz del mun-
do» son ortológicamente normativas. Los nimbos que rodean
las cabezas de los santos sobre los iconos no son signos
distintivos de su santidad, sino el resplandor de la lumi-
nosidad de sus cuerpos.
Las reglas del Concilio de los Cien Capítulos ordenan
«trabajar con temor de Dios, pues se trata de un arte divi-
no». Exige el ministerio carismático de los «santos» iconó-
grafos que aprenden a «ayunar por los ojos» y se preparan
mediante una larga ascesis de oración, lo cual marca el
paso del arte al arte sagrado. Un icono malo es «una ofen-
sa a Dios» y hay que despedir al torpe que lo ha pintado.
Los cánones son máximamente severos y se prohíbe todo
tipo de comercio con los iconos.
La fusión del elemento artístico y de la contemplación
mística inaugura una teología visionaria. La visión, aquí,
expresa la fe en el mismo sentido que san Pablo cuando la
llama «visión de lo invisible» 15 . El icono se dirige a los ojos
del espíritu para que contemple «los cuerpos espiritua-
les» 16 . El estilo eclesial filtra toda visión subjetiva, pues la
Iglesia es la que ve el objeto de la fe, sus misterios. Si la
Según la tradición san Lucas empezó su arte de iconógrafo después de
Pentecostés.
15 HebW, 1.
16 Cor 15, 44.
190
arquitectura sagrada del Templo ordena el espacio, y el
Memorial litúrgico el tiempo, el icono experimenta lo invi-
sible, la «forma interior» del ser; y esta interioridad surge,
una vez más, de la iluminación, de la categoría tabórica. El
estado de gracia, enseña san Serafín 17 , ilumina para hacer
ver la luz. El icono la revela a todos; como «oración», puri-
fica y transfigura a su imagen al que la contempla; como
misterio, nos enseña que allí está el silencio habitado, el
gozo del cielo sobre la tierra, el resplandor del más allá.
' 7 Diálogo con Motovilov.
191
CAPITULO VI
El fundamento bíblico
del icono
La ley del Antiguo Testamento prohibía las imágenes,
pues hubiesen puesto en peligro la pureza del culto al
Dios invisible. Solamente el arte ornamental de las formas
geométricas traducía el sentimiento de lo Infinito 1 . En los
musulmanes el arte no figurativo, los arabescos, el decora-
do poligonal, reforzarán la misma noción de una transcen-
dencia radical de Dios.
La distancia se agranda peligrosamente por el hecho de
que el hombre se ha alejado de su semejanza inicial con
Dios y se ha hundido en la diferencia. Por el contrario, el
plano angélico ha conservado intacta su naturaleza de «se-
gunda luz», receptáculo puro de la luz divina, hasta el
punto de que la representación esculpida de los ángeles
era incluso ordenada por Dios 2 . El mundo celeste de los
espíritus, destinado a servir al hombre, encuentra, a fin de
cumplir este ministerio, su expresión artística, su forma
humana: en el arca de la Alianza, el Antiguo Testamento
1 Comenzando la ora cristiana, el judaismo so muestra monos riguroso: por
ejemplo la catacumba de la Viña Randamini, los mosaicos de la sinagoga de
I lamma-Lif, la cámara funeraria de Palmira, Doura-Europos, etc.
2 Ex 25, 1, 17-22; Núm 7, 88-89; d. Yx capítulo I .
193
nos ha dejado el icono esculpido de los querubines. Estos
se sitúan en el Tabernáculo; su presencia en este lugar
expresa su ministerio de liturgos, pero no sirve en absolu-
to como obra de arte y eso es ya toda la filosofía del arte
sagrado.
Así, antes de la Encamación, por temor a la idolatría,
toda expresión de lo celeste se limita al mundo de los
ángeles. Pero hay que comprender, para no caer de nuevo
bajo la ley, que esta limitación es solamente la purificación
de una espera, una profecía sobre el advenimiento del ico-
no en Cristo.
El texto del Exodo (25, 17-18) dice: «Harás un propicia-
torio y en sus dos extremos colocarás dos querubines».
«Propiciatorio» -Kapporét- viene de «cubrir» y también de
«hacer la expiación». Esta lámina de oro con que se recu-
bre el arca, según el texto, es el lugar donde «Dios apare-
ce» y «desde donde Él habla».
El icono de la resurrección de Cristo descifra este sim-
bolismo profético. Muestra una lámina (que representa la
tumba vacía y reproduce la lámina del arca) sobre la cual
se abandonan las vendas funerarias, y en los dos extremos
aparecen dos querubines frente a las mujeres portadoras
de los aromas. Esta reproducción exacta del «propiciato-
rio» revela ahora, en Cristo, su verdadero significado y al
mismo tiempo muestra que ese mismo valor de la Presen-
cia es inherente a todo icono: «aquí es donde Yavé aparece
y desde ahí habla».
En la fiesta de la Ortodoxia, fiesta del icono, la Iglesia,
por las dos lecturas que ha escogido del Evangelio (Mt 18,
10 y Jn 1, 43-51), enseña que los ángeles multi-oculares
tienen el don de contemplar la luz divina, y que tras la
Encamación todos los fieles reciben este don angélico que
tan evidentemente expresa el icono.
194
Cristo libra a los hombres de la mitología y de los ído-
los no negativamente, suprimiendo la imagen, sino positiva-
mente, revelando el verdadero rostro humano de Dios. Si
la divinidad por sí sola escapa a toda representación y si la
humanidad, separada de lo divino, ya no significa nada,
es porque la «humanidad de Cristo es el icono de su divi-
nidad», como lo proclama el Concilio VII. Lumen de Luttii-
ne, el Hijo -el Cristo total- es «esplendor», «efigie»,
«imagen 3 », el único icono de Dios. Lo humano se afirma
en su función iconográfica: imagen visible de lo invisible.
Su fundamento bíblico remonta a la creación del hombre
«a imagen de Dios». Interrumpida por la caída, su pleni-
tud se realiza en Cristo y pasa a los «cristificados», a aque-
llos en los que «Cristo se ha formado 4 », a los «cristóforos»,
a los «muy semejantes». Dios en Sí mismo transciende to-
da imagen, pero su Faz vuelta hacia el mundo se apropia
lo visible, encuentra una imagen adecuada al misterio de
su filantropía: la figura humana. Por encima del posible
abismo de la caída. Dios, según los Padres, esculpía el
rostro humano mirando en su Sabiduría la humanidad de
Cristo 5 . «El Verbo se ha posado en Adán antes de todos los
siglos», dice Método de Olimpia 6 , y san Atanasio 7 : «Dios
ha creado el mundo para hacerse hombre en él y para que
el hombre se haga dios en el mundo por la gracia». La
Encamación viene de Dios, de su deseo de hacerse Hom-
bre y de hacer de su Humanidad una Teofanía, un lugar y
un icono viviente de su Presencia.
3 Hebr 1,3.
4 Gil 4,19.
5 Col 1, 15; 1 Cor 15, 47; Jn3, 11.
* Fl banquete de las diez Vírgenes, III, 4.
7 De ¡ncamalione , P.G. 54, 192.
195
CAPITULO VII
El iconoclasmo
El iconoclasmo es la expresión ante todo de un violento
acceso de transcendentalismo semítico, judío y musulmán,
también cristiano, sobreestimando así el sentido de lo ine-
fable y de lo incognoscible divinos en detrimento de la
Encarnación y de la «Filantropía». También fue una reac-
ción contra los excesos de un culto a veces idolátrico de las
imágenes, contra su contaminación por una concepción
mágica que confundía el icono y la eucaristía y preconiza-
ba la consustancialidad de la imagen y de su modelo. De
esta manera, algunos sacerdotes demasiado celosos mez-
claban con los santos dones trozos o fragmentos de los
iconos...
El conflicto entre los iconoclastas y los defensores del
icono estalló en el momento en que los dos campos en
lucha ya no lograban comprenderse, porque hablaban de
realidades totalmente diferentes. Para los iconoclastas, h>
da imagen sólo podía ser «retratística», pese a que el «re-
trato» de lo divino es inconcebible. A causa de esta
concepción exclusivamente realista del arte, negaban al
icono todo carácter simbólico. Creían muy correctamente
en los símbolos, es decir, en la presencia real de lo simboli-
zado en su símbolo (perspectiva sacramental), pero nega-
ban toda relación de presencia entre el protopipo y su
197
imagen iconográfica. Desde ese momento, en un plano sa-
cramental, el icono caía en el arte profano. Su pretensión
de sagrado se revelaba como superstición o incluso here-
jía. Era necesario, ciertamente, escoger entre una semejan-
za, que en nuestros días llamaríamos de tipo fotográfico, y
una semejanza de carácter simbólico, la una suprimiendo
a la otra. Los iconoclastas no concebían que, inde-
pendientemente del arte realista que reproduce lo visible
de lo visible y de esta forma, el doble, haciendo su copia
exacta, existe el arte del icono en donde la imagen hace ver
«lo visible de lo invisible», lo invisible en lo visible hasta el
punto de hacerlo misteriosamente presente y de revelar
así el icono, símbolo auténtico en el orden de la presencia
personal.
Religiosamente hablando, los iconoclastas sólo tolera-
ban el arte no figurativo, por ejemplo una cruz en cuanto
forma geométrica y sin llevar al Crucificado; la reproduc-
ción del instrumento de la salvación era digna de venera-
ción en sí misma y la ausencia de figuración suprimía toda
cuestión de presencia. Más aún, limitaban su óptica al
principio de identidad y se referían a la eucaristía. En ella
veían la única imagen adecuada de Cristo, como consus-
tancial a El, omooúsios, idéntica, tautó, según la naturale-
za, kat'oúsían. Ahora bien, la eucaristía es un milagro en
el que la materia cósmica (el pan y el vino) se ve transmu-
tada en materia celeste del cuerpo transfigurado de Cristo,
pero el milagro de la mctabolé se opera sin ninguna seme-
janza. Toda visión de la «carne» en el cáliz está severa-
mente prohibida por los cánones y cualquier «aparición»
de este género está considerada como una tentación contra
natura. Efectivamente, el Verbo «enhipostasiado» se apo-
dera de las especies eucarísticas, las integra en su cuerpo
espiritual: «Este pan es el Cuerpo de Cristo», pero esta
identidad sustancial esconde la presencia eucarística de
198
Cristo, no bajo el velo inherente a todo misterio, sino por-
que esta presencia, al no ser visual, no tiene imagen. Lo
visible (el pan) simplemente se afirma idéntico a lo invisi-
ble (el cuerpo celeste), pero la operación no deja ningún
lugar a la visión. La eucaristía no puede de ninguna mane-
ra servir de icono, pues solamente es la «Comida del Se-
ñor» que debe ser consumida y no contemplada.
El icono se sitúa en un plano totalmente diferente y de
ahí que escape a toda idolatría. La misma palabra «icono»'
ya suprime toda identificación y subraya la diferencia de
naturaleza entre la imagen y su prototipo, «entre la repre-
sentación y lo que se representa» 1 2 . Nunca se puede decir
que «el icono de Cristo es Cristo» como se dice: «Este pan
es el cuerpo de Cristo», ya que sería una idolatría eviden-
te. El icono es una imagen que testimonia una presencia
de un orden bien definido: permite una comunión orante,
que no es precisamente comunión eucarística, sustancial,
con la naturaleza glorificada de Cristo, sino comunión es-
piritual, mística, con su Persona. Opera un encuentro en la
oración, sin localizar esta comunión en el icono en cuanto
objeto material, sino a través del icono como vehículo de
la presencia. Aquí la Hipóstasis «enhipostasía» no una
sustancia (la madera, los colores) sino la semejanza y es
únicamente ella, y no una lámina, el lugar de la presencia.
Esta semejanza es fundamental para comprender la verda-
dera naturaleza del icono. Surge únicamente de la contem-
plación de la Iglesia. Y verdaderamente es así como la
Iglesia ve a Cristo litúrgicamente. El iconógrafo sigue esta
visión y la traduce. Todo el misterio del icono reside en
esta semejanza dinámica y misteriosa con el Prototipo, el
Cristo total, semejanza atestada por la Iglesia, y por lo
1 eikÓM viene de 'éiko y significa semejanza, similitud.
7 San Juan Damasceno, P.G. 94, 1 337. También San Nicéfüro, P.G. 100, 225, 277.
199
tanto sentida y vivida de una manera católica y comunio-
nal.
Efectivamente, «el icono lleva el nombre del prototipo,
no lleva (no contiene) su naturaleza», precisa el Concilio
VII, lo cual quiere decir que el contenido religioso, la esen-
cia mística del icono, sólo se relaciona con la presencia hi-
postática. No existe, pues, ninguna ontología «inscrita» en
la materia del icono, no «contiene ninguna naturaleza», no
cautiva ni retiene nada, pero el Nombre- Hipóstasis res-
plandece aquí independientemente de cualquier tipo de
enclaustramiento en el mismo volumen de la lámina. El
icono no tiene existencia propia; participación e «imagen
conductora», el icono conduce al Prototipo y anuncia su
presencia, testimonia su parusía. Esta de ninguna manera
se sirve del icono como de un lugar de encamación, sino
que encuentra en él el centro de una irradiación energéti-
ca. La presencia i cónica es un circulo cuyo centro se encuentra ,
0 mas bien se refleja, en todo icono, pero cuya circunferencia no
está en ningún sitio. El icono, punto material de este mun-
do, abre una brecha; lo Transcendente irrumpe en ella y
las olas sucesivas de su presencia trascienden todo límite y
colman el universo.
Los iconoclastas no lo comprendían y se cerraban en
una falsa cuestión teológica: ¿es posible la imagen en
cuanto retrato de Dios-Hombre? La respuesta, evidente-
mente, no puede ser sino negativa. En efecto, si la natura-
leza divina no es descriptible, la imagen de la sola
humanidad incurre en la separación nestoriana de las dos
naturalezas; o, si sólo se toma una sola naturaleza para las
dos, se desemboca en la confusión monofisita. Ahora bien,
no se trata precisamente de naturalezas. San Teodoro Stu-
dita' sugiere la solución correcta y anticipa una verdadera
3 P.C. 99, 405 B; 505 A; 340.
200
teología: el icono no representa ni la naturaleza ni las na-
turalezas, pero a través de la humanidad de Cristo en
cuanto símbolo, revela al Dios-Hombre, el Cristo total, y
contempla el misterio mismo de la Encamación. Su con-
templación es «aristocrática» y adulta, formada pedagógi-
camente por la liturgia y situada en su nivel; exige una
cultura ascética, la elegancia litúrgica de los sentidos refi-
nados y la elevación creadora del espíritu.
El Concilio VII ha establecido el culto del icono pero no
aún una doctrina elaborada. No obstante, el Concilio y los
Padres de esta época han respondido a las cuestiones de
los iconoclastas y formulado argumentos defensivos. Así,
a la cuestión de saber cómo Dios puede ser circunscrito
bajo la forma de una imagen, el Concilio en el canon 3
pregunta a su vez: «Vosotros que negáis que Cristo sea
circunscriptible, ¿cómo lo reconoceréis en su segunda Pa-
rusía?» Otra cuestión de los iconoclastas: el Verbo en
cuanto segundo Adán ha adoptado la humanidad en ge-
neral y no la naturaleza de un hombre individual, ¿cómo,
pues, poder representarla? Teodoro Studita responde: la
naturaleza humana de Cristo es la especie ( eidos ) com-
puesta del género (genos ) pero realizada en un ser concre-
to, distinto de los otros. Del mismo modo, Juan
Damasceno: el Verbo se une a la naturaleza de un indivi-
duo conforme a la naturaleza de la especie. ¿No introduce
la figuración una segunda persona en Cristo? Pero, dicen
los Padres, la naturaleza humana está enhipostasiada por
el Verbo, las dos naturalezas se encuentran en un único
Sujeto. De esta forma la naturaleza divina no era crucifica-
da, pero es lícito decir que la Persona del Verbo participa-
ba en la crucifixión (en cuanto a la carne). El icono no
representa una simple aparición terrestre, es la Hipóstasis
del Verbo lo que el iconógrafo hace ver en él, con los ca-
201
racteres que determinan su naturaleza humana, pero
transformados por la proximidad del Verbo.
La noción del enhupóstatos se encuentra en la base de la
doctrina de los Padres, explicando cómo a través de la
imagen se invoca la presencia de su prototipo. Los iconos
de los santos, más allá de la apariencia terrestre, hacen ver,
a través de su humanidad deificada, a unas personas ilu-
minadas por la luz del Octavo Día. Así un iconógrafo con-
templa un objeto totalmente diferente al de un pintor
realizando un cuadro de tema religioso.
Hay que comprender bien dónde se sitúa el punto de
vista iconográfico.
La humanidad de Cristo como tal nunca es su tema
directo. El gran maestro Andrés Rublév, según la crónica
de su vida, «elevaba sin cesar su espíritu y lo sumergía en
la luz inmaterial y divina». Él nos enseña que hay que
recurrir a la luz tabórica y que es en esta luz en donde el
icono muestra la Humanidad de Cristo, inseparable del
Misterio total, y como tal «generadora de unidad». Según
san Gregorio Palamas, la carne deificada de Cristo está
representada en los iconos en la medida en que manifiesta
la Divinidad de Cristo 4 . Es cierto, el icono no puede decir
nada a una negación consciente de lo «misterioso», la juz-
ga negándole su luz; pero la revela a la fe sensible y aten-
ta. El creyente es semejante a los apóstoles testigos de la
transfiguración; ellos lo fueron porque su vista había sido
transfigurada. Este es el sentido profundo de la imagen de
Cristo llamada acheiropointos, el icono de la Santa Faz
«no hecho por mano de hombre». Ella nos enseña que no
* Decálogo, Col. 1 .092. Citado por MeyeNDORFF, Introducción al Estudio de Gregorio
Palamas, p. 255.
202
hay nada hecho únicamente por mano de hombre, que
todo lo visible siempre es milagro, y que, por ser revelado
en su misterio, debe ser creído y así visto 5 con y por los ojos
de la Paloma. El Concilio VII lo dice claramente y explica
cómo hay que contemplar un icono: «Sólo reconocemos en
el icono una imagen que representa una semejanza con el
Prototipo. Por eso recibe su nombre; únicamente por eso
participa en él y por eso es venerable y santa» 6 . La defini-
ción es fundamental: el milagro del icono, su participación
en Cristo, se sitúa únicamente en la semejanza no natural
sino hipostática. Si el icono muestra la humanidad de Cris-
to, la recapitula como representativa de la naturaleza hu-
mana, y por eso su diversidad (la multitud de iconos
diferentes) no precisa de ningún aspecto terrestre retratís-
tico. En calidad de símbolo sacramental, lleva en sí la pre-
sencia de la totalidad divino-humana. «Al mismo tiempo
contemplamos lo indecible y lo representado» 7 , dice el
Concilio, no lo uno o lo otro, sino lo uno y lo otro, lo uno
en lo otro. Este milagro orienta el movimiento anagógico
de la oración: «el honor rendido al icono va a su prototi-
po» 8 .
«El icono está santificado por el nombre de Dios y por
el nombre de los amigos de Dios [los santos], y por eso
recibe la gracia del Espíritu divino» 9 . Bíblicamente, el
nombre de Dios 10 es uno de los lugares de su presencia. El
5 «Dichosos los que han creído sin haber visto». La íe precede a la visión y la
autentifica.
6 Mansi XIII, 344.
7 Mansi XIII, 244 B.
8 El Concibo VII. Cf. JuanDamascenoP.G. 94, 1.256.
9 San Juan Damasceno, P.C 94, 1 300.
10 Sobre la concepción bíbbca del Nombre como lugar de presencia y, de ahí,
sobre la tradición hesicasta del Nombre de Jesús, ver La oración de Jesús , por un
monje de la Iglesia de Oriente, Ed. Chevetogne, 1951.
203
icono es el Nombre dibujado. En el Nombre pronunciado, a
través y con el icono que lo «pronuncia» a su manera,
nuestro amor nos lleva a venerar y a abrazar, en la misma
semejanza, la gracia de la real presencia. Sin embargo, la
semejanza está de tal manera ligada al mismo icono que
constituye su esencia secreta; discernirlos, y menos aún
separarlos, se revela imposible, la veneración los une en
un todo icónico, pero ese «todo» eleva el espíritu a su más
allá, al Arquetipo invisiblemente presente.
El icono de los santos no plantea la cuestión cristológica
de las dos naturalezas, sino la de los dos cuerpos: terrestre
y celeste. El cuerpo terrestre ya deificado es la anticipación
del cuerpo celeste, el icono sugiere el verdadero rostro de
eternidad que Dios contempla, y en esa semejaza con lo
celeste es donde se sitúa la presencia hipostática de un
santo.
El argumento masivo de la idolatría es burdo y los Pa-
dres responden a él claramente: un ídolo es la expresión
de lo inexistente, ficción, simulacro, nada”. Por consi-
guiente, idolatrar a un icono, adorarlo como identidad
sustancial según la naturaleza, es destruirlo, pues es ence-
rrar una presencia en una lámina, es hacer de él un ídolo y
ausentar la persona representada. El boros del Concilio Vil
lo precisa: «Cuanto más mira el fiel los iconos, más se
acuerda de quien está representado... ¡Ay de quien adora-
re las imágenes!»
11 Teodoro de Studión, P.G.99, 180; Tgodorct, P C. 80, 264.
204
CAPITULO VIII
El fundamento dogmático
del icono
El Concilio VII ha formulado el Canon que determina
la veneración del icono. Las precisiones dogmáticas están
dispersas en la enseñanza de los Padres y se desprenden
sobre todo del mismo icono, de su evidencia luminosa, de
su vida prodigiosa en la que se puede seguir paso a paso
el dinamismo de la Tradición. Ella es el lugar en que Cris-
to, mediante diversos elementos de la vida de la Iglesia
(liturgia, sacramentos, patrística, icono), comenta sus pro-
pias palabras.
Martirum signum est máxime caritatis. El mismo icono es
martirio y lleva las huellas de un bautismo de sangre y de
fuego. La sangre de los mártires se ha mezclado con las
partes de los iconos, salpicaduras de la luz, durante la
persecución encarnizada ejercida por los iconoclastas. El
patriarca Germán, depuesto, declara retirando su palio:
«sin la autoridad de un Concilio, tú no puedes, basileus,
cambiar nada de la fe». El Papa Gregorio II dice por su
parte a León el Isáurico: «Los dogmas de la Iglesia no son
asunto tuyo... abandona tus locuras». En el caso del icono,
no se trata de simples ilustraciones. Unidos entonces en la
misma Tradición, el Occidente y el Oriente se han levanta-
✓
do juntos contra la herejía, pues, tocando el icono, se toca-
205
ba también el dogma, se socavaba toda la economía de la
salvación. La veneración del Evangelio, de la Cruz y del
Icono forma un todo con el misterio litúrgico de la presen-
cia que la Iglesia proclama desde el fondo del cáliz.
«Nuestra doctrina está de acuerdo con la eucaristía, y la
eucaristía la confirma», dice san Ireneo.
Si todo arte digno de ese nombre no pretende nunca
duplicar lo real sino que aspira a revelar su sentido, a
descifrar su mensaje secreto, a captar su logos, a sugerir la
vocación más alta de las libertades que lo animan, la ico-
nografía, en su cumbre, surge claramente de la pneumato-
logía. Por eso san Juan Damasceno atribuye al icono la
presencia del Espíritu Santo 1 .
*
«La vida estaba en El» dice el prólogo del Evangelio de
san Juan (1, 4). El Espíritu -la Vida- desde la eternidad era
interior al Verbo. En el momento de la Epifanía, desciende
del cielo como una Paloma y se detiene, se posa sobre
Jesús. En sus apariciones, es un movimiento «hacia Jesús»,
hacia el Cordero, a fin de hacer manifiesta su divinidad. Se
«sitúa detrás», en Cristo, para anunciarlo «por delante»; su
aliento lleva la palabra de Cristo, la hace audible, la ampli-
fica, le confiere respiración de vida y dimensión escatoló-
gica: «Bebiendo en la fuente del Espíritu, bebemos a
Cristo» 2 , dice admirablemente san Atanasio. El Espíritu
nos introduce en Cristo y en Cristo es donde nosotros en-
contramos plenamente el Espíritu y somos inspirados por
El para captar el sentido último de la Revelación.
La acción santificadora del Espíritu condiciona todo ac-
to en el que lo espiritual toma cuerpo, se encama, se hace
cristofanía, manifestación de Cristo. Así, el Espíritu «incu-
baba» el abismo para hacer surgir de él el mundo, lugar de
1 De imag.or. 1, 19.
2 Epíst.ad Serapicm; P.G. 26, 576 A.
206
la Encamación. Por boca de los profetas, todo el Antiguo
Testamento es el Pentecostés preliminar con vistas al ad-
venimiento de la Virgen y de su fiat. El Espíritu desciende
sobre María y hace de Ella la Theotókos, de Jesús hace Cris-
to-Ungido y revela en Él «al Cordero inmolado desde la
fundación del mundo». De sus lenguas de fuego nace la
Iglesia, Cuerpo de Cristo. De un bautizado, hace un miem-
bro de Cristo, del vino y del pan, la sangre y el cuerpo del
Señor; Iconógrafo divino, hace el icono «no hecho por ma-
no de hombre», la Santa Faz, y de ese Arquetipo vienen
todos los iconos hechos con las formas de este mundo y
con la luz tabórica.
La teología de los Padres muestra la importancia excep-
cional de la qríclesis que sobrepasa el plano litúrgico de la
eucaristía, se unlversaliza y hace ver en el Espíritu el po-
der divino de revelación y de manifestación de lo invisi-
ble. Es Él quien pronuncia en nosotros, con nosotros:
«Abba, Padre», para dejamos suplicar: Abba Padre, envía
tu Espíritu Santo para que podamos decir «Señor Jesús»,
para que también podamos contemplar su rostro y a tra-
vés de su humanidad deificada, «antorcha de cristal», ver
la Hipóstasis del Dios-Hombre.
El día de Pentecostés, el Espíritu Santo se vuelve activo
dentro de la naturaleza y se establece como hecho interior
del ser humano, se hace el co-sujeto de nuestra vida en
Cristo, más íntimo que nosotros mismos. «Por el Espíritu
Santo toda la creación se renueva en su condición prime-
ra» 3 , en su verdad inicial y última, lo cual hace ver en la
Iglesia el icono de la unidad diversa de la Trinidad, y en
todo hombre un icono vivo, imagen de Dios.
El Ofició dominical.
207
«El Espíritu Santo es el gran Doctor de la Iglesia», dice
san Cirilo de Jerusalén 4 , Doctor, pues es Él quien garantiza
y asegura el charisma veritatis certum de la Iglesia. Un Con-
cilio es ecuménico porque el Espíritu de la Verdad, por
boca del Pueblo de la Iglesia, ha identificado este Concilio
en Cristo-Verdad. Como respuesta a la epíclesis del rito de
la santificación del icono, el Espíritu de Belleza ha identifi-
cado la semejanza con Cristo y de la imagen ha hecho el
icono, la Belleza contemplada del Verbo. «El Espíritu y la
Esposa dicen: 'Ven, SeñorV La epíclesis del Reino es la
que introduce en las bodas místicas de Cristo con la Igle-
sia, pero también en las bodas místicas de Cristo con toda
alma, personalmente, nominativamente. El icono de la
Déesis se abre sobre esta visión ante la cual toda palabra se
detiene para dejar el puesto al silencio del Verbo, al fulgor
de su Luz sin ocaso.
La oración de la santificación del icono dice: «Señor,
Dios, Tú has creado al hombre a tu imagen, la caída la ha
empañado, pero por la Encamación de tu Cristo hecho
Hombre, la has restaurado y así has restablecido a tus
santos a su primera dignidad. Venerándolos, veneramos
tu imagen y tu semejanza, y, a través de ellos. Te glorifica-
mos como su Arquetipo». Si la conciencia dogmática afir-
ma la verdad del icono en función de la Encamación, ésta
está condicionada por la creación del hombre «a imagen
de Dios», por la estructura ¡cónica del ser humano. Cristo
no se encama en un elemento extraño, heterogéneo, sino
que vuelve a encontrar su propia imagen celeste y arquetí-
pica, pues Dios ha creado al hombre mirando la humani-
dad celeste del Verbo (1 Cor 15, 47-49), preexistente en la
Sabiduría de Dios.
A XVI Catey. Mistagógica.
208
En su divinidad el Hijo es la Imagen consustancial del
Padre, en su humanidad Cristo es el icono de Dios: «El
que me ha visto, ha visto al Padre»; las dos naturalezas en
Cristo, divina y humana, se remontan a su única Hipósta-
sis y por lo tanto a la única Imagen, pero que se expresa de
dos formas diferentes. La imagen es una, como la Hipósta-
sis es una, pero esta unidad salvaguarda la distinción de
lo increado y lo creado.
Contra la indigencia de un espiritualismo excesivo, hay
que afirmar que en Dios la ausencia de la imagen sería una
falta de plenitud. Dios es la Forma de toda forma, el Icono
de todo icono, el Arquetipo omnicontinente. La apófasis
no es una pura negación, quiere decir que Dios es un Me-
ta-Icono, según la terminología de Dionisio, un Hiper-Ico-
no. Los iconoclastas muestran una extraña insensibilidad
hacia el realismo sagrado del ser, una ruptura docética
entre lo espiritual y lo encamado. En presencia del simbo-
lismo icónico, acentúan lo vertical apofático y rompen el
equilibrio perdiendo su coordenada horizontal catafática,
y, por otra parte, su racionalismo intransigente los cierra a
la captación del verdadero simbolismo.
La sola vía negativa es insuficiente. Efectivamente, se-
gún san Gregorio Palamas, «sólo es una intelección de lo
que parece diferente de Dios; no lleva la imagen de lo
inexpresable» 5 . Ahora bien. Dios está por encima de toda
afirmación, pero también por encima de toda negación, lo
que significa en último término un sí apofático. Palamas
sintetiza el personalismo de la Teognosia patrística. Dios
es incognoscible, radicalmente transcendente en su esen-
cia, pero es experimentable en cuanto Existente, presente
s Tríadas,, 1, 3, 19.
209
en sus energías que la Encarnación hace inmanentes al ser
entero del hombre.
La visión cara a cara del siglo futuro, según san Anasta-
sio el Sinaíta, será la visión de la Persona del Verbo encar-
nado. Por eso la afirmación fundamental de los Padres
precisa que no es la naturaleza divina ni la naturaleza hu-
mana, sino la Hipóstasis de Cristo la que nos aparece en los
iconos. De este modo, el culto de los iconos inaugura la
visión del Octavo Día. Según Teodoro Studita, la imagen
siempre es diferente del prototipo en cuanto a la esencia,
pero le es semejante en cuanto a la Hipóstasis y al Nombre.
«Cristo es la imagen de Dios invisible, el primogénito
de la creación» ( Col 1, 15). Ahora bien, incluso los prime-
ros defensores del icono separaban de manera simplista
las dos naturalezas y situaban lo visible en la humanidad
de Cristo y lo invisible en su divinidad. Pero la imagen no
se divide según las naturalezas, pues se remonta a la Hi-
póstasis en su unidad. Una Hipóstasis en dos naturalezas
significa una Imagen en dos modos: visible e invisible. Lo
divino es invisible, pero se refleja en lo visible humano. El
icono de Cristo es posible, verdadero y real, ya que su
imagen según el modo humano es idéntica a la imagen
invisible según el modo divino -las dos constituyen los
dos aspectos de la única Hipóstasis-Imagen- Según san
Juan Damasceno, las energías de las dos naturalezas, de lo
creado y de lo increado, se compenetran. En la unión hi-
postática, la humanidad deificada de Cristo participa en la
gloria divina y nos hace ver a Dios. La pericoresis cristoló-
gica -intercambio de idiomas- evoca la misma y recíproca
penetración de las dos naturalezas y explícita el misterio
de la única imagen según los dos modos de sus expresio-
nes, hasta el punto de que es la humanidad de Cristo la
imagen de su divinidad; una vez más: «El que me ha visto,
ha visto al Padre», no a Dios sino al Padre, pues el Hijo es
210
la imagen del Padre y, por ello, la expresión de la Trini-
dad; de esta manera la única Hipóstasis posee la única
Imagen-Icono con dos modos de expresión: vista por Dios
y vista por el hombre.
En el momento de la Transfiguración, «a la medida de
su receptividad, los discípulos han visto tu gloria», canta
el oficio, subrayando que esta visión presupone un don
que transfigura la vista. «La imagen de Dios invisible», la
única realidad teándrica en la Hipóstasis del Verbo encar-
nado se manifestaba a los discípulos; esta visión tabórica
es la que condiciona y fundamenta dogmáticamente el ico-
no de Cristo y el icono en general.
El icono surge también de la teología bíblica del Nom-
bre. El Nombre de Dios es su icono oral, no se puede
«pronunciar en vano», pues Dios está presente en su
Nombre. La «oración de Jesús» está arraigada en esta no-
ción bíblica. En el rito de santificación, el hecho de «nom-
brar» al icono: «Esta imagen es el icono de Cristo» y «este
icono está santificado por el poder del Espíritu Santo»,
significa que la «semejanza» afirmada sacramentalmente
confiere al icono el carisma de la presencia inherente al
Nombre. Los iconos del mismo Prototipo, y sobre todo de
Cristo, son innumerables, pero el único Nombre los identi-
fica, cada uno es uno de sus aspectos. La eucaristía opera
el cambio de la materia de este mundo en realidad celeste
y transcendente. El ritual del icono no opera ninguna me-
tamorfosis, sino que identifica el icono con su propia reali-
dad de semejanza, con el Nombre dibujado, como su lugar
y el centro energético de su irradiación.
La «materia» del ritual no es la «lámina» sino la «seme-
janza» que remite al icono «no hecho por mano de hom-
bre». Tras la Ascensión, Cristo, diciendo «Yo estoy con
vosotros hasta el fin del mundo», aparece en su Palabra
por la audición, en la eucaristía por la consumación, en el
211
icono por el encuentro orante. En efecto, la oración conser-
va todo su valor incluso sin icono, los grandes espirituales
en el desierto hablaban directamente con Dios. En la cum-
bre, incluso la oración se calla, «se ora más allá de la ora-
ción»; «cuando el Espíritu Santo desciende hay que dejar
de orar», aconseja san Serafín, pero para llegar a ella Dios
ofrece los medios de su gracia y el icono es uno de ellos.
Los iconoclastas citaban la palabra de san Gregorio Na-
cianceno: «la fe no está en los colores sino en el corazón».
Es una advertencia para evitar la superstición y la idola-
tría. Se adora a Dios «en espíritu y en verdad». Pero el
hombre es la imagen de Dios precisamente en la estructu-
ra misma de su espíritu y por eso piensa, contempla,
«imagina» y crea la belleza, sus símbolos y sus iconos. «En
verdad» puede de esta forma designar el Arte sagrado
imantado por la Belleza transcendente. Dios se viste de
Belleza y hace de ella el lugar de su Advenimiento, Arque-
tipo de todas las bellezas del mundo terrestre y celeste.
Es evidente que el icono está en el punto opuesto a la
imagen naturalista y a la apariencia camal. El cuerpo es la
forma del espíritu y todo arte verdadero penetra «detrás
del velo» de los fenómenos para traducir el contenido es-
piritual, el logos. Los grandes pintores decían: «hay que
pintar la realidad tal y como se presenta, pero también un
poco tal como no es». Serov, haciendo un retrato, decía de
vez en cuando: «ahora, hay que equivocarse en algún si-
tio» 6 ...
Un iconógrafo, trazando el rostro humano de Dios,
transpone la visión de la Iglesia, pues es así como la Igle-
sia contempla el Misterio de Dios. Este arte es sinergético,
el Espíritu- Iconógrafo divino inspira al hombre. En efecto,
* Karsavine, Reflexiones sobre el Arte, «E3 Mensajero», n° 68-69, 1 963.
212
todos los iconos de Cristo dan la impresión de una seme-
janza fundamental, se la reconoce inmediatamente, pero
esta semejanza no es retratística. Justamente, no es la indi-
vidualidad humana sino la Hipóstasis de Cristo la que se
revela a cada iconógrafo de una manera única, eclesial y
personal a la vez, como los aspectos múltiples de las apari-
ciones del Resucitado. La Iglesia conserva en su memoria
la única Santa Faz «no hecha por mano de hombre» y
existen tantas Santas Faces como iconógrafos. Dionisio su-
braya este carácter misterioso de la Faz: «Rostro de rostros
y rostro de lo Inaccesible...»
La canonización de los iconógrafos erige el Arte sagra-
do en camino de santidad, y, por otra parte, su visión,
esencialmente carismática y al mismo tiempo eclesial, hace
del icono un «lugar teológico» y por lo tanto una de las
fuentes de la teología. Si en Occidente es el dogmático el
que informa y guía al artista, en Oriente es el dogmático el
que se informa y se instruye viendo a un verdadero iconó-
grafo.
213
CAPITULO IX
Los cánones y la libertad creadora
Por boca de los Concilios y el ministerio de los obispos,
la Iglesia vela por la autenticidad del «arte divino». «No
ha sido inventado por los pintores; muy al contrario, es
una regla confirmada y una tradición de la Iglesia» 1 . El
Concilio in Trullo o Quinisexio, en 692, formula las reglas 2 y
de este modo da un criterio seguro para juzgar el valor
iconográfico de una imagen. El Concilio de los Cien Capí-
tulos, en 1551, obliga a los obispos a velar «cada uno en su
diócesis con cuidado y atención infatigables para que los
iconógrafos se abstengan de fantasías y sigan la tradición...
A aquel al que Dios ha privado del don, que se le prohíba
la pintura de los iconos... El icono de Dios no debe ser
confiado a aquellos que lo desfiguran y lo deshonran» 3 . El
arte y el talento, aunque son necesarios, no bastan. Se re-
quería una tercera condición: la santidad de vida, un alma
de artista purificada por la ascesis y la oración y potencia-
da por una facultad contemplativa.
1 Mansi XIII, 252 C.
2 Los cánones 73, 82, 100. El Concilio prohíbe después de la Encarnación «las
figuras y las sombras», el Cordero, el Pez, etc., que deben dejar sitio al rostro
'humano de Cristo.
3 Capítulo 43. Ver Dua IHSNK, /./ Sloglav , París, 1 920.
215
Un icono nunca puede descender por debajo de un
cierto nivel artístico, es su mínimo instrumental. Lugar
teológico, es también alabanza, canto, poesía en colores. El
iconógrafo debe poseer el sentido de los colores, el oído
para la consonancia musical de las líneas y las formas, una
maestría perfecta sobre los medios para poder describir el
cielo. Por encima de este nivel se abre lo ilimitado de la
visión inspirada. Sin embargo, nunca es el icono lo bello,
sino la Verdad que desciende a él y se viste con sus for-
mas. Todo terminado, desde el punto de vista matemático,
constituye la relación de dos infinitos. Del mismo modo,
todo icono relaciona dos infinitos: la luz divina y el espíri-
tu humano.
El Concilio de los Cien Capítulos 4 eleva el icono de la
Trinidad de Rublév a la categoría de modelo, de ejemplo a
seguir por todo icono trinitario; sin embargo no es más
icono que cualquier otra composición consagrada a la mis-
ma función de intercesión y de presencia. Por el contrario,
una penetración contemplativa y expresiva original del
misterio pertenece por entero al genio personal de un ico-
nógrafo. En presencia de las obras de Rublév, todos de-
cían: «Vemos los cielos abiertos y los esplendores de la
Divinidad». La crónica de la época cuenta que Andrés Ru-
blév, llamado el «muy semejante», y su compañero y ami-
go Daniel pasaban sus raros ratos de ocio ante los antiguos
iconos, «llenos de gozo divino» y perdidos en una contem-
plación incesante 5 . Tras su muerte, Rublév se aparece a
Daniel, irradiando todos los colores de sus iconos e invitándolo
a que lo siguiese con gozo «en la felicidad infinita», esta
felicidad de la cual la «Trinidad» de Rublév nos propor-
ciona ya un sabor anticipado.
* Capítulo 41.
5 Ver Respuestas del venerable José de Volokolamsk, San Petesburgo, 1 847.
216
La Tradición de la Iglesia cultiva el estilo y el gusto con
un refinamiento infalible. El canon iconográfico precisa los
grandes principios relativos a 1a forma y al contenido. En-
contramos así breves observaciones en los podlinniki (tex-
tos auténticos), manuales que servían de guía a los
iconógrafos. Algunos eran «ilustrados» y presentaban los
modelos esquemáticos de las composiciones tradicionales;
otros, «explicativos», contenían preceptos técnicos. Ense-
ñaban la preparación de los barnices, la fijación de los
colores, y sobre todo del oro, la representación de ciertos
detalles simbólicos, los atributos de los personajes, el or-
den de las pinturas en una iglesia.
Los iconos se ejecutan sobre una lámina de madera, a
menudo de ciprés. Se agujerea una superficie plana, lige-
ramente hacia atrás; los bordes en relieve forman un cua-
dro natural. Sobre el fondo, se pone una mano de goma y
por encima un trozo de tela que se cubre con una capa de
polvo de alabastro, soporte resistente de la pintura. Sobre
esta base el artista pintará sirviéndose de colores proce-
dentes en la medida de lo posible de polvos naturales
mezclados con yema de huevo. Cuando la pintura está
terminada, se aplica por encima una capa protectora, com-
puesta del mejor aceite de lino. A este aceite se suman
diferentes resinas, como el ámbar amarillo. Este barniz
empapa los colores y hace una masa homogénea dura y
resistente. Detiene en su superficie las motas de polvo, lo
cual le da, con el tiempo, un tono parduzco. Si se le quita,
los colores aparecen por debajo con su esplendor original.
Todo lo que proviene de una fabricación industrial está
considerado como insuficientemente puro para el arte di-
vino. Así, por ejemplo, el comercio de iconos reproduci-
dos en serie sobre papel está contra las reglas y fue
prohibido por el Concilio de 1667 y el patriarca Joaquín.
217
Los manuales sólo son una útil documentación; por
otra parte, no fueron ampliamente difundidos hasta los
siglos XVI, XVII y XVIII, cuando el conocimiento de la
tradición comenzaba a debilitarse. Lo esencial se encuen-
tra en la enseñanza directa y la transmisión oral del maes-
tro a los discípulos. El conservadurismo pronunciado de
la tradición se explica por la visión eclesial del mismo tema,
de ahí la gran estabilidad de las formas, que caracteriza en
general el dominio de los símbolos. La iconografía no es
un juego libre de la imaginación, sino la lectura de los
arquetipos y la contemplación de los prototipos. No obs-
tante, sería completamente incorrecto tomar las reglas por
leyes inmutables corriendo el riesgo de fijar el arte. La
espontaneidad nunca ha sido reprimida ni parada la savia
creadora. La aparente rigidez es la expresión inevitable-
mente convencional de lo transcendente; ésta preserva del
subjetivismo expresionista de los románticos; las obliga-
ciones del ritmo contribuyen a la claridad de la expresión
y a su pleno poder; el lirismo del sentimiento, filtrado por
las progresivas depuraciones, se eleva a un sublime des-
pojamiento. Si se comparan iconos que tienen la misma
composición y el mismo tema, llama la atención el hecho
de que, a pesar de su semejanza, no se encuentra uno que
copie servilmente a otro. Nunca se han encontrado, en
épocas de expansión de este arte, dos iconos absolutamen-
te idénticos. Cada escuela y cada icono llevan su propio
sello.
Los maestros seguían la tradición de forma natural, sin
ni siquiera ser conscientes y sin sentirla nunca como un
obstáculo para su poder creador. ¿Se puede decir que un
pintor sea esclavo de su modelo? Ellos trataban muy libre-
mente todos los tipos iconográficos que habían recibido
como herencia. Sin dejar nunca los cuadros canónicos, mo-
dificando el ritmo de la composición, los contornos, las
218
líneas largas o cortas, el reparto de los colores, los aspectos
únicos para cada artista, llegaban sin dificultad a dar un
aire de novedad a cada una de sus obras. Daban a las
formas tradicionales un carácter muy personal, y así per-
manecían fieles al espíritu mismo de la tradición que siem-
pre es vida floreciente, progresión creadora, visión de lo
que no se ve dos veces. Basta con comparar la evolución
del icono de la Trinidad y su terminación por el genio tan
audaz de Rublev.
219
CAPITULO X
El arte divino
Todo arte es un sistema de expresión, un lenguaje par-
ticular cuyos elementos se relacionan con el sentido como
las palabras de una frase lo hacen con el pensamiento. En
último término, y éste es el caso del icono, el contenido, el
mensaje secreto, es expresión del más allá. Su luz ilumina
el destino del mundo, evoca la unión escatológica de lo
terrestre y de lo celeste. A través de la imperfección empí-
rica, el icono sugiere la perfección en filigrana, recuerda al
hombre que está hecho a imagen de Dios, ángel terrestre y
ser uraniano en su vocación original.
La crisis actual del arte sagrado no es estética, sino reli-
giosa. Si existe aún, en nuestros días, un fundamentalismo
teológico que hace de la Biblia un Corán y, en el otro
extremo, un cientifismo exegético que la desmitifica hasta
el extremo, es una crisis de crecimiento del mundo con-
temporáneo, y la sensibilidad aún sigue estando en la bús-
queda de su equilibrio. En los dos casos, el iconoclasmo
generalizado, el rechazo del icono, proviene de la pérdida
progresiva del simbolismo litúrgico y del abandono de la
visión patrística.
El realismo del ser y de su transfiguración deja sitio a lo
«bello» estético en donde el mensaje secreto se borra ante
el elemento puramente narrativo. El arte pierde el lazo
221
orgánico entre el contenido y la forma y, como el conoci-
miento, se separa de la contemplación mística y se hunde
en la noche de las rupturas. A falta del arte sagrado de
ayer, ya no hay más que obras de arte de tema religioso.
El arte profano sigue las leyes ópticas que echan su red
sobre las cosas, las coordina para constituir una visión ho-
mogénea de este lado de acá. Sus principios son función
de un mundo decadente, de su estado de exterioridad, de
separación, de distancia, de aislamiento. Para expresarse,
establece la unidad de acción, y por lo tanto la red del
tiempo; la unidad de la perspectiva, la red del espacio;
una barrera formada a priori se interpone entre el ojo y las
cosas. Es un «punto de vista» lleno de ilusión óptica, útil
para la vida corriente, pero que no es la visión total, la del
«ojo de la Paloma». La «profundidad» artificial del cuadro
por el juego óptico de las líneas que convergen alejándose
constituye la superchería más curiosa.
Los iconógrafos no ignoran las «técnicas», incluso las
más modernas, pero nunca hacen de ellas la condición de
su arte. Este es totalmente insensible a la realidad material
tal como se presenta a la óptica habitual, impone al espec-
tador sus propios principios, le enseña la verdadera vi-
sión. Es toda una ciencia espiritual, una inmensa cultura
que hace sentir, casi «palpar», la «llama de las cosas».
Así las relaciones entre las dimensiones reales de los
seres y las cosas no entran de ninguna manera en un ico-
no, pues no copia la naturaleza. Hace ver las ciudades a
vuelo de pájaro, y, en lugar del paisaje, sugiere la presen-
cia esquemática del cosmos, más a menudo por medio de
formas geométricas, las gradas superpuestas y escarpadas
de una roca estirándose hacia lo alto. Un juego surrealista
pone en tela de juicio la falsa seguridad de las arquitec-
turas de este mundo; una sabia abstracción libera de la
pesadez y conduce a una figuración paradójica de lo trans-
222
figurado. Estas formas de una arquitectura fantasista o de
un cosmos esquematizado, plantas y animales estilizados
según su esencia paradisíaca, no tienen valor en sí mis-
mas, hacen suyas las actitudes de los personajes, refuerzan
su significado y muestran la sumisión al espíritu humano
del plano material interiorizado. La materia está muy vi-
va, pero está como inmovilizada, recogida, para prestar
atención a las revelaciones.
El icono descosifica, desmaterializa, aligera pero no
desrealiza. El peso y la opacidad de la materia desapare-
cen, y líneas doradas, finas y apretadas, penetrantes como
rayos de la energía deificante, espiritualizan los cuerpos.
El homo terrenus se vuelve homo caelestis, ligero, ágil y ala-
do. La desnudez se cubre y suprime el culto clásico del
cuerpo bello. El cuerpo se viste, se esconde, el misterio de
su transfiguración se adivina a través de los pliegues so-
brios de los vestidos. La anatomía natural expresamente
deformada, al igual que la aparente rigidez, no hacen más
que subrayar el poder interior que los anima. Es el rostro
el que expresa el espíritu, es el hombre «interior» el que
aflora y se encuentra representado. Unas desviaciones in-
tencionadas y admirablemente medidas muestran el desa-
pego hacia las formas terrestres. Vemos figuras delgadas y
alargadas de una elegancia y gracia extremas. Los pies son
demasiado pequeños, las piernas flacas y casi débiles; so-
bre cuerpos rígidos se levantan cabezas minúsculas y gra-
ciosas. Los cuerpos, de una esbeltez acentuada, y como
flotando en el aire o fundidos en el oro etéreo de la luz
divina, pierden su carácter camal. Es un universo aparte,
renovado, habitado por las energías divinas y seres con
rostro de eternidad, mudos por la epéctasis, un universo
que se dilata sin límites en los espacios celestes del Reino.
La simetría frecuente designa el centro ideal al cual to-
do está sometido. Los cuerpos siguen las líneas de las bó-
223
vedas del templo y sufren modificaciones sabias, cuando
hace falta se alargan y se lanzan hacia el punto central. El
Cristo Pantocrátor y la Virgen del ábside no estropean de
ninguna manera el conjunto, pues su grandeza está en la
escala transcendente de Dios. Es la unidad en lo múltiple,
la catolicidad del Reino que concuerda todo en sinaxis
litúrgica.
El icono trata el espacio y el tiempo con una total liber-
tad, dispone a su gusto todos los elementos de este mundo
y deja lejos, tras él, todas las audacias de la pintura moder-
na. Puede invertir la perspectiva y hacer culminar en un
solo punto todos los tiempos y todos los lugares. Todo se
despliega fuera del espacio-prisión, la posición de los te-
mas y su grandeza dependen de su valor y de su significa-
do propios. Todo objeto se presenta como un sujeto
conocido en sí mismo. Según la necesidad, los personajes
del segundo plano pueden ser más grandes que los que
aparecen en escena. La ejecución plana ofrece la libertad
de disponer cada parte en función de sí misma salvaguar-
dando el ritmo propio de la composición.
La escultura modela en tres dimensiones la desnudez y
las formas bellas, aunque no traduce tan fácilmente como
la pintura de dos dimensiones aparentes la otra dimen-
sión, la de la transcendencia, del misterio y de lo infinito.
El milagro de la escultura románica y gótica es expresar
admirablemente lo que no está sometido a las leyes de la
pesadez, transformar lo táctil en visual, espiritualizar la
piedra. Pero no se puede negar que la pintura es más apta
para hacer sentir lo transcendente del espacio celeste. En
Oriente, la escultura ha sufrido una decadencia rápida y el
icono ha sustituido a la estatua. En el mosaico, el centelleo
hace vibrar el todo y se puede sentir el palpitar de la vida
en una atmósfera que posee la profundidad del cielo,
cuando el fondo es azul, o resplandeciente como sol, cuan-
224
do el fondo es de oro. El mosaico, el fresco, el icono hacen
aparecer el más allá del espacio penetrado por un misterio
silencioso, pero lleno de vida y de movimiento. ¿Quién no
ha sentido una verdadera embriaguez ante las maravillas
de Rávena?
Así el iconógrafo trabaja sobre el espacio celeste, sin
tener en cuenta la tercera dimensión, ni utilizar nunca el
claroscuro ni la profundidad fáctica, ni el volumen tangi-
ble de la escultura; el fondo de oro los reemplaza o incluso
el mismo movimiento de los cuerpos como en la pintura
egipcia. La muchedumbre está compuesta de cabezas de
igual tamaño, pero superpuestas, lo cual da una sensación
suficiente de masa.
El artista organiza su composición no en profundidad
sino en altura y subordina el conjunto a la superficie plana
de la tabla, suprimiendo así el vacío -horror vacui-. Con un
arte consumado, instala a sus personajes en las dos dimen-
siones de la lámina. Las figuras se mueven con una facili-
dad sorprendente y se deslizan, por decirlo así, a lo largo
de la superficie, en el eje vertical, o por el contrario, gravi-
tan partiendo de la superficie, parece que la abandonan y
avanzan hacia el que las contempla. El artista encuentra la
relación perfecta entre los contornos de los seres y el espa-
cio libre, sorprendentemente aéreo. Los cuerpos conservan
su justo y necesario realismo para marcar su punto de
partida en este mundo y lanzarse enseguida hacia lo alto.
Sobre una superficie, la yuxtaposición de los colores y
manchas claras da las distancias; el rojo, por ejemplo, acer-
ca más que el azul. Del mismo modo, para el tiempo, no
existe un orden cronológico. La yuxtaposición de las esce-
nas sigue el orden interior del «tiempo redimido». Los
episodios se asocian según su sentido y la exigencia espiri-
tual, lo que hace comprender por qué la composición nun-
ca está encerrada entre paredes. La acción se desarrolla
225
fuera de los límites del lugar y del tiempo, es decir, en
todas partes y ante cada uno. Si hay que señalar que la
escena se sitúa en el interior, ésta se evoca esquemática-
mente en el trasfondo y se representa por una especie de
toldo suspendido entre las paredes. De esta manera el ico-
no nunca es una «ventana hacia la naturaleza» ni hacia
ningún lugar, sino una abertura libre al más allá bañado
por la luz del Octavo Día.
Esta manera de representar cada escena bajo una forma
«abierta» muestra que todo está sometido al todo y que
todo es inmanente al todo. La plena inteligencia de un
icono presupone un saber leer el conjunto, pues el icono
de una fiesta contiene todas las fiestas. La Natividad, por
ejemplo, habla de todos los acontecimientos de la vida del
Señor y hay que captar bien su mensaje omnicontinente.
La perspectiva «académica» es un producto del Renaci-
miento. El cono óptico entre el objeto y el ojo determina
un centro de perspectiva donde las líneas se encuentran y
que se sitúa, para la mirada, en la línea del horizonte. Los
objetos alejados parecen más pequeños, todo está propor-
cionado a la distancia y da una sensación de profundidad.
Ambrosio Lorenzetti, Brunelleschi, Giotto, Duccio, Masac-
cio, Uccello -el «loco de la perspectiva»-, la trabajan e
introducen en sus obras. La idea de volumen está presente
siempre en la manera de tratar las cabezas o los pliegues
de los ropajes. Es un sistema científico, matemático, para
representar un objeto en el espacio. Se calcula la distancia
y la grandeza relativa pero exacta de los objetos.
En la iconografía la perspectiva a menudo se invierte.
Las líneas se dirigen al sentido contrario, el punto de pers-
pectiva no está detrás del cuadro, sino delante. Es el co-
mentario iconográfico de la metanoia evangélica. Se puede
captar su efecto, pues pone su punto de partida en el que
contempla el icono y entonces las líneas se acercan al es-
226
pectador y dan la impresión de que los personajes van a
su encuentro. El mundo del icono se vuelve hacia el hombre.
En lugar de la visión dual de los ojos camales, según el
«centro de perspectiva» del espacio caído en donde todo
se pierde en la lejanía, es la visión, con el ojo del corazón,
del espacio redimido la que se dilata en el infinito y en
donde todo se reencuentra. El centro de perspectiva encie-
rra el punto que acerca, dilata y abre. Los personajes se
desplazan de iquierda a derecha, hacia Oriente, dirección
natural, como hace la mano que escribe.
Las formas hábilmente hechas inhabituales evocan una
transfiguración en acto, el mundo en vía de convertirse en
«cosmos», belleza gozosa de la «nueva criatura». Las for-
mas hacen sorprendentemente cercanas la dimensión espi-
ritual y la profundidad del espíritu. De «prisión para el
alma», el cuerpo se vuelve templo. Está ligeramente traza-
do, se le adivina más bien por los vestidos, que forman
pliegues sobrios; su casi-sequedad de línea no dirige la
atención sobre la anatomía, sino que hace sentir el cuerpo
deificado, celeste. Incluso la desnudez sobre los iconos se
muestra como un vestido de gloria, sin desvelar la carne,
sino revelando la corporeidad espiritual. Un santo se viste
de espacio luminoso y de una desnudez anterior a la caí-
da.
Desde la Encamación del Verbo, todo está dominado
por el rostro, el rostro humano de Dios. El iconógrafo co-
mienza siempre por la cabeza, y ésta es la que da la di-
mensión y posición del cuerpo y regula el resto de la
composición. Incluso los elementos cósmicos a menudo
toman la figura humana, siendo el hombre el verbo del
mundo. Los ojos agrandados, de mirada fija, ven el más
allá. El rostro se centra en la mirada, el fuego celeste lo
ilumina desde el interior y el espíritu es el que nos mira.
Los finos labios están privados de toda sensualidad (pa-
227
siones y gula), están hechos para cantar la alabanza, con-
sumir la eucaristía y dar el beso de la paz. Las orejas alar-
gadas escuchan el silencio. La nariz sólo es una curva muy
fina; la frente es larga y alta, su ligera deformación acentúa
el predominio de un pensamiento contemplativo. El tono
oscuro de los rostros suprime cualquier nota camal y na-
turalista.
La posición frontal no distrae la vista por el dramatis-
mo psíquico de la postura y del gesto. El perfil interrumpi-
ría la comunión, iniciaría la huida, pronto se volvería
ausencia; el cara a cara sumerge la mirada en la del espec-
tador, la acoge y establece inmediatamente un lazo de co-
munión. «Que toda carne se calle», la inmovilidad de los
cuerpos, sin ser nunca estática, concentra todo el dinamis-
mo en el rostro revelando el espíritu. Esta inmovilidad
exterior es muy particular, pues es ella la que crea la fuerte
impresión de que todo se concentra y vive en el interior:
«Uno se eleva por el simple hecho de haber llegado»; «el
pozo de agua viva», «el movimiento inmóvil» -el icono
ilustra admirablemente estas paradojas del lenguaje místi-
co allí donde toda palabra, toda descripción, se detienen,
impotentes-. El plano material parece recogido a la espera
del mensaje; sólo la mirada traduce toda la tensión espiri-
tual y la resuelve en transparencia. Toda inquietud, toda
preocupación, toda fiebre de gesticulación se desvanecen
ante la paz interior. El icono hace ver al homo coráis abscon-
ditus, «al hombre escondido en el fondo del corazón» del
que habla san Pedro (1 Pe. 3, 4). Por el contrario, los demo-
nios y los pecadores presentan el perfil típico de la huida,
y manifiestan la mayor agitación e incapacidad para con-
templar. Del mismo modo, el lado anecdótico, narrativo,
se reduce simplemente a una llamada. Los mártires no
llevan los instrumentos de su suplicio, pues están por en-
cima de la historia terrestre; están presentes, pero de otra
228
manera. Todo el realismo de la historia está salvaguarda-
do cuando ésta se hace símbolo de su propia profundidad
noumenal. Un santo está ya en el más allá, pero toda su
vida terrestre palpita en él con un dinamismo despojado
de lo inútil y centrado sobre lo único necesario.
Los iconógrafos son los grandes maestros del dibujo. El
solo sentido místico no reemplaza de ninguna manera la
ciencia consumada de los colores y las formas. Los contor-
nos son claros y puros y de una nitidez extrema. Varían la
línea hasta el infinito, pero ésta sigue siendo siempre má-
ximamente precisa; el trazado «continuo» se asocia al rit-
mo. Un contorno negro bien acentuado destaca del
contexto y subraya el valor propio de la figura. Maestros
de la composición, estos artistas son poetas y cantores del
colorido. Los colores radiantes y exultantes no son nunca
ni apagados ni sombríos. Todo color es llevado a su extre-
ma saturación y ofrece una plena gama cromática. Salvo
algunos (el oro, el púrpura, el azul celeste), pueden cam-
biar según el tema, la escuela y el sentido de la composi-
ción. Sorprenden, se hacen sonoros y conmueven por su
alegre densidad. Parecen resonar como vasos de cristal
con el choque ligero de un dedo invisible. La materia colo-
reada con azules profundos y rojos ardientes -los de una
llama en plena combustión- se mezcla con una radiación
que nos abre a lo invisible. Todos los colores del arco iris
culminan en el oro puro del Mediodía resplandeciente y
en la blancura cegadora del Tabor 1 y constituyen una ver-
dadera mística solar. El cielo físico traduce el cielo trans-
cendente de las energías divinas. Los tonos azul pálido,
rojo bermejo, verde claro, pistacho, azul de ultramar, púr-
1 Los iconos, en A, Rublcv sobre todo, consiguen perfectamente el más difícil
color blanco. Destacableya en los frescos de Pompcy a, no es muy accesible para
la pintura moderna. Renoir decía que su ideal sería poder pintar una toalla
blanca.
229
pura o escarlata forman múltiples matices que se corres-
ponden y, en su tornasol infinito, reflejan la luz divina. La
Transfiguración, la Resurrección, la Ascensión relucen por
el oro, color del Cristo glorificado, rayos tenues que tejen
una transparencia; pero allí donde la humanidad de Cristo
se sitúa en primer plano, la kenosis, que oculta la divini-
dad bajo el aspecto de servidor, está representada con
otros colores. Cada uno esconde un sentido preciso que,
aunque no sea inmediatamente evidente para todos, se
deja descubrir.
El icono de la Sabiduría divina, como el sol de la maña-
na, lo ilumina todo con un color púrpura resplandeciente.
El rostro y las alas de san Juan Bautista de Novgorod refle-
jan este color de fuego, simbolizando en el Precursor el
alba que anuncia el Día del Señor. Todo lo que representa
el Reino y la Gloria está cubierto con rasgos finos y ligeros
y una lluvia de oro, oro vivo, cálido, pneumatizado y casi
móvil. Los ángeles que deslumbran con su blancura -«se-
gundas luces»- refractan la luz tabórica. El sol del cénit lo
inunda y penetra todo con sus flechas fulgurantes; el res-
plandor del más alia se posa sobre todo y le da un sentido
eterno por la refracción multicolor y el brillo dorado de su
luz.
Por medio de todos estos colores, la maternidad cósmi-
ca, como puro receptáculo, recibe las llamas del Paráclito.
La luz del primer día se resuelve en la armonía final de la
Ciudad luminosa del último día. De las cumbres de la
cultura humana, de todos sus iconos, el Espíritu Santo,
Iconógrafo y Espíritu de Belleza, está ya haciendo el Icono
del Reino. «A aquellos que conocen y reciben las visiones
en las formas y las figuras que el mismo Dios ha dado y
que los profetas han visto, a aquellos que salvaguardan la
tradición, escrita u oral, llegada desde los Apóstoles hasta
230
los Padres y que, por esta razón, representan en imágenes
las cosas santas y las veneran, memoria eterna » 2
} Synodikon griego, ofido del primer domingo de Cuaresma.
231
CAPITULO XI
La apófasis 1 o la vía ascendente
del icono
San Gregorio de Nisa 2 habla del «movimiento innato
del alma que la lleva hacia las cumbres de la belleza espiri-
tual», y san Basilio 3 del «deseo ardiente e innato de lo
bello». Esta concepción de la belleza explica la cultura tan
refinada del icono. Pero he aquí que el aspecto ascético de
la espiritualidad ortodoxa parece que viene a contradecir
esta cultura y a ponerla en tela de juicio.
Efectivamente, la Ortodoxia, místicamente sobria y des-
pojada hasta el extremo, es la más refractaria a toda imagi-
nación, a toda representación visual o auditiva, a toda
1 Apófasis (teología apofática): vía negativa, ascendente, de la contemplación teo-
lógica. Trasciende toda imagen y todo concepto hacia la plenitud inobjetivablc
e incognoscible de la Trinidad. Caláfasis (teología catafática): vía positiva, de-
scendente, del pensamiento teológico. Formula las manifestaciones, las «sali-
das» de Dios en sus Nombres y sus «energías». Energía designa el acto por el
cual Dios se manifiesta y su presencia entera en esta manifestación energética ,
nunca esencial, permaneciendo la esencia radicalmente transcendente. La teolo-
gía ortodoxa, sin separar nada en la absoluta simplicidad divina, distingue en
Dios: las tres Hipóstasis, la naturaleza o esencia y las energías. De acuerdo con
dos formas diferentes de existencia, Dios está enteramente presente en su esen-
cia, y también enteramente presente en sus energías.
7 P.C. 44, 161 C
3 PC. 31, 909 BC.
233
«ilusión» que pueda revelar la tentación de circunscribir la
divinidad a figuras y formas. La búsqueda ascética de la
«pasión impasible» depura la vía mística y rechaza sin
piedad toda fantasía , aparición, fenómeno visual o sensi-
tivo. Incluso el éxtasis «es propio, no de los perfectos, sino
de los novicios», afirma san Simeón 4 . «La fama miraculorurn
es propia, no de lo espiritual, sino de lo psíquico», precisa
Juan de Licópolis 5 . «Si veis a un joven novicio subir al
cielo por su propia voluntad, cogedle por el pie y retened-
lo en la tierra, porque eso no le sirve para nada» 6 . «No te
esfuerces en discernir durante la oración una imagen o
figura», aconseja san Nilo el Sinaíta 7 , y así resume la ense-
ñanza clásica de la ascesis oriental. Ahora bien, la Ortodo-
xia esja que ha creado el culto al icono, se ha rodeado de
imágenes y de símbolos y ha construido de una manera
rica y compleja el aspecto visible de la Iglesia. Ahí está la
verdadera cuestión. El hesicasmo palamita responde a
ello, tanto más cuanto que constituye el corazón mismo de
la Ortodoxia y acentúa el carácter antinómico inherente al
pensamiento oriental. Es posible que el desconocimiento
del icono en Occidente venga precisamente del desconoci-
miento del palamismo 8 .
Poderosa cultura del espíritu, «imagen conductora», el
icono se emparenta con la experiencia de los grandes espi-
4 P.G. 143,401 B.
5 Or ien ¡alia Chris liana, 120, 1939, p. 35.
4 Vitae Patrum X, 10,111.
7 P.G. 79, 1.193.
8 Doctrina de san Gregorio Palamas que sintetizó en el siglo XIV la teología
234
rituales, «teodidactas», «enseñados por Dios» 9 . En su cum-
bre, esta experiencia transciende hacia lo indescriptible y
lo indecible y postula una radical metamorfosis del ser
humano, su deificación. San Gregorio Palamas lo dice
cuando se refiere a los testigos de 1a Transfiguración: «la
luz no ha comenzado ni ha llegado a su fin; permaneció
incircunscrita e imperceptible a los sentidos, aunque fuese
contemplada por los ojos de los apóstoles... Por una trans-
formación de sus sentidos, los discípulos del Señor pasaron
de la carne al Espíritu » 10 . La luz tabórica no es sólo el objeto
de la visión, es también su condición: «Aquel que partici-
pa en la energía divina... se vuelve él mismo, de alguna
manera, luz; está unido a la luz, y con la luz ve lo que
permanece oculto a quienes no tienen esta gracia; así so-
brepasa los sentidos corporales y todo lo que puede ser
conocido [por la inteligencia]» 11 ... Se trata de la transmuta-
ción del hombre en luz 12 , y de la visión por el ojo divino a
la cual el hombre entero está adherido, cuando Dios se
mira en nosotros. Contrario a toda mística de desencama-
ción, el palamismo subraya que el hombre entero, vivo e
indivisible, el espíritu y el cuerpo espiritualizado, es el que
participa de las cosas divinas. Sin embargo, la experiencia
sigue siendo inexpresable: «las realidades del siglo futuro
no tienen apelación propia ni directa. Sólo se puede tener,
en lo que se refiere a ellas, un cierto conocimiento simple.
9 Se piensa que los primeros iconos de santos representaban a los estilitas, el
pueblo llevaba estas imágenes para tener ante los ojos un recuerdo constante de
la exigencia evangélica.
10 P.G. 151, 433 B.
11 San Gregorio Palamas, Homilía sobre la Presentación de la Santa Virgen en el
Templo , citado por el monje Basilio, Sem. Kond. Vil, p. 138.
12 San Gregorio Palamas, Hom. 53;San Máximo el Confesor P.G. 91, 1.125.
235
por encima de toda palabra, de todo elemento, de toda
imagen, color, figura o nombre compuesto cualquiera» 13 .
Como participante de la naturaleza de Dios (2 P 1 , 4), el
hombre participa de su carácter inconcebible. La inaccesi-
bilidad divina no solamente designa la debilidad natural
inherente al estado de criatura, sino también la insondable
profundidad de lo Transcendente. Dios está vivo y es li-
bre, y por eso es esencialmente misterioso por naturaleza.
Los que contemplan la luz divina ven a Dios como Miste-
rio. El palamismo sintetiza toda la teología mística ortodo-
xa en la distinción entre la esencia divina, incognoscible y
radicalmente transcendente, y la energía inmanente por la
cual Dios se hace realmente participable. El santo percibe
la existencia de Dios sin conocer no obstante su esencia.
Iconográficamente, las energías pueden ser comprendidas
como el último icono de la esencia divina inaccesible. Es la
luz visible de lo absolutamente invisible. La contempla-
ción se proyecta en la visión por encima de toda forma
sensible; no es la ausencia de la forma , sino el paso a lo que
podríamos llamar en la terminología de Dionisio el Areo-
pagita un Hipericono. Su luz sobrepasa los sentidos y la
inteligencia; inmaterial e increada, entrevista en el Monte
Tabor, será «el misterio del Octavo Día». Por alusiones,
pues toda palabra aquí es impotente, san Simeón el Nuevo
Teólogo sugiere más explicaciones: «Cuando llegamos a la
perfección. Dios viene bajo una derla imagen , pero una imagen
de Dios: pues Dios casi nunca aparece en una figura o un
vestigio cualesquiera, sino que se hace ver en su simplici-
dad, formada por la luz sin forma, incomprensible, inefa-
ble. Yo no puedo decir nada más. Sin embargo. Él se hace
ver claramente. Es perfectamente reconocible. Él habla y
oye de una manera que no se puede explicar... ¿Qué po-
13 San Isaac fj. Sirio, / iom. 1 1 .
236
dría yo decir de lo que es indecible? Lo que ni el ojo ha
visto, lo que ni el oído ha escuchado, ni ha comprendido el
corazón del hombre, ¿cómo podría expresarse con pala-
bras? Aunque hayamos adquirido y recibido todo esto en
el interior de nosotros mismos, por un don de Dios, no
podemos de ninguna manera medirlo con la inteligencia,
ni expresarlo con palabras» 54 . Es entrar en el «lugar de un
conocimiento sin imágenes ni cosas», dice san Máximo,
donde «la inteligencia se hace inmaterial» 15 .
Hay que comprender que la teología apofática, contra-
riamente al agnosticismo, constituye un modo particular
de «conocimiento por el desconocimiento». Es la tiniebla
divina concebida como una experiencia positiva de Dios
en cuanto Existente. Metanoih radical, inversión del intelec-
to, ésta no limita nada, pues sobrepasa todo límite hacia el
pleroma de la unión mística. Su contemplación se sitúa,
así, más allá del discurso; la suspensión de toda actividad
cognoscitiva catafática culmina en la hesichía, el recogi-
miento silencioso donde «la paz sobrepasa toda paz».
Justamente el icono «santifica los ojos de los que ven y
eleva la inteligencia a la teognosia » 16 mística. Por encima
del discurso, se sitúa la iluminación divino-modo, lo invisi-
ble, lo inaudible, lo indecible. La contemplación, en su tér-
mino, es de tipo unitivo, inefable y transdiscursivo, es
«generadora de unidad» 17 . La iconosofía lo ilustra admira-
blemente. El icono es una representación simbólico-hipos-
tática que invita a transcender el símbolo, a comulgar en la
hipóstasis, para participar de lo indescriptible. Es una vía
por la cual hay que pasar para sobrepasarla. No se trata de
14 Homilía XC.
15 P.G. 90, 1 .004 C.
16 Synodikon del Domingo de la Ortodoxia.
17 DIONISIO, De los nombres divinos, 701 B.
237
suprimirla, sino de descubrir su dimensión transcendente.
Encuentra la Hipóstasis e introduce en la experiencia de la
Presencia despojada de formas empíricas.
La vía negativa pura es una intelección de todo lo que
es diferente de Dios; no es suficiente, pues Dios está por
encima también de toda negación, incognoscible por natu-
raleza, misterioso en su esencia. Por eso su presencia «ge-
neradora de unidad» no se expresa ni en términos
positivos ni en términos negativos, simplemente está más
allá. «Formado por la luz sin formas... Dios viene bajo una
cierta imagen, no obstante, bajo una imagen de Dios... Se
hace ver en su simplicidad».
Por lo tanto el icono no conduce hacia la ausencia pura
y simple de la imagen, sino por encima y más allá de la
imagen, hacia el Hipericono indescriptible, y éste es su as-
pecto apofático, la apofasia iconográfica. El icono es la últi-
ma flecha del éros humano enviada al corazón del
Misterio: «El que contempla la luz divina, contempla el
misterio en Dios», dice san Gregorio Palamas. Una vez
franqueado este umbral, la «Belleza hipostasiada», el Mis-
tagogo divino, el Espíritu Santo, es quien contempla con y
en nosotros la luz de Dios. La palabra humana aquí ya
sólo puede hablar por el silencio. Para contemplar la «luz
sin crepúsculo», es necesario que el crepúsculo desaparez-
ca. A la flecha icónica, el Éros divino responde por su pro-
ximidad ardiente, pero indecible. El Tabor resplandece,
pero el silencio es el que lo descubre.
La catáfasis sola encierra una posible sarcolatría. La
apófasis sola haría del icono algo mudo y vacío. Pero la
teología apofática no es un simple no, su negación suprime
los «ídolos», pero posee su propio sí, aunque transcenden-
te e informulable, desbordando absolutamente toda afir-
mación positiva. A su luz, el icono aparece como la última
aclaración sobre el secreto de Dios. Cuando se dice «Padre
238
Nuestro que estás en el cielo» la liturgia invoca a Aquel que
está por encima del délo, Dios epouránion. Del mismo modo
el icono introduce en lo que está por encima del icono.
El mundo, seccionado de su raíz celeste e icónica, es
inexistente. Solamente la nada no es icono de nada, vacui-
dad metafísica absoluta. En cambio, toda la existencia visi-
ble es una «imagen hecha por la mano de Dios» y cuenta
sus mirabilia. Así como la psicología es inexistente sin el
alma y plantea la evidencia de ésta; así como toda liturgia,
toda epíclesis, ya es la respuesta de Dios y la manifesta-
ción de su Presencia, el icono es la evidencia resplande-
ciente del Reino.
La luz tabórica erige el icono en argumento iconográfico de la
existencia de Dios. En el aire enrarecido de las cumbres, el
argumento es más que válido, irresistible, pero solamente
para los que responden a la exhortación del Evangelio: «El
que tenga oídos que oiga...»
Desde el círculo del silencio, por encima del abismo
que rodea al Padre, una voz dice: Yo soy el que soy. Yo.
Este nombre esconde más de lo que revela, su gracia es la
de ser el icono en donde Dios está presente: «Tú que eres
inaccesible e indeciblemente cercano...»
El mundo es dudoso, pues es relativo; Dios es absoluta-
mente cierto, pues es absoluto. Ser relativo es existir en
relación con lo que no lo es. Unicamente en esta relación
iconográfica con lo Absoluto es donde el mundo encuen-
tra su propia realidad: ser icono, similitud y semejanza. El
hombre nunca podría inventar a Dios, pues no se puede ir
hasta Dios sino partiendo de Dios. Si el hombre piensa en
Dios, es porque ya se encuentra en el interior del pensa-
miento divino, es porque ya Dios se piensa en él. El hom-
bre nunca podría inventar el icono. Si el hombre aspira a
la Belleza, es porque ya está bañado por su luz, porque en
su misma esencia es sed de la Belleza y su imagen.
239
En el umbral de su existencia el hombre se ha unido a
la efigie divina. La imagen busca su Original divino, aspi-
ra a su Arquetipo, orienta al hombre, rompe su soledad:
«Allí donde el hombre está solo, yo estoy con él» 18 . El con-
tenido del pensamiento sobre Dios, su Nombre escrito, el
icono, no son un contenido solamente pensado o hecho
imagen, sino un encuentro, presencia inmediata, genera-
dora de unidad. Si el hombre aún no puede decir nada
sobre Dios, al menos puede decir Dios, Tú, Padre...
La evidencia o la certeza, en el sentido del Memorial de
Pascal, viene de la revelación. Para cualquier espíritu aten-
to, la presencia de Dios precede a toda cuestión y por esto
mismo la suprime. Por eso el Evangelio no deja de decir:
«El que tenga oídos que oiga», lo que supone también
seguramente: «El que tenga ojos que vea». La evidencia es
la luz cegadora proveniente de Aquel que está allí: ésta es
la evidencia del icono. No sólo refleja; Palabra dibujada,
también la pronuncia, evoca e invoca y se ofrece como
lugar a donde la Belleza divina desciende y desde donde
viene a nuestro encuentro.
«En tus santos iconos, contemplamos los tabernáculos
celestes y exultamos de gozo sagrado». Gozo, pues la Bi-
blia se abre con las palabras: «Que se haga la luz», y nos
dice: «Que el Espíritu Santo descienda», y se cierra con la
visión de la ciudad celeste, y nos dice: «Que se haga la
Belleza». El corazón humano se alegra, pues la Belleza
-que es «gracia sobre gracia»- transciende la justicia del
Juez hacia la Belleza misericordiosa del divino Filántropo.
El icono de la Déesis -Bodas místicas del Cordero-, como
un tríptico fulgurante, abre sus puertas a la Casa del Padre
18 Agraphon, palabra del Señor conservada por la Iradidón.
240
y a su Banquete de Gozo, Gozo de Belleza y de Verdad
eternas.
*
241
Cuarta Parte
Una teología de la visión
CAPITULO PRIMERO
El icono de la Santa Trinidad
de Andrés Rublév
Entre el ser y la nada no hay más principio de exist-
encia que el principio trinitario. Es el fundamento inque-
brantable que une lo personal y lo comunitario y da un
sentido último a todo. Cuando el pensamiento humano
recibe la Revelación, se crucifica para renacer en la luz
trisolar de la verdad absoluta. La imagen de Dios uno y
trino a la vez se erige en única norma de toda existencia.
Por eso la cristiandad ha sido requerida para reproducir
en su vida la realidad divina: «El hombre ha recibido la
orden de hacerse dios por la gracia», dice san Basilio, y,
según san Gregorio de Nisa, el cristianismo es una «imita-
ción de la naturaleza divina». La Iglesia absoluta de las
Tres Personas divinas se establece como imagen conducto-
ra de la Iglesia terrestre de los hombres, comunidad del
amor mutuo, unidad en lo múltiple, unidad de todas las
personas humanas en una sola naturaleza recapitulada en
Cristo.
El dogma enuncia: Tres Personas ( Hyfjostases ) y una so-
la naturaleza o esencia ( ousia ). Tres Personas consustancia-
les representan la unidad absoluta y la diversidad
absoluta. Están unidas no para confundirse, sino para con-
245
tenerse mutuamente. Cada Persona es una forma única de
contener la esencia idéntica, de recibirla de las Otras, de
darla a las Otras, y así de presentar a las Otras.
«Un solo Dios porque hay un solo Padre», según este
axioma patrístico; en un eterno movimiento de amor, el
Padre- Fuente presenta las personas del Hijo y del Espíritu
y les da lo que El es. «La mónada, dice san Gregorio Na-
cianceno, se pone en movimiento en virtud de su riqueza;
la diada ha sido superada... y la tríada se hace estable en
su propia plenitud», idénticamente mónada y tríada. Dios
se encuentra más allá del número, la Tríada divina no es
«cuantitativa». Las relaciones de origen son también rela-
ciones de diversidad que esconden y designan a la vez el
misterio indecible de las Personas.
Uno es soledad, dos es el número que separa, tres es el
número que traspasa la separación; lo uno y lo múltiple se
encuentran reunidos y circunscritos en la Trinidad: es el
orden inefable dentro de la Divinidad en donde las Perso-
nas están cada una en las otras. «En tres soles contenidos
el uno en el otro, hay una sola luz por compenetración
íntima». El Espíritu Santo, dice san Gregorio Palamas, es
«el gozo eterno del Padre y del Hijo en el que (los Tres)
íntimamente se complacen». San Gregorio Nacianceno de-
sea estar «allí donde está la Trinidad y el destello conjunto
de su esplendor... Trinidad, cuyas sombras, incluso confu-
sas, me llenan de emoción...»
San Sergio de Radonega (1313-1392) no ha dejado nin-
gún tratado teológico, pero su vida entera estuvo consa-
grada a la Santa Trinidad. Objeto de su contemplación
incesante, este misterio divino derrama en él y hace de él
esa paz encamada con que resplandecía visiblemente ante
todos. Dedicó su iglesia a la Trinidad y se esforzó en re-
producir una unidad a su imagen en su entorno inmediato
y hasta en la vida política de su tiempo. Se podría decir
246
que reunió a toda la Rusia de su época alrededor de su
iglesia, alrededor del Nombre de Dios, para que los hom-
bres «por la contemplación de la Santa Trinidad venzan el
odio desgarrador del mundo». En la memoria del pueblo
ruso permanece como el protector celeste, el consolador y
la expresión misma del misterio trinitario, de su Luz y de
su Unidad.
Diecisiete años después de su muerte, su discípulo san
Nicono encargó al célebre iconógrafo Andrés Rublév que
pintara el icono de la Santa Trinidad en memoria de san
Sergio. También hizo decorar el iconostasio de la abadía
de la Santa Trinidad por Rublév y su fiel compañero Da-
niel. Los días de fiesta, cuando Andrés y Daniel no traba-
jaban, «se sentaban ante los venerables y divinos iconos; y
mirándolos sin distracción... elevaban constantemente su
espíritu y su pensamiento a la luz inmaterial y divina...».
Esta es la luz que Andrés Rublév supo transmitir en su
icono, hecho célebre. Recrea el ritmo mismo de la vida
trinitaria, su diversidad única y el movimiento de amor
que identifica las Personas sin confundirlas. Parece que
Rublév respira el aire de la eternidad, que vive en los «es-
pacios del corazón» divino y se erige así en sorprendente
poeta del Amor... Es todo el mensaje de san Sergio; en
color y en luz, es la oración viva la que aparece ante noso-
tros. Se remonta a la oración sacerdotal de Cristo que hace
revolotear invisiblemente a los Tres Angeles del icono:
«para que todos sean uno... para que el amor con el que
me has amado esté en ellos, y yo mismo esté en ellos...»
Interpretación del icono de Rublév
En 1515, la catedral de la Asunción de Moscú se acaba-
ba de decorar con espléndidos iconos hechos por los
alumnos del gran maestro Rublév. Cuando el metropolita,
los obispos y los fieles entraron, todos exclamaron unáni-
247
inemente: «En verdad los cielos se abren y se muestran los
esplendores de Dios». Se comprende bien este sentimiento
ante el icono de los iconos, el icono de la Santa Trinidad,
hecho en 1425 por el monje Andrés Rublév. Unos ciento
cincuenta años después, el Concilio de los Cien Capítulos
lo erige como modelo de la iconografía y de todas las
representaciones de la Trinidad.
En 1904, la comisión de restauración quita los adomos
metálicos, y, tras un trabajo de separación de las capas
posteriores, el icono se presenta con tal esplendor que los
miembros de la comisión literalmente se conmueven. Po-
demos decir con certeza que no existe en ninguna parte
nada parecido, en cuanto al poder de síntesis teológica, a
la riqueza del simbolismo y a la belleza artística.
Se pueden distinguir tres planos superpuestos. En pri-
mer lugar, la reminiscencia del relato bíblico de la visita
de los tres peregrinos a Abraham ( Gen 18, 1-15). El comen-
tario litúrgico lo descifra: «Bienaventurado Abraham, tú
los has visto, has recibido la divinidad una y trina». Y la
supresión de las figuras de Abraham y Sara invita a pene-
trar más profundamente y a pasar al segundo plano, el de
la «economía divina». Los tres peregrinos celestes forman
«el Consejo eterno», y el paisaje cambia de significado: la
tienda de Abraham se convierte en el palacio-templo; la
encina de Mambré, en el árbol de la vida; el cosmos, en
una copa esquemática de la naturaleza, signo ligero de su
presencia. El ternero ofrecido como alimento hace sitio a la
copa eucarística.
Los tres ángeles, ligeros y esbeltos, nos muestran cuer-
pos muy alargados (catorce veces la cabeza en vez de sie-
te, que es la dimensión normal). Las alas de los ángeles, así
como la manera esquemática de tratar el paisaje, dan la
impresión inmediata de lo inmaterial, la ausencia de gra-
vedad. La perspectiva invertida elimina la distancia, la
248
¡profundidad donde todo desaparece en la lejanía, y, me-
! diante el efecto contrario, acerca las figuras, muestra que
¡Dios está ahí, y que está en todas partes. La alegre ligereza
¡del conjunto, secreto del genio de Rublev, constituye una
visión alada.
Las tres personas están conversando -y el tema podría
ser el texto de Juan: «Dios ha amado al mundo de tal
manera que le ha dado a su Hijo único»-. Ahora bien, la
Palabra de Dios siempre es acto: toma la figura sacrificial
de la copa.
El tercer plano intra-divino sólo está sugerido, es trans-
cendente e inaccesible. Sin embargo, está presente, en tan-
to que la economía de la salvación fluye de la vida interior
de Dios.
Dios es amor en sí en su esencia trinitaria, y su amor
hacia el mundo sólo es el reflejo de su amor trinitario. El
don de sí, que nunca es una falta, sino la expresión de la
superabundancia del amor, está representado por la copa;
los ángeles están agrupados alrededor del alimento divi-
no. Ahora bien, los últimos trabajos han descubierto el
contenido de la copa. La capa de pintura posterior que
representaba un racimo, escondía el dibujo inicial: el Cor-
dero -que une esta Comida celeste a la palabra del Apoca-
lipsis- ha sido inmolado antes de la fundación del mundo.
El amor, el sacrificio, la inmolación, preceden al acto de la
creación del mundo, están en su origen.
Los tres ángeles están en reposo, que es la paz suprema
del ser en sí; pero este reposo es «embriagador» -es un
auténtico éxtasis, «la salida en sí misma»-. Y ya toda la
paradoja está en este éxtasis-íntasis que permanece en su
propia profundidad. San Gregorio de Nisa releva este mis-
terio: «Es la mayor paradoja que la estabilidad y el movi-
miento estén en el mismo elemento».
249
El movimiento parte del pie izquierdo del ángel de la
derecha, continúa en la inclinación de su cabeza, pasa al
ángel de en medio, arrastra irresistiblemente el cosmos: la
roca, el árbol, y se resuelve en la posición vertical del án-
gel de la izquierda, donde entra en reposo, como en un
receptáculo. Junto a este movimiento circular cuya termi-
nación regula el resto como la eternidad regula el tiempo,
la vertical del templo y de los cetros designan las líneas de
fuerza verticales, la aspiración de lo terrestre hacia lo ce-
leste donde el impulso encuentra su término.
Esta visión de Dios irradia de la verdad transcendente
del dogma. De la concepción de los ángeles de Rublev se
desprende la unidad y la igualdad -se podría confundir
un ángel con otro-; la diferencia viene de la actitud perso-
nal de cada uno hacia los otros, y, sin embargo, no hay ni
repetición ni confusión. El oro rutilante sobre los iconos
designa siempre la divinidad, su superabundancia; las
alas de los ángeles lo envuelven, lo cubren todo con su
amplitud, y los contornos interiores de las alas, de un azul
suave, ponen de relieve la unidad y el carácter celeste de
la naturaleza única. Un solo Dios y tres Personas perfecta-
mente iguales es lo que expresan los cetros idénticos, sím-
bolos del poder real de que está dotado cada ángel.
La igualdad perfecta de los ángeles está tan fuertemen-
te expresada que no existe regla alguna para definir la
Persona divina representada en la figura de cada ángel. El
ángel de la derecha no plantea ningún problema, es el
Espíritu Santo. La divergencia de opiniones concierne al
ángel que está en el centro, si es el Padre o el Hijo, lo cual
determina inmediatamente la identidad del ángel de la
izquierda.
Encontramos no obstante un testimonio importante en
san Esteban de Perm, contemporáneo mayor de Rublev y
amigo de san Sergio. En su misión entre los zirianos -in-
250
mensa región que se extiende hasta los Urales, llamada «la
gran Permia»-, Esteban trae un icono de la Trinidad con la
misma composición que el de Rublév. Alrededor de cada
ángel se lee una inscripción en lengua ziriana: «el ángel de
la izquierda lleva el nombre de Py, que significa al Hijo; el
ángel de la derecha, Puiltos, el Espíritu Santo, y el ángel
del centro. Ai', el Padre».
En nuestro comentario seguimos esta tradición. En un
excelente estudio sobre el arte de Rublév, Madame N. De-
mine (Moscú, 1963, en ruso) anota: «Esteban de Perm, por
necesidades de su misión, se esforzó en dar el significado
del icono con la mayor claridad. La disposición de los
ángeles en su icono es idéntica a la del icono de Rublév y
con toda probabilidad su significado es igualmente idénti-
co» (p. 52).
Cada Persona tiene su signo indicado por los cetros,
que orientan la mirada hacia estos emblemas. Detrás del
Padre se encuentra el árbol de la vida, fuente; según san
Isaac «el árbol de la vida es el amor trinitario del que
Adán ha caído». El cetro de Cristo señala la casa, iglesia,
cuerpo de Cristo. El Espíritu se destaca en el trasfondo de
las «rocas escalinadas»: la montaña, la cámara alta, el Ta-
bor, la elevación, el éxtasis, el aliento de los espacios y de
las cumbres proféticas.
Las formas geométricas de la composición son: el rec-
tángulo, la cruz, el triángulo y el círculo. Reestructuran la
imagen desde dentro y hay que descubrirlas. En las con-
cepciones de la época, la tierra era octogonal, y el rectán-
gulo es el jeroglífico de la tierra que vemos en la parte
inferior de la mesa 1 . La parte superior de la mesa también
es rectangular; volvemos a encontrar el significado de los
' Cosmas Indicopleustes, gran vidente del siglo VI, en su Topografía cristiana del
universo, afirma que la tierra es un cuadrado largo.
251
cuatro lados del mundo, de los cuatro puntos cardinales,
que, en los Padres de la Iglesia, eran la cifra simbólica de
los cuatro Evangelios en su plenitud, a la que no se puede
añadir ni suprimir nada; es el signo de la universalidad de
la Palabra. Esta parte superior de la mesa-altar representa
la Biblia ofreciendo la copa, fruto de la Palabra. Si se pro-
longa la línea del árbol de la vida (situado detrás del ángel
del centro), lo vemos descender, atravesar la mesa y meter
sus raíces en el rectángulo de la tierra, está anunciado por
la Palabra y alimentado por el contenido de la copa. Aquí
encontramos la explicación de su misterio: por qué el ár-
bol llevaba los frutos de la vida eterna; por qué era el árbol
de la vida. En vísperas de Navidad, se puede oir: «El ángel
de la espada resplandeciente se aleja del árbol de la vida»,
pues sus frutos se dan en la eucaristía.
Las manos de los ángeles convergen en el signo de la
tierra, ésta es el punto de aplicación del Amor divino. El
mundo está más acá de Dios como un ser de naturaleza
diferente, pero incluido en el círculo sagrado de la «comu-
nión del Padre»; sigue el movimiento circular, se encuen-
tra en lo alto, en lo celeste, bajo la forma de la roca, y este
movimiento circular se resuelve para el mundo en palacio-
templo. Este templo es como la extensión del Angel-Cris-
to, de su encarnación. Es su cuerpo cósmico, la Iglesia,
esposa del Cordero unida a él «sin separación y sin confu-
sión». El templo permanece en la inmovilidad del reposo
del gran sábado -término del movimiento trinitario-. El
ciclo de la liturgia cósmica está cerrado. Es la visión esca-
tológica de la nueva Jerusalén. La parte dorada del templo
que se adelanta como una potencia de protección, simboli-
za la protección maternal de la Theotókos y del sacerdocio
de los santos, representa el velo de la Virgen, el Pokrov.
Según la tradición, del árbol de la vida se extrajo la
madera de la Cruz. Su figura es el eje invisible, pero el más
252
evidente de la composición. La aureola, círculo luminoso
alrededor de la cabeza del Padre, la copa y el signo de la
tierra se encuentran en la misma línea vertical; ésta divide
el icono en dos y se cruza con la línea horizontal que une
los círculos luminosos de los ángeles de los lados, y forma
la Cruz. De este modo, la cruz se inscribe en el círculo
sagrado de la vida divina, es el eje vivo del amor trinitario.
«El Padre es la cruz del amor, su poder invencible». El
movimiento recorre las ramas de la cruz, y éstas, como los
brazos extendidos de Cristo, envuelven el universo:
«Cuando haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos
los hombres a mí» ( jrt 12, 32). El Hijo y el Espíritu son las
dos manos del Padre. Si se unen los extremos de la mesa al
punto que se encuentra justo sobre la cabeza del ángel del
centro, se puede ver que los ángeles se sitúan exactamente
en un triángulo equilátero. Esto significa la unidad e igual-
dad de la Trinidad cuya cumbre es la pegata Zeótes, el
Padre. Y, finalmente, la línea trazada siguiendo los contor-
nos exteriores de los tres ángeles forma un círculo perfec-
to, símbolo de la eternidad divina. El centro de este círculo
está en la mano del Padre, el Patüocrátor.
Rublév difiere de los italianos, que inscribían la imagen
en el círculo; en él, los mismos ángeles son los que consti-
tuyen el círculo. Por el contrario, los contornos de los obje-
tos (tronos, escalones, montaña) forman un octógono,
símbolo del Octavo Día. Los contornos interiores de los
ángeles de los lados reproducen el cáliz como una clave
del misterio del icono. La distribución de las masas, las
proporciones y las medidas están sometidas a un sistema
de relaciones equilibrado a la perfección. Pero en el inte-
rior de este marco Rublév manifiesta una gran libertad de
medios para acentuar el sentido ideológico según las nece-
sidades. Por ejemplo, el cáliz y la mano del Padre están
ligeramente descentrados hacia abajo y a la derecha del
253
centro, mientras que la cabeza está ligeramente a la iz-
quierda del eje vertical. El efecto está genialmente estudia-
do: estas desviaciones casi imperceptibles, junto con unos
pliegues en el vestido que caen en cascada del hombro
izquierdo, conducen la mirada hacia la mano que bendice
la copa, hacia el centro ideológico de la composición, re-
forzado y puesto de relieve por el conjunto de las líneas
derechas y el altar.
Los pies de los ángeles sólo tocan los escalones, su
perspectiva invertida da la impresión de ligereza privada
de todo peso material y el conjunto hecho aéreo se eleva
hacia la altura. Se siente uno en lo que san Macario llama
«los pastos del corazón», en los espacios infinitos del cora-
zón divino.
Las figuras están presentadas en tres cuartos, la anchu-
ra de los hombros está así disminuida y la línea ágil y
plástica se desliza siguiendo las siluetas alargadas, con
una elegancia celeste. Del mismo modo los rostros ligera-
mente desviados toman la misma forma alargada. Las lí-
neas rectas expresan el elemento de fuerza, armonizan con
las líneas redondeadas y encantan por el ritmo puramente
musical y por un frescor juvenil que cantan la gracia de la
fuerza contenida. Los contornos expresan el movimiento
mucho más que los volúmenes; la holgura de los vestidos
hace sentir el cuerpo aligerado, mientras que el amplio
peinado subraya la fragilidad y la finura de unos rostros
de pureza antigua.
La actitud del Padre tiene algo de monumental, des-
prende una paz hierática, y la inmovilidad, el acto puro, lo
culminado, principio estático de la eternidad, pero al mis-
mo tiempo, por un contraste de los más llamativos, la ola
creciente del movimiento del brazo derecho, su curva po-
derosa que armoniza con el mismo poder en la inclinación
del cuello y de la cabeza, manifiestan el principio dinámi-
254
co. Lo inefable del misterio de Dios está en esta síntesis de
la inmovilidad y del movimiento: lo Absoluto de los filó-
sofos, el Acto puro de los teólogos y el Dios vivo de la
Biblia, «Padre nuestro que estás en el cielo».
El poder divino, como confiesa nuestro Credo, «Creo en
Dios Padre todopoderoso», es el poder del amor del Pa-
dre, que se manifiesta en la mirada del ángel del centro. El
es el Amor, y precisamente por eso sólo puede revelarse
en la comunión y puede ser conocido como comunión.
«Nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14, 6); y por otra
parte: «Nadie puede venir a mí si el Padre no le trae» (Jn 6,
44). No es de ninguna manera estrechez o exclusivismo
evangélico, sino la más conmovedora revelación de la na-
turaleza misma del amor. No se puede tener ningún cono-
cimiento de Dios fuera de la comunión entre el hombre y
Dios, y ésta siempre es trinitaria e inicia en la comunión
entre el Padre y el Hijo. Hace comprender por qué el Pa-
dre no se revela nunca directamente. El es la Fuente, y
precisamente por eso es el Silencio. El se revela eterna-
mente, pero es realmente la diada del Hijo y del Espíritu
Santo quien lo revela. El icono muestra esta comunión cu-
ya morada viva es la copa.
Las líneas del lado derecho del ángel central se amplifi-
can a medida que se acercan al ángel de la izquierda. En el
lenguaje simbólico de las líneas, las curvas convexas de-
signan siempre la expresión, la palabra, el despliegue, la
revelación; y por el contrario, las curvas cóncavas signifi-
can obediencia, atención, abnegación, receptividad. El Pa-
dre está vuelto hacia su Hijo. Le habla. El movimiento que
recorre su ser es el éxtasis. Se expresa enteramente en el
Hijo: «El Padre está en mí. Todo lo que el Padre tiene es
mío».
El Hijo escucha, las parábolas de su vestido muestran la
atención suprema, el abandono de sí. El también renuncia
255
a sí mismo para ser sólo el Verbo de su Padre: «Las pala-
bras que yo os digo, no las digo por mí mismo; el Padre
que habita en mí es quien realiza sus propias obras». Su
mano derecha reproduce el gesto del Padre: la bendición.
Los dos dedos que se separan sobre la blancura de la me-
sa-Biblia anuncian la vía de la salvación-unión en Cristo
de las dos naturalezas, introducción de lo humano en la
comunión del Padre.
La mano cadente del ángel de la derecha indica la di-
rección de la bendición: el mundo; parece cubrir, proteger,
«incubar» (según la expresión del relato bíblico de la crea-
ción). Por encima del rectángulo del mundo, esta mano se
parece a las alas extendidas de la paloma pura.
La dulzura de las líneas del ángel de la derecha tiene
un algo maternal 2 . Es el Consolador, pero también es el
Espíritu: el Espíritu de la Vida. Es el que da la vida, y de
quien todo se origina. Es el tercer término del Amor divi-
no, el Espíritu del Amor. Su posición difiere ligeramente
de la posición de los otros dos ángeles. Por su inclinación
y el impulso de todo su ser, está en medio del Padre y del
Hijo: es el Espíritu de la comunión y de la circuminsesión.
Está mostrado claramente por el hecho tan remarcable de
que el movimiento parte de Él. En su hálito es como el
Padre va hacia su Hijo, como el Hijo recibe a su Padre y
como resuena la palabra. Como dice san Juan Damasceno:
«Por el Espíritu Santo reconocemos a Cristo, Hijo de Dios,
y por el Hijo contemplamos al Padre». En el momento de
la Epifanía, el Padre se dirige hacia el Hijo en el movi-
miento de la Paloma.
Con una tristeza inefable, dimensión divina del Agape,
el Padre inclina su cabeza hacia el Hijo. Parece que habla
2 Ruach: el Espíritu en las lenguas semíticas es femenino. Los textos sirios lo
llaman a menudo el Consolador: Consoladora.
256
del Cordero inmolado cuyo sacrificio culmina en el cáliz
que bendice. La posición vertical del Hijo traduce toda su
atención, su rostro está como cubierto por la sombra de la
cruz; pensativo, manifiesta su acuerdo con el mismo gesto
de la bendición. Si la mirada del Padre, en su profundidad
sin fondo, contempla el único camino de la salvación, la
elevación apenas perceptible de la mirada del Hijo traduce
su consentimiento. El Espíritu Santo se inclina hacia el Pa-
dre; está sumergido en la contemplación del misterio, su
brazo tendido hacia el mundo muestra el movimiento de-
scendente, Pentecostés, y la «fuerza manifestadora» parece
reposar ya en el Hijo en su misión terrestre. Su actitud de
sumisión es ya el cumplimiento del Evangelio.
Los colores en la iconografía poseen su propia lengua.
En Rublév alcanzan una riqueza inigualable, una armonía
musical plena con toda la gama de los más finos matices
que repercuten en todos los detalles de la composición.
Sin embargo, no hay efectos policromáticos, pues nada
viene a turbar la profundidad del recogimiento divino. La
sombra está ausente y ningún fragmento está aclarado si-
no que emite su propia luz, que brota de las raíces secre-
tas. La densidad de los colores de la figura central se
realza por el contraste con la blancura de la mesa y se
refleja en el tornasol sedoso de los ángeles que lo rodean.
El púrpura oscuro (el amor divino) y el denso azul (la
verdad celeste) con el oro rutilante de las alas (la abundan-
cia divina) forman la armonía perfecta que se perpetúa y
se vuelve a encontrar en una tonalidad dulcificada como
una revelación matizada, la iniciación por grados: rosa pá-
lido y lila a la izquierda, azul más suave y verde plateado
a la derecha. El oro de los tronos, asiento divino, habla de
la superabundancia de la vida trinitaria. El azul llamado
257
«azul de Rublév» traduce el color del cielo de la Trinidad
y del Paraíso; haciéndose cada vez más claro, es como la
luz celeste del mismo icono.
De esta forma, el Padre, inaccesible en la densidad de
sus colores, en las tinieblas de su luz, se revela dulcificado,
accesible en la nube luminosa del Hijo y del Espíritu San-
to. De lejos, esta composición da la impresión de una lla-
ma roja y azul. Todo arde en el aire resplandeciente del
Mediodía: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego».
La mano del Padre detiene el comienzo y el fin, se ex-
tiende por encima de la copa. El Cordero inmolado antes
de la fundación del mundo y el Cordero-Templo de la
nueva Jerusalén, la santa Cena de Cristo y su promesa de
beber del fruto de la vid en el Reino del Padre, incluyen el
tiempo en la eternidad. La copa resplandece en la blancura
luminosa de la Palabra que devuelve todos los colores de
la Verdad, y que es el Resplandor del corazón divino, el
don recíproco de las tres Personas divinas.
Una poderosa llamada se desprende del icono: «Sed
uno, como el Padre y yo somos uno». El hombre es ima-
gen del Dios trinitario; en su naturaleza la Iglesia-Comu-
nión se inscribe como su última verdad. Todos los
hombres son llamados a reunirse alrededor de la misma y
única copa, a ascender hasta el nivel del corazón divino y
tomar parte en la Comida mesiánica, a hacerse un solo
Templo-Cordero. «Por la vida eterna (el Espíritu) ellos te
conocen a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has
enviado, Jesucristo».
La visión termina con esta nota escatológica: es una
anticipación del Reino de los cielos bañada por la luz que
no es de este mundo, bañada por completo por un gozo
puro, desinteresado, por un gozo divino, por el simple
hecho de que la Trinidad existe y nos ama y que todo es
258
gracia. La sorpresa brota del alma, pero se calla. Los místi-
cos nunca hablan de la cumbre, sólo el silencio la descu-
bre.
259
CAPITULO II
El icono de Nuestra Señora
de Vladimir
«El solo nombre de la Theotókos, Madre de Dios, ya con-
tiene todo el misterio de la economía de la salvación», dice
san Juan Damasceno’. La analogía entre Eva, María y la
Iglesia se remonta a san Ireneo 1 2 y desde entonces, para los
Padres, María es la Mujer enemiga de la Serpiente, la Mu-
jer vestida de Sol, la imagen de la Sabiduría de Dios en su
principio mismo: la integridad y la castidad del ser. Si el
Espíritu Santo personaliza la santidad divina 3 , la Virgen
personaliza la santidad humana. La estructura virginal de
su ser, su simple presencia como «muy pura» ya son inso-
portables para las fuerzas demoníacas. Ligada ortológica-
mente al Espíritu Santo, María aparece como consolación
vivificante. Nueva Eva-Vida que salvaguarda y protege a
toda criatura y se erige así como figura de la Iglesia en su
protección maternal.
La consagración de la Virgen a la vida del Templo, se-
gún la antigua tradición, y sobre todo su amor único de
1 Defideorth.l\l,12.
2 / Adp./iacres.I,Iil,c22 ( n. 4.
3 San Cirilo de Alejandría, DeTrinitate.
261
Dios alcanzan en ella tal profundidad y tal intensidad que
la concepción del Hijo viene a ella como una respuesta
divina a la profundidad de su vida de oración, a su trans-
parencia a las energías del Espíritu.
«Corona de los dogmas», ella proyecta la luz sobre el
misterio trinitario reflejado en lo humano: «tú has dado a
luz al Hijo sin padre, ese Hijo que había nacido del Padre
sin madre» 4 . A la paternidad sin madre del Padre en lo
divino, corresponde la maternidad sin padre de la Theotó-
kos en lo humano, símbolo de la virginidad maternal de la
Iglesia. Esto hace que Cipriano diga: «No puede tener a
Dios por Padre quien no tenga a la Iglesia por madre» 5
María expresa la Filantropía divina.
La Virgen está preservada de toda impureza, de todo
mal, que en ella se vuelve inoperante por las purificacio-
nes sucesivas de los antepasados, por la acción especial
del Espíritu Santo y por su libre decisión. Esta libertad de
la respuesta humana, pues el hombre no podía salvarse
sin la libre participación de su propia voluntad, es la que
encontramos subrayada en la síntesis del pensamiento pa-
trístico que sobre este punto hace Nicolás Cabasilas: «La
Encamación fue no solamente obra del Padre, de su Vir-
tud y de su Espíritu, sino también la obra de la voluntad y
de la fe de la Virgen. Sin el consentimiento de la muy
pura, sin la participación de su fe, ese designio era tan
irrealizable como sin la intervención de las tres Personas
Divinas mismas. Solamente después de haberla instruido
y persuadido. Dios la toma por Madre, y le toma prestada
la carne que ella quiere prestarle. Del mismo modo que El
4 La dogmática del tercer tono.
Decath. tecles, unitate, c6.
262
quería encamarse, quería que su Madre lo diese a luz li-
bremente, con su pleno consentimiento» 6 .
Confesando la virginidad perpetua de la Madre de
Dios, la Ortodoxia no acepta la noción de la exención que
plantea el dogma de la Inmaculada Concepción. Este dog-
ma pone a la Virgen a parte, la sustrae al destino común
de la humanidad y muestra una liberación del pecado ori-
ginal posible antes de la Cruz y, por lo tanto, solamente
por medio de la gracia. Ahora bien. Dios no actúa sobre el
hombre, sino en él, no actúa sobre la Virgen por un don
superadditum, sino que opera desde dentro mismo del siner-
gismo entre el Espíritu y la santidad de los «justos antepa-
sados de Dios». La gracia no fuerza el orden de la
naturaleza. Jesús puede tomar carne porque la humanidad
en María se la da; no es, pues, la Redención en la que la
Virgen participa, sino la Encarnación; en la Virgen todos
dicen: «¡Sí, ven Señor!» En la aparición de Lourdes, la Vir-
gen declararía: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Pero
como el acontecimiento tuvo lugar el día de la Anuncia-
ción -25 de marzo de 1858-, la Iglesia Ortodoxa aplica
estas palabras a la concepción inmaculada del Verbo por su
Madre. Aplicada a la Virgen, el dogma la disminuye trans-
formándola en «instrumento predestinado de la gracia»,
disminuye su humanidad y le arrebata la grandeza de ser
la que, libremente, en el consentimiento de su humildad y
de su pureza, dice de parte de todos el fíat.
Al fiat del Creador responde en efecto el fíat de la cria-
tura: «He aquí la esclava del Señor». El ángel Gabriel es
como una pregunta que Dios dirige a la libertad del hom-
bre: ¿Desea él realmente ser salvado y recibir al Salvador?
La acción del Espíritu a través del linaje de los «antepasa-
Homilía sobre la Anunciación.
263
dos» y la pureza de la que es gratia plena desarman al mal;
el pecado sigue siendo efectivo, pero se hace inoperante...
«¡Qué vamos a ofrecerte, oh. Cristo..., el cielo te ofrece los
ángeles, la tierra te da sus dones, pero nosotros, los hom-
bres, nosotros te ofrecemos una Madre- Virgen!», canta la
Iglesia la víspera de Navidad. Se ve claramente que María
no es «una mujer entre las mujeres», sino el advenimiento
de la Mujer restituida a su virginidad maternal. Toda la -
humanidad en la Virgen da a luz a Dios, por eso María es
la Nueva Eva-Vida; su protección maternal, que cubría al
niño Jesús, cubre ahora el universo y a todo ser humano.
Las palabras de la Cruz dirigidas a la madre: «Mujer, he
aquí a tu hijo», y a Juan: «He aquí a tu madre», la institu-
yen en esta dignidad de intercesión maternal.
En el relato evangélico (Le 8, 19-21) se pone el acento no
sobre la Virgen, sino sobre todo hombre: «quien hace la
voluntad de Dios es mi madre». Estas palabras quieren
decir que a todo hombre se le ha dado la gracia de dar a
luz a Cristo en su alma, de identificarse así -según una
analogía espiritual- con la Theotókos.
La Virgen antecede a la humanidad y todos la siguen.
Ella es la primera en pasar por la muerte que su Hijo ha
hecho impotente, y por eso la oración que se lee en la
muerte de los fieles se dirige a su protección: «En la Asun-
ción, oh Theotókos, no has abandonado el mundo». La
Asunción cierra las puertas de la muerte, el sello de la
Virgen se ha puesto sobre la nada, que está sellada en lo
alto por el Dios-Hombre y abajo por la primera «nueva
criatura» resucitada y deificada. El misterio de la Iglesia se
manifiesta en la perfección divina de Cristo y en la perfec-
ción humana de su Madre. Los textos litúrgicos exaltan su
plenitud convertida en el «límite de lo creado y lo increa-
do»: «Cantemos, fieles, a la Gloria del universo, a la Puerta
del Cielo, a la Virgen María, Flor de la raza humana y
264
generadora de Dios...». - «Madre de la Vida, tú has puesto
en el mundo el gozo y la alegría que secan las lágrimas del
pecado». - «Tú haces gozar a toda criatura».
En los Padres, las palabras del Credo : «Nacido del Espí-
ritu Santo y de la Virgen», se aplican también al misterio
del segundo nacimiento de todo creyente nacido ex fide et
Spiritu Sancto, pues la fe de todo fiel se arraiga en el valor
universal del fiat de la Virgen. La Anunciación, llamada
«Fiesta de la Raíz», inaugura la economía de la salvación,
que se remonta así a la «raíz mariológica», y la Mariología
aparece como parte orgánica de la Cristología. Por eso el
icono de la Theotókos representa casi siempre a ésta con su
Hijo, el niño Jesús.
Según el relato de un cronista, el icono de Vladimir fue
llevado hacia 1131 desde Constantinopla a Rusia. Lo pintó
un artista griego, sin duda poco antes de su traslado a
Kiev, y pertenece visiblemente al arte bizantino de la épo-
ca macedónica. La ejecución demuestra una sorprendente
maestría y testimonia el gusto exquisito del genial y anóni-
mo iconógrafo. En 1155 fue trasladado de Kiev a Vladimir
(de ahí su nombre). Célebre por sus intervenciones mila-
grosas, se libra de varios incendios y estragos por parte de
los tártaros; después de 1395 fue transferido a Moscú. Se le
vuelve a encontrar presente en todos los acontecimientos
políticos del país como el verdadero tesoro sagrado de la
nación.
La Virgen del tipo Hodigitria, «La que muestra el cami-
no», representa el dogma de la cristología y muestra a su
Hijo, Aquel que es el camino. Lleva al niño bendiciendo
sobre su brazo izquierdo y con su mano derecha nos
muestra al Salvador. La Virgen del tipo Eléousa, «Virgen
de la Ternura», estrecha al niño contra sí misma y acentúa
el lado maternal de María. El icono de Vladimir combina
los dos tipos.
265
«Queriendo crear una imagen de la belleza absoluta y
manifestar claramente a los ángeles y a los hombres el
poder de su arte. Dios ha hecho toda hermosa a María. Ha
reunido en ella las bellezas parciales que ha distribuido
entre las demás criaturas y la ha constituido común ador-
no de todos los seres visibles e invisibles; o más bien, ha
hecho de ella como una mezcla de todas las perfecciones
divinas, angélicas y humanas, una belleza sublime que
embellece los dos mundos, levantándose de la tierra hasta
el cielo e incluso sobrepasando este último» 7 ...
Ningún otro icono expresa mejor que el icono de Vladi-
mir estas palabras inspiradas de Palamas. El icono alcanza
una de las cumbres del arte iconográfico por su sublime
perfección y por una pureza tal de estilo que uno no pue-
de imaginar nada que pueda superarlo.
Está en el polo opuesto al estilo rafaélico de la Madona.
Su belleza está más allá de todo canon terrestre. Tejido con
los rasgos transcendentes de la nueva criatura totalmente
deificada, su rostro lleno de majestad celeste lleva al mis-
mo tiempo todo lo humano también presente. Es su mila-
gro. El que la ha visto, sobre todo el original, nunca más
podrá olvidar su mirada; del mismo modo que «su madre
guardaba las palabras de su hijo en su corazón» (Le 2, 51),
él guarda esta visión clavada en su corazón para siempre,
como la «perla» de que habla el Evangelio.
Por su parte, el niño está lejos de la conmovedora ino-
cencia del bambino Gesú. Es también el Verbo, siempre cu-
bierto con el vestido de los adultos, túnica y manto,
hymation-, su sola talla indica que se trata de un niño. Su
rostro serio y majestuoso refleja la Sabiduría divina. Su
7 San Gregorio Palamas, ln Dormitimem; P.G. 1 51 , 468 A B.
266
vestido está tejido con hilo de oro etéreo, resplandor del
sol sin ocaso, color de la dignidad divina.
El centro de la composición se encuentra a la vez a la
altura del corazón de la Virgen y al nivel del cuello corpu-
lento del niño llamado «hálito», y que simboliza el hálito
del Espíritu Santo que reposa en el Verbo.
La Madre lleva encima de su vestido el maphorion que
le rodea la cabeza (el velo, Pokrov), bordado con un precio-
so galón y adornado con tres estrellas, una encima de la
frente 8 y las otras dos sobre los hombros, signo dogmático
de su virginidad perpetua.
La composición tiene la forma de un triángulo inscrito
en un rectángulo alargado, misterio de la Trinidad inscrito
en el ser del mundo. El vértice del triángulo está ligera-
mente desplazado hacia la derecha, lo cual introduce una
cierta libertad y una flexibilidad viva. El hombro derecho
de la Madre une la línea del hombro del niño, contrastan-
do de una manera muy estudiada con el hombro izquier-
do elevado y rompiendo toda la monotonía de los
contomos.
El rostro de la Madre es alargado, la nariz larga y fina,
la boca delgada y estrecha, los grandes ojos oscuros bajo
las pestañas arqueadas. Las cejas ligeramente elevadas, los
pliegues entre las dos, la fijeza de los ojos mirando al infi-
nito, confieren al rostro la expresión de una aflicción pro-
funda y sobrecogedora; los extremos de la boca refuerzan
esta tristeza. La sombra de las pestañas hace las pupilas
más oscuras y los ojos como sumergidos en una profundi-
dad insondable, inaccesible a la mirada del espectador.
Las aureolas siempre están centradas en medio de la frente. La estrella
simbólica recuerda el urna en la frente de Buda, al igual que los tatuajes rituales
en Africa. Las estrellas sobre los hombros son también un signo de poder; en
Oriente un sirviente besaba a su amo en el hombro.
267
Los ojos del niño están un poco a flor de piel, lo cual hace
que estén muy abiertos, y su boca es carnosa y grande.
La Virgen lleva al niño en el brazo derecho, la mano
izquierda apenas lo roza, más bien señala al niño a la mi-
rada de todos. El niño aprieta afectuosamente su cara con-
tra la de su madre, está enteramente dentro de este
impulso de ternura y de consolación. Su atención, inclina-
da hacia el estado de ánimo de su Madre, se ve muy bien
en el movimiento centrado de sus ojos y se refiere ya a
otra composición iconográfica, la del Entierro: «No me llo-
res, oh Madre...»
El niño tiene para con su madre un gesto de caricia
tranquilizadora; una mano aprieta a su maphorion, la otra
está tiernamente colocada sobre su cuello. La Madre está
afectada por la sombra de los sufrimientos venideros. Su
cabeza, ligeramente inclinada hacia el niño, endulza su
majestad de Madre de Dios. Ella es la imagen de la Iglesia
que lleva en sí misma la salvación, esperándola aún, y
confiesa y contempla la Resurrección a través de la Cruz.
Rublév conocía este icono de la Virgen. ¿Quién puede
describir la profundidad insondable de la mirada del Pa-
dre en el icono de la Trinidad, profundidad que reúne
sorprendentemente la densidad y el misterio de la mirada
de la Theotókos de Vladimir? El derramamiento del amor
está señalado en estos dos iconos por el mismo movimien-
to de la cabeza inclinada. El amor del Padre está crucifica-
do, mientras que «una espada atraviesa el alma» de la
Madre. En el icono de la Trinidad sentimos el misterio del
Agape divino que transciende su propia transcendencia. El
icono de la Virgen, la Eléousa, nos muestra la ternura recí-
proca, la proximidad de la presencia, la inmanencia de lo
divino en Cristo.
Los Padres sitúan el comienzo de la Iglesia en el Paraí-
so. Dios «venía al frescor de la tarde» (Gén 3, 8) para con-
268
versar con el hombre. Lo esencial de la Iglesia se expresa
así en la comunión entre Dios y el hombre y culmina en el
misterio de la Encamación, la comunión total de lo divino
y de lo humano hipostasiada en la Persona del Verbo.
Salvo raras excepciones (la «Orante», el «Pokrov»), el ico-
no de la Virgen la presenta siempre con el niño Jesús; de
hecho es el icono justamente de la Encarnación o de la
Iglesia: la comunión última de lo divino (el niño-Verbo) y
de lo humano (la Madre). Con un arte incomparable y la
mayor sobriedad, el icono describe de este modo el con-
movedor amor recíproco, la Filantropía divina, el «amor
loco» de Dios por el hombre, y como respuesta, y a su
encuentro, toda la pasión del hombre por su Dios, «Tú, a
quien ama mi alma» 10 , «el ágape arraigado en el cora-
zón» 11 . Es el deseo preetemo de Dios de hacerse Hombre
para que el hombre se haga dios. El icono nos ofrece así la
contemplación de un misterio de Dios mismo.
El rostro de la Madre habla del amor maternal, sus ojos
muy abiertos al infinito están al mismo tiempo vueltos
hacia dentro, nos sentimos en los «espacios del corazón»
de la Virgen. Es una piedad inmensa como el cielo (su
Pokrov) frente al sufrimiento, hecho ineludible de la exist-
encia humana y que suscita la Cruz, única respuesta de
Dios «que sufre inefablemente»...
Se pueden oir los gritos de innumerables almas que
han resonado ante este icono después de tantos siglos. Los
ojos de la Madre siguen el destino de todos los hombres,
nada interrumpe su mirada, nada detiene el impulso de su
corazón maternal...
’ La expresión es de Nicolás Cabasilas.
10 La expresión es de san Gregorio de N isa
11 San Juan Crisóslomo.
269
CAPITULO III
El icono de la natividad de Cristo
Antes del siglo IV, la fiesta de Navidad coincidía con la
fiesta de la Epifanía; así es como se ha introducido en el
conjunto grandioso de las Santas leofanías, lo cual explica
en el icono de la Natividad el resplandor de la «Luz triso-
lar». La manifestación velada de la Santa Trinidad lo baña
todo discretamente con su luz, asegurando de esta manera
el mayor equilibrio dogmático y justificando el nombre de
la fiesta: «Fiesta de las luces». Los libros litúrgicos le con-
fieren también el título de «Pascuas». El año litúrgico
avanza así entre dos polos de igual alcance: la Pascua de la
Natividad y la Pascua de la Resurrección, la una ya cuenta
con la otra.
Sin querer hacer juicio alguno, podemos sin embargo
destacar los diversos acentos de ciertas tradiciones. En Oc-
cidente, bajo la influencia franciscana, la Navidad reviste
un carácter más pintoresco con la figura tan popular del
belén. La piedad se enternece y se detiene en el lado hu-
mano del misterio: el niño Jesús, su madre María y José el
carpintero; es la fiesta, tan íntima, de la «Sagrada Familia»
(composición tan extendida en Occidente y totalmente
desconocida en Oriente), el Hombre- Dios más que el Dios-
Hombre.
7.71
El Oriente filtra muy severamente toda emotividad por
su apego casi violento a la tradición dogmática. Esta se
transparenta ya en el orden litúrgico de las celebraciones.
El día siguiente a la Navidad está dedicado a la Sinaxis de
la Theotókos; el domingo siguiente se festeja a san José, a
David el antepasado Rey y al apóstol Santiago, no por
miembros de la «familia», sino como arquetipos propios
del misterio; finalmente, el 1 de enero se conmemora muy
particularmente a san Basilio como uno de los grandes
defensores del dogma de Nicea.
La liturgia, ya con su solo contenido, enseña un princi-
pio pedagógico fundamental. No es un medio, sino un
modo de vida que reposa sobre sí mismo e impone así su
carácter esencialmente teocéntrico. Participando en su ac-
ción, el hombre aprende a dirigir su vista no sobre sí mis-
mo, sino sobre Dios, sobre su magnificencia. Solamente en
segundo lugar y de una forma desinteresada, la luz litúr-
gica rebrota en la naturaleza del hombre y la cambia. El
hombre no añade nada a la Presencia de Dios. Debe haber
instantes en los que el hombre no busque, a toda costa,
una finalidad utilitaria, sino en donde su ser se desarrolle
en la adoración pura, como el rey David danzando ante el
arca. Los ángeles también lo enseñan. Durante la liturgia,
se «sorprenden y cubren sus rostros con sus alas». En la
Natividad, este teocentrismo litúrgico pondrá todo su
acento no en el milagro de lo limitado capaz de lo Ilimita-
do, sino en la incomprensible limitación de Aquel que no
tiene límite, en su «Filantropía» que lo rebaja hasta hacerlo
aparecer bajo la figura del Hijo del Hombre. El tropario de
la fiesta lo muestra muy bien con sus contrastes sabiamen-
te equilibrados:
«Hoy nace de la Virgen Aquel que en su mano tiene a todas las
criaturas;
Está envuelto en pañales. Él, que por esencia es invisible;
272
Siendo Dios, está tendido en un pesebre. Él, que ha cosolidado los
cielos» 1 .
La liturgia habla menos del niñito de Belén que del
Dios que se hace carne: «Nos ha nacido niño el Dios de
antes de todos los siglos»; el niño sólo sirve para poner
más poderosamente de relieve el resplandor divino en lo
humano: el nacimiento de Dios.
El contenido dogmático de la fiesta aparece con una
jerarquía de valores muy precisa: ante todo, es Dios en su
movimiento descendente; en seguida viene el milagro de
la maternidad virginal, respuesta divina al «fíat» de la Vir-
gen que fue la condición humana de la Encamación: la
criatura da a luz a su propio Creador; por último está el
fin de la filantropía divina, la deificación del hombre: «Tú
que Te has hecho igual que un ser vil formado con barro,
oh Cristo, Tú le has comunicado lo divino» 2 . La preocupa-
ción pedagógica eleva constantemente el pensamiento de
lo sensible hacia el misterio: «Aquel que, con su mano
poderosa, ha creado el mundo, aparece como el corazón
de su creación» 3 .
«Dichosos vuestros ojos, porque ven» {MI 13, 16), dice
el Señor. Y la iglesia canta: «Nosotros adoramos tu naci-
miento, oh Cristo; haznos ver tu Santa Teofanía». Su luz se
establece como punto de perspectiva en nuestro icono pa-
ra dirigir toda la composición hacia su advenimiento.
El icono que se ofrece a nuestros ojos es del siglo XVI,
de la escuela de Novgorod. Su composición primitiva se
remonta probablemente a la imagen trazada en la Iglesia
construida por Constantino en el mismo lugar de la Nati-
vidad. Los peregrinos, al volver de Tierra Santa, traían
1 Tropario de las Grandes Horas, Nona.
2 Tercera oda del Primer Canon.
3 Idiomelo de Sexta déla Paramonia.
273
aceite santificado en frasquitos en los que ya figuraba esta
imagen con sus rasgos esenciales (siglos IV y V).
Con una claridad y una simplicidad extremas el icono
narra muy exactamente el relato evangélico, pero de tal
manera, y ahí reside todo su arte, que las sugerencias dog-
máticas en su elegancia casi musical se implantan y pro-
longan su canto en el alma de los fieles.
El verde, el rojo, el marrón y el púrpura forman una
armonía que concuerda con la sobria elegancia de las lí-
neas. Sin sobrecarga alguna, los grandes rasgos están per-
fectamente destacados y los espacios juiciosamente
medidos. Las proporciones, muy estudiadas, están someti-
das al equilibrio del conjunto y al ritmo muy bien com-
puesto de cada escena. El orden lineal une sin contrastes
toda la gama cromática. El tono cálido del púrpura, el rojo
estriado con oro, las manchas claras y el verde fuerte de-
notan una gran madurez artística. Si, en la música, algu-
nos acordes provocan un sentimiento de beatitud, la
armonía pictórica en su más alto grado alcanza la belleza
pura, expresa inmediatamente lo divino, antes que cual-
quier enseñanza didáctica sobre el contenido mismo del
icono. Asonancias y disonancias intencionadas introducen
cada figura, cada escena, en la sinfonía de un todo. El
color y la forma aquí no imitan nada de las cosas de este
mundo, el iconógrafo se ha servido del colorido para tra-
ducir mejor el tema de las líneas, y se dirige a la sensibili-
dad del ojo y del oído a la vez; la sobriedad de sus medios
adquiere aquí toda su sonoridad.
Tras los primeros instantes de contemplación, un movi-
miento interno cautiva el espíritu y hace oír, como un can-
to sordo todavía, pero cada vez más persuasivo, un gozo
apacible: «Madre de la Vida, ella ha puesto en el mundo la
alegría que seca las lágrimas del pecado».
274
La idéntica composición de la luz con su triple rayo
(aquí es la estrella de Belén saliendo del Triángulo sagrado
inscrito en la esfera divina) que encontramos en los iconos
de la Epifanía, acusa la presencia, muy ligera, de la Palo-
ma, que se adivina más que se ve. Sin embargo está ahí
manifiestamente, pues a la antigua oración de Isaías, ver-
dadera epíclesis de la humanidad: «Si rompieses los cielos
y descendieses» (¡s 64, 1), Dios ha respondido: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y la Virtud del Altísimo te cubrirá
con su sombra» (Le 1, 35). El Espíritu, dicen los Padres de
la Iglesia, es el Gozo eterno entre el Padre y el Hijo, es el
gozo del alumbramiento. Por eso, según san Gregorio Na-
cianceno, la Natividad es la «fiesta de la recreación» y la
liturgia se desborda de júbilo: «Oh mundo, ante esta noti-
cia, hazte un coro; con los Angeles y los Pastores, glorifica
al Dios de antes de todos los siglos» 4 . «Fieles, levantémos-
nos con devoción... preparemos con alegría nuestra entra-
da en las fiestas de la Navidad... y gritemos: Gloria a Dios
en la Trinidad» 5 .
El único rayo que sale del triángulo de lo alto simboliza
la esencia de Dios, pero, al salir de la estrella se divide en
tres luces para hacer ver la participación de las Tres Perso-
nas en la economía de la salvación.
La alegría se precisa cada vez más -«El cielo y la tierra,
en este día, se regocijan proféticamente. Angeles y hom-
bres, alegrémonos»-, e indica su razón conmovedora:
«porque el cielo y la tierra se unen hoy. Hoy Dios ha veni-
do a la tierra y el hombre ha subido a los cielos» - «Toda
la creación exulta de gozo en este día» - «¡Que toda la
creación baile y se estremezca de alegría» - «Lanzad a
Dios gritos de alegría en la tierra entera» - «Venid a en-
4 Kon takion, 5 o tono.
5 Idiomelos, primer tono.
275
contrar el gozo escondido... el pozo profundo en que anta-
ño David quiso beber; allí fue donde 1a Virgen aplacó la
sed de Adán» - «¡Cielos, permaneced en la alegría; saltad,
montañas; justos, regocijaos!» El hombre había caído tan
pesadamente, que al haber menospreciado la imagen de
Dios, había rebajado la imagen humana. Fue necesario que
Dios se hiciese hombre para restituirle la antigua imagen y
la dignidad vertiginosa de hijo de Dios. «¡Ahora todo es
nuevo!» Es la recreación: el volver a tomar lo que se había
empezado en el Paraíso, cuando Dios en el frescor de la
tarde venía a encontrarse con el hombre y a conversar con
él...
Romano el Melode, en el Kontakion de la fiesta, transcri-
be poéticamente el relato del Evangelio e inspira el tema
litúrgico del icono: «La Virgen, en este día, trae al mundo
al Sobreesencial y la tierra ofrece una cueva al Inaccesible.
Los ángeles cantan su gloria con los pastores, y los magos
caminan con la estrella, porque Él nos ha nacido niño, el
Dios de antes de todos los siglos».
El movimiento plástico, en el icono, parte de la figura
situada en el extremo derecho, inferior, y cuya posición
vertical se acentúa con el pastor situado más arriba (posi-
ción escatológica, el hombre-árbol, columna inmóvil que
une el cielo y la tierra); el movimiento describe un círculo
y se detiene en el centro de la composición, se resuelve en
la ipaz-shalom del Reino: «Belén ha abierto el Edén»: en el
pesebre está acostado el «Racimo de la Vida».
Como el Eclesiastés, en su pesimismo inmemorial, mi-
raba el cielo y evaluaba la distancia: Dios está en el cielo y
nosotros, los hombres, en la tierra ( Ecles 5, 1), el profeta
Isaías grita toda la impaciencia insoportable del alma ju-
276
día: «|Oh, si rasgases los cielos y bajases a la tierra!» (Js 64,
1). La figura de la derecha representa justamente a Isaías 6
y en él a todos los profetas de la Antigua Alianza. El dina-
mismo del Espíritu, que ha hablado por los profetas, de-
sencadena el movimiento y da el tono decisivo al
conjunto.
La mano derecha de Isaías señala al niño sentado en las
rodillas de la comadrona Salomé 7 . La escena del baño del
niño demuestra que es verdaderamente el Hijo del Hom-
bre, al mismo tiempo que el Mesías esperado y que por fin
ha llegado: «Y brotará un retoño del tronco de Jesé y reto-
ñará de sus raíces un vástago: sobre El reposará el espíritu
de Yavé» (Is 11, 1-2). La mano, con el mismo gesto, mues-
tra un ancho tronco y el retoño verde: al lado podemos
contemplar la prefigura, la sombra de la cosa y la cosa en
sí misma, el árbol simbólico y lo que simboliza: el Niño.
También es la unidad de las dos Alianzas: la una culmina
en la otra. La mano izquierda de Isaías reposa en una
mesita hecha por orden de Dios: «Coge una tabla grande y
escribe en ella: maher-shalal-hash-bar» ( Is 8, 1). Es el nombre
del hijo de la profetisa que marcaba el fin de los tiempos
terribles y la venida del tiempo de la restauración, tiempo
mesiánico: «pues un niño nos ha nacido... el Príncipe de la
Paz» (/s 9, 5). El mayor profeta, Isaías, también es el profe-
ta de la fe, del credo, de su maravilloso poder que abre las
puertas del Misterio. Los vestidos de Isaías lo emparentan
iconográficamente con san Juan Bautista y con Elias y son
los de un mártir. Efectivamente, según la tradición judía,
Isaías recibió la corona de los mártires bajo Manasés; con-
vertido en uno de los «amigos heridos del Esposo», es el
más digno testigo de la Navidad.
4 Ver el estudio del Prof. K. Onasch, Kónig des Alh, Berlín, 1954.
7 Cf. los evangelios apócrifos de Mateo y Santiago.
277
La liturgia menciona otra profecía que enfoca nuestra
mirada hacia el Niño: «Tú has llenado de gozo a los Ma-
gos intérpretes de las palabras del antiguo adivino Ba-
laam... y Tú Te has levantado como la estrella de Jacob» 8 .
Aquí reencontramos el símbolo central de la luz. La estre-
lla anuncia la aurora y pasa al mediodía resplandeciente
del «Sol de Justicia que ilumina a los que están sentados
en las tinieblas de la muerte» (Le 1, 78-79) 9 ; «a aquel que
estaba predestinado a morir y había caído de las alturas de
la vida divina, el sabio Artesano le ha dado su antigua
forma» 10 . «¡Oh, profundidad de la Sabiduría! ¡Qué impe-
netrables son sus caminos!» (Rom 11, 33). Sin embargo,
conducen al corazón de la divina Filantropía: «por tu par-
ticipación en una carne culpable. Tú le has comunicado
algo de la naturaleza divina»; «Tú has hecho [al hombre]
partícipe de la naturaleza divina» (2 Pe. 1, 4). «Unido a
una forma mortal. Dios libera el seno de Eva de la antigua
maldición» y «establece una vía abierta al cielo» 11 . Pero
toda la grandeza del acontecimiento, cuando «Jesús incli-
na los cielos y desciende de ellos», no reside solamente en
el hecho de ir a buscar al hombre caído tan bajo. También
está el misterio angustioso del adversario y los textos litúr-
gicos van a precisarlo crescendo: «Tú humillas de nuevo las
miradas desvergonzadas del enemigo... para traer hacia Ti
la criatura caída» 12 . El tema de los tres jóvenes en la hogue-
ra se introduce para mostrar hasta dónde «inclina los ojos»
8 Tropario,4*oda.
9 Vísperas, tropario, tono I o .
10 M ai tiñes, tropa rio, oda 1 ' .
" Hirmos del II o canon, tono I o .
12 Maitines, tropario, oda 3*.
278
el Señor: «la llama ruge y silba pero los adolescentes se
salvan, pues el Señor arroja sobre ellos un rocío abundan-
te » 13 y «el fuego infernal se aleja» 14 . Entre los tres jóvenes
«que se pasean en el fuego sin que nada les ocurra» apare-
ce la misteriosa cuarta persona «que tiene el aspecto de un
hijo de los dioses». En síntesis, es todo el misterio de la
Natividad y la Encamación. «¡Oíd cielos!, ¡tierra, apresta el
oído!; que tus cimientos se estremezcan, que el temor se
apodere de los infiernos, pues el Creador se revela como el
corazón de su creación» is . «Tú has descendido como la
nube sobre el vellocino, oh Cristo, y como las gotas de
rocío que riegan la tierra seca» 16 . «La omnipotencia borra
el pecado atroz de un mundo frenético caído en los abis-
mos de las tinieblas y cubre de vergüenza al enemigo» 17 . El
alcance del acto divino para el hombre: «nosotros que es-
tábamos en tinieblas y en sombra de la muerte hemos en-
contrado el Oriente de los orientes» 18 , va más allá de su
sola salvación: «los cielos se extienden hasta la caverna y
la metamorfosean: 'venid, gocemos del paraíso en esta
cueva'» 19 ...
Claramente se siente que en estos textos hay algo muy
diferente a una búsqueda lírica. El misterio es tan grande,
tan temible incluso, que los textos obran por alusiones, y
«el resto será venerado con el silencio», según el sabio
consejo de san Gregorio Nacianceno. La Cruz es el «juicio
del juicio», dice san Máximo el Confesor, es decir, nuestro
13 Maitines, tropario, oda 7*.
14 Hirmos, oda 7*.
15 Grandes Horas, tono 4 o .
16 Tropario, oda 4*.
17 8. Tropario, oda 7*.
’* Maitines, exapostilarío.
19 1 lirmos, oda 9*.
279
pensamiento está crucificado, afectado por la impotencia
ante la grandeza de la Encamación. Cómo iba a ser de otra
forma si ésta «contiene el significado de todos los enigmas
de la Escritura», añade san Máximo, y «quien penetra más
dentro de la Cruz y del Sepulcro y se encuentra iniciado
en el misterio de la Resurrección, comprende el fin por el
que Dios lo ha creado todo». Todo está en el interior de un
solo acto y se refleja en él. «La fiesta de la Natividad con-
tiene ya la Epifanía, la Pascua y Pentecostés», dice san
Juan Crisóstomo. Y es que «la invención de la voluntad
pecadora, enseña san Gregorio de Nisa, ha levantado la
triple barrera: de la muerte, del pecado y de la naturaleza
herida». Lo que Adán no supo alcanzar levantándose,
Dios lo realiza en su lugar descendiendo. A la concupis-
cencia luciferina de lo divino. Dios responde generosa-
mente con el don de la deificación. Mas para hacerlo: «Tú
has bajado a la tierra para salvar a Adán, y no encontrán-
dolo allí, oh Maestro, has ido a buscarlo incluso al infier-
no» 20 . «Como antorcha que lleva la luz, la carne de Dios
bajo la tierra disipa las tinieblas del infierno» 21 .
Los Evangelios no mencionan la cueva, es la Tradición
la que nos habla de las profundidades misteriosas de la
tierra. El icono sigue de cerca los textos litúrgicos y ofrece
la interpretación más conmovedora: el triángulo oscuro de
la cueva, esa abertura tenebrosa de sus entrañas, es el in-
fierno. Para alcanzar el abismo y hacerse «corazón de la
creación». Cristo sitúa místicamente su nacimiento en el
fondo de ese abismo donde el mal se pudre en su última
densidad. Cristo ha nacido a la sombra de la muerte, la
Natividad inclina los cielos hasta los infiemos y conlem-
20 Mai tiñes del Gran Sábado.
21 Ibid.
280
piamos, acostado en el pesebre, «al Cordero de Belén que
ha vencido a la serpiente y dado la paz al mundo» 22 .
Estamos lejos de la idílica imagen de un parvulito. Es
ya el hombre de dolor de Isaías ( Is 53, 3). El símbolo bau-
tismal tiene la figura de la Cruz y el baño del niño anticipa
el baño bautismal de la Epifanía; ésta nos remite al drama-
tismo tan profundo de Romanos 6, al bautismo como sím-
bolo de la muerte. Efectivamente, los pañales del niño
tienen exactamente la forma de las vendas mortuorias que
nos muestra el icono de la Resurrección, y la inmovilidad
tan extraña del Cordero de Belén recuerda el texto de mai-
tines del Gran Sábado: «éste es el Sábado bendito, éste es
el Día del gran reposo. Pues en este día el Hijo único de
Dios descansa de todas sus obras». «La vida se ha dormi-
do y el infierno se estremece de espanto». Un texto de la
fiesta designa la finalidad de ese «descanso en vela ince-
sante»: «envuelto en pañales, deshace las cadenas fuerte-
mente anudadas de nuestros pecados», los pañales-vendas
mortuorias profetizan «la muerte vencida por la muerte».
Desde ahora los magos, como los textos lo van sugiriendo
gradualmente, simbolizan las mujeres mirróforas: «Dios
trae a los Magos para que lo adoren, prediciendo su Resu-
rrección después de tres días, con el oro, la mirra y el
incienso» 23 -«oro puro Como al Rey de los siglos; incienso
como al Dios del Universo y mirra, para Él, el Inmortal,
como muerto de tres días» 24 .
El niño se halla a la altura exacta del «número de oro» o
«sección dorada» como clásica dimensión de la Cruz. Y así
es como la Cruz se hace presente a través de esta propor-
22 Oración de despucs de la Liturgia.
23 Maitines de la Sinaxis de la Theotókos.
24 Vigilia de la Natividad.
281
ción geométrica, de suerte que el niño se encuentra en el
punto donde se encuentran sus brazos.
El niño acostado en la cueva ya es la bajada del Verbo a
los infiemos y la expresión, quizá más sobrecogedora, del
prólogo del cuarto Evangelio: «La luz luce en las tinie-
blas». La polaridad absoluta que contienen estas palabras
obliga a comprender «tinieblas» en su sentido último, in-
fernal, designando todo lo trágico del designio de Dios a
través de la historia. Visto desde el tiempo, es la más an-
gustiosa coexistencia de la Luz y de las tinieblas, de Dios y
de Satán... Visto desde la eternidad, «el Sol que se ha pues-
to con El disipa para siempre las tinieblas de la muerte»...
La presencia del buey y el asno, al lado del pesebre,
remite una vez más a Isaías: «el buey reconoce a su amo y
el asno el pesebre de su Señor, pero Israel no conoce nada,
mi pueblo no comprende nada» (Is 1, 3). El simbolismo del
becerro artificial y la burra del Rey entrando en Jerusalén
se refuerza con el de los pastores con sus ovejas y plantas
(queda excluido cualquier idilio bucólico) y muestra la
dignidad mesiánica del Niño: «De leche y de miel (Emma-
nuel) se alimentará hasta que sepa desechar lo malo y ele-
gir lo bueno» ( Is 7, 15). La Tierra Prometida es la imagen
del Reino mesiánico que mana leche y miel (Ex 3, 8). Mateo
(4, 15-16) cita a Isaías (8, 23-9), y lo relaciona con el anuncio
del nacimiento de Cristo: entonces «la montaña (mesiáni-
ca]... será tierra de bueyes y pasto para corderos» (Is 7, 24),
paisaje muy exacto del icono.
Pero los pastores nos recuerdan inmediatamente la fi-
gura del Pastor-Mesías. El significado de la cueva proyec-
ta una luz muy curiosa sobre la parábola del Buen Pastor
(Jtt 10, 1-21) y le da el alcance de una versión joánica del
«descenso a los infiernos». El Aprisco, donde las ovejas
esperan al verdadero Pastor, el Mesías, es el infierno, «el
valle de la sombra de la muerte» (Sal. 23, 4). «El que no
282
entra por la puerta... es un ladrón». Ladrón es el nombre
de Satán, que no puede entrar por la puerta que es Cristo,
introduciéndose entre las ovejas por caminos rodeados de
mentira. El Pastor-Mesías «las llama una a una y hace salir
a las ovejas», viene para «ponerlas fuera», fuera del apris-
co -infierno, muerte-, «para darles la vida» - «para condu-
cir a todo ser desde las puertas sin sol al esplendor
vivificante» 25 . El tema del Pastor se profundiza: El no es
solamente quien salvaguarda y guía, sino aquel que saca
de la muerte a la vida.
Así el icono aparece ahora con todo su significado me-
siánico y escatológico: la Navidad donde ya está todo ter-
minado y el terrible secreto de Dios que se hace Hombre
son proclamados con todas sus resultantes. «La eternidad
y el tiempo se abrazan». Efectivamente, el oficio de la pró-
tesis que abre la celebración de la liturgia oriental repre-
senta «el Cordero inmolado antes de la fundación del
mundo»; es la inmolación del amor divino en la eternidad.
El Cordero eucarístico está situado en el discos y después
de este ritual de inmolación preetema es cuando el sacer-
dote coloca encima el asterisco -estrella de Belén- dicien-
do: «Y la estrella llegó y se detuvo encima del lugar donde
se encontraba el niño» (Mf 2, 9). Este es el comienzo de la
liturgia donde se actualiza la inmolación en el tiempo.
El cordero de Belén es ya el Cordero Eucarístico. Anti-
guamente, en el desierto, el maná, «ese pan del cielo»,
alimentaba al pueblo hebreo. Hoy, en lo más profundo del
desierto del infierno se ofrece el «Pan de Vida». «Venid,
regocijémonos explicando este misterio. El muro de sepa-
ración (triple barrera) se ha invertido; el ángel de la espa-
da resplandeciente se retira y se aleja del 'árbol de la
25
Maitines, oda 4.
vida'» 26 . Según la tradición, la Cruz estaba hecha con la
madera del «árbol de la vida» edénico. La Cruz plantada
en el centro del cosmos florece en Arbol de la Vida rever-
deciendo de nuevo y ofreciendo su fruto de inmortalidad:
la santa eucaristía.
«Salve, oh Estrella que nos anuncia el Sol», - «Aurora
del Día místico». - Fuera de la cueva, revestida con púrpu-
ra real, la Basilissa -la Reina Theotókos- está tendida. Ago-
tada, descansa su cabeza en la mano y su mirada está
perdida en la contemplación del Evangelio de la salvación:
«ella conservaba todas estas palabras y las meditaba en su
corazón» (Le 2, 19). Madre, y sin embargo aparta la vista
de su hijo, nos acoge a todos y reconoce en nosotros el
nacimiento de su hijo, y al mismo tiempo es en ella donde
toda la humanidad ha pronunciado ese fiat cuyo sentido
explica admirablemente Nicolás Cabasilas: «La Encama-
ción fue no solamente obra de Dios, sino también obra de
la voluntad y de la fe de la Virgen. Sin el consentimiento
de la muy Pura, sin el concurso de su fe, ese designio era
tan irrealizable como sin la intervención de las Tres mis-
mas Personas divinas. Dios la toma por Madre y le toma
prestada la carne que ella quiere darle. Al igual que Él se
encamaba voluntariamente, también quería que su Madre
le diera a luz libremente y de buen grado» . Eva nueva.
Madre de todos los vivos, ha formulado su fiat por todos y
por eso simboliza la Iglesia. Virgo fidelis, ha respondido
con la fidelidad humana a la fidelidad divina de la prome-
sa. En ella culmina la esperanza del pueblo judío y ella es
la que resume esta larga espera llena de prefiguraciones y
de signos, cuya clave nos la da la ciencia divina.
% V ísperas déla Navidad .
77 //om. 5 obre ¡a Anunciación.
284
«Aquel que ha nacido de un Padre sin madre, en este
día, ha tomado carne en Ti sin padre » a ; la paternidad mis-
teriosa de Dios se refleja en lo humano en maternidad
milagrosa de la Virgen. Más conforme al alumbramiento
divino del Verbo por su Padre que al humano natural,
vemos hasta qué punto este milagro hace absurdo el con-
siderar a la Theotókos como «una mujer entre las muje-
res»... «Dando a luz en contra de las leyes de la naturaleza
y permaneciendo sellada», lleva en los iconos tres estrellas
sobre la cabeza y los hombros: signo de la virginidad an-
tes, durante y después del nacimiento de Cristo. Acostada
y destacándose netamente del conjunto, es la repre-
sentación de la humanidad, la Torre de la visión de Her-
mas, la Iglesia. Los nombres litúrgicos lo subrayan y
encuentran en el icono su imagen: Montaña Santa, Cum-
bre de la santidad. Roca original. En la fiesta de la recrea-
ción, ella es el don más sublime que el hombre haya sido
nunca capaz de ofrecer a Dios: «¿Qué vamos a ofrecerte,
oh Cristo, pues por medio de nosotros Tú naces en la tie-
rra como un Hombre? Cada una de las criaturas que son
tu obra te trae efectivamente su testimonio de gratitud: los
ángeles su canto, los cielos la estrella, los magos sus dones,
los pastores su admiración, la tierra la cueva, el desierto el
pesebre; pero nosotros los hombres Te ofrecemos una Ma-
dre Virgen» 29 . A través de los milenios y las generaciones,
la humanidad ha cultivado ese don, y sobre su pureza
reposó el Espíritu Santo. Misteriosa presencia de la Iglesia
ante Jesús, convergencia de la espera de Israel y de los
gentiles, ¿no ha confesado ya su Virginidad la raza de
Ismael?...
^ Kontakion, tono 2, Maitines.
29 Versos de la fiesta.
285
En el lado izquierdo está san José sumergido en una
profunda meditación. Visiblemente a parte, vemos que él
no es el padre del Niño. Los textos litúrgicos cuentan la
profunda agitación de José, asaltado por las dudas: «José
hablaba así a la Virgen María: '¿Cuál es el drama que veo
en Ti? Estoy sorprendido y mi espíritu está estupefacto'» 30 .
«¿Cómo vas tú a dar a luz, becerra, sin haber conocido el
yugo?» (cf. Deut 21, 3). Ante él está el diablo bajo el disfraz
del pastor Thyrsos (en ciertas composiciones, es un viejo
con cuernos y cola). Los apócrifos recogen sus palabras
tentadoras: «Así como este bastón [está doblado o roto, es
el cetro partido de su antiguo poderj no puede producir
follaje, tampoco un viejo como tú puede engendrar, y, por
otra parte, una virgen no puede parir»; pero el bastón de
pronto florece. «Llevando en su corazón una tempestad de
pensamientos contradictorios, el casto José se turba, pero
iluminado por el Espíritu Santo, canta felizmente: Alelu-
ya» 31 .
En la persona de san José, el icono describe un drama
universal y que se reproduce a través de todos los siglos.
Su contenido es siempre idéntico. El pastor-tentador afir-
ma que no hay más mundos que el visible y por lo tanto
que no existe ningún otro medio de nacer además del na-
tural. Es la negación del principio transcendente, y eso es
lo trágico del ateísmo sincero de un «corazón lento en
creer». El rostro de san José expresa a menudo la angustia
y casi la desesperación («la tormenta interior» según el
título de un icono) y en algunos iconos la Virgen lo mira
con una profunda e infinita compasión.
El mensaje del Evangelio se dirige a la fe y encuentra el
obstáulo, las dudas. El sufrimiento de la Madre refleja el
30 Versos de Sophrone.
31 Aeatista de la Theotókos.
286
sufrimiento del mismo Dios, su espera del don libre que se
expresa tan bien en el texto litúrgico: «Nosotros también te
ofrecemos más que un presente en dinero: la riqueza de la
fe verdadera, a Ti, el Dios y Salvador de nuestras almas».
Arriba se ven los magos, cuyos caballos llaman la aten-
ción por su ligereza y vida. «Tu natividad, oh Cristo nues-
tro Dios, ha hecho lucir en el mundo la luz del
conocimiento; merced a ella, los adoradores de los astros
poruña estrella han aprendido a adorarte» 32 . «Los poderes
humanos llegaron a su fin..., el politeísmo idólatra quedó
herido de muerte» 33 , «los sabios observadores de los astros
fueron llevados a Ti como primicia de las naciones» 34 .
Aquí hay un gran misterio de la sabiduría de Dios. Daniel
el fenicio, Job el idumeo, la reina de Saba, la princesa de
Arabia, o Melquisedec, el rey sin padre ni madre (Hebr 7,
3), «santos» y «justos», están sin embargo fuera de Israel,
pero «son agradables para Dios», pues «Le temen y practi-
can la justicia». A los Padres les gustaba hablar de las
«visitas del Verbo» antes de su venida plena. Junto a la
Alianza con Israel se encuentra el Testamento de los Gen-
tiles; su conocimiento de Dios ya es una forma de fe en la
Providencia y en sus intervenciones en la historia: «el Ver-
bo de Dios nunca ha dejado de estar presente en la raza de
los hombres» (san Ireneo). El Adviento cósmico es el que
une la espera mesiánica de los Judíos y la inspiración pro-
fética de los sabios paganos: «A unos Dios les ha dado la
ley, a otros la profecía» (Clemente de Alejandría). La Fi-
lantropía divina recibe a los sabios de todos los tiempos. Si
los mejores son los «profetas suscitados por el Verbo», es
porque por encima de la ciencia de los hombres y de toda
33 Apolítico, tono 4 o .
33 Versos de Cassia.
34 Maitines, oda 4*.
287
creación de su espíritu brilla la estrella de Belén, que seña-
la al Logos, conduce a la Teognosia y hace doblar las rodi-
llas en acto de adoración. Los sacerdotes del Sacerdocio
regio, los filósofos y los sabios, todos los servidores de la
Cultura, en la medida en que ésta suscita el culto del Espí-
ritu, aprenden del Paráclito a cantar su alabanza. Su crea-
ción en sus puntos avanzados y purificados se justifica
cuando penetra en este mundo y dibuja por anticipación
profética la imagen del Reino. En otros iconos los pastores
tocan alegremente la flauta: «El luto había hecho callar la
música y los cantos; pero Cristo, levantándose en Belén,
pone fin a los extravíos de Babilonia y da curso a las armo-
nías de la música» - «Cantad, pues el Señor ha nacido» 35 .
Los ángeles vestidos de rojo y oro -reflejo de la Majes-
tad divina- están representados en su doble ministerio: a
la izquierda, están vueltos hacia arriba, hacia la Fuente de
la Luz; es la alabanza incesante de Dios, la liturgia celeste;
el de la derecha se inclina hacia el pastor y es el servidor
de lo humano, el ángel de la Encamación. En su inclina-
ción hacia los hombres se siente toda la ternura angélica
de protección, la vigilia que no cesa del ángel de la guar-
da. En las horas del silencio podemos adivinar la presen-
cia de éste, oir su voz, esa voz que nos parecerá en el
Reino la más familiar, la más conocida, casi la nuestra...
La última mirada recoge la primera visión y se termina
en una alegría muy pura; el Paráclito lo sugiere: «¡Cristo
nace, glorifiquémosle; Cristo desciende de los cielos, id a
su encuentro; Cristo está en la tierra, exaltadlo!. ¡Cantad al
Señor, toda la tierra, y en vuestra alegría, pueblos, cele-
bradlo!»
35 Maitines, oda 7 *.
288
CAPITULO IV
El icono del bautismo del Señor
(la Epifanía)
Hasta el siglo IV, la Natividad y el Bautismo del Señor
se celebraban el mismo día'. Su unidad es aún visible en la
estructura similar de los oficios de esas dos fiestas y mues-
tra una cierta finalización del acontecimiento de la Nativi-
dad en el del Bautismo. «En su Natividad, dice san
Jerónimo, el Hijo de Dios vino al mundo de una manera
escondida; en su Bautismo, apareció de forma manifiesta».
San Juan Crisóstomo también dice: «la Epifanía no es la
fiesta de la Natividad, sino la del Bautismo. Antes era des-
conocido para el pueblo; por el Bautismo se revela a to-
dos» 1 2 .
El Espíritu Santo reposa eternamente sobre el Hijo;
«fuerza manifestadora», revela el Hijo al Padre y el Padre
al Hijo y realiza así la filiación divina; es la «alegría eter-
na... donde los tres se complacen juntos» 3 . La Encamación
se arraiga en el mismo acto de filiación, pero va cubriendo
progresivamente la humanidad de Cristo.
1 En Antioquía, las fies las se separan en 326. Constituciones Apostólicas V, 12; VIH,
33.
2 I iom. 37 sobre el Bautismo.
3 San Grkoorjo PalaMas, Cap . fis . 37; P . C . 1 50, 1 144.
289
En la Natividad, el Espíritu Santo desciende sobre la
Virgen y la hace realmente Theotókos, Madre de Dios: «el
hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (Le
1, 35). «El niño crecía... y la gracia de Dios estaba en él» (Le
2, 40). «Jesús crecía en sabiduría y edad y en gracia» (Le 2,
52). Por ser «verdadero hombre», la naturaleza humana de
Cristo pasa por su crecimiento natural y progresivo; la
gracia del Espíritu lo acompaña, pero aún no es la Hipós-
tasis del Espíritu reposando en él como reposa eternamen-
te en su divinidad. Ahora bien, hablando del Bautismo,
san Cirilo de Jerusalén y san Juan Damasceno 4 citan los
Hechos 00, 38): «Dios ha ungido de Espíritu Santo a Jesús
de Nazaret», y subrayan en el acontecimiento el punto
culminante de la madurez, la manifestación de la humani-
dad del Señor desde entonces deificada plenamente. El es
el Cristo, el Ungido; el Espíritu revela su Humanidad al
Padre y el Padre lo recibe como su Hijo: «En ese momento
una voz se oyó en los cielos que decía: Este es mi Hijo
amado, en quien tengo mis complacencias» (Mf 3, 17). El
Espíritu desciende sobre el Hijo encamado como el soplo
de adopción en el mismo momento en que el Padre dice:
«Hoy te he engendrado» 5 .
«Mis complacencias» o «mi favor» es el amor recíproco
del Padre y del Hijo que desde entonces reposa en Cristo
en el descenso hipostático del Espíritu. El Dios-Hombre se
revela realmente Hijo en sus dos naturalezas y esa pleni-
tud del «verdadero Dios y verdadero Hombre» se reafir-
mará en el momento de la Transfiguración como un acto
manifestado ya en el Bautismo: «Este es mi Hijo amado».
Por eso el Bautismo se llama Teofanía, Epifanía, manifes-
tación de las Tres Personas en su testimonio unánime. Si el
4 Def. ort., V, 9.
5 Variante del texto de san Lúea s que cita el S. 2, 7.
290
tropario de la Transfiguración dice: «Te has transfigura-
do... para mostrar a tus discípulos tu gloria», el tropario
del Bautismo anuncia: «En tu Bautismo en el Jordán, oh
Cristo..., la voz del Padre te rindió testimonio dándote el
nombre de Hijo amado y el Espíritu, en forma de paloma,
confirmaba la irrefragable verdad de estas palabras...»
De esta manera Jesús crece hasta su madurez. «Tenía
unos treinta años» (Le 3, 23) cuando en la sinagoga de
Nazaret anuncia él mismo solemnemente: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, él me ha ungido» (Le 4, 18). Este es el
misterio propio de la Encarnación. La humanidad de Cris-
to pasa por su libre determinación. Jesús se consagra cons-
cientemente a su misión terrestre, se somete enteramente a
la voluntad del Padre y el Padre le responde enviando
sobre El el Espíritu Santo.
Todo este simbolismo denso y recogido del Bautismo
que nos muestra el icono de la fiesta, hace comprender la
imponente amplitud de este acto: es la muerte en la Cruz;
Cristo, al decir a san Juan: «conviene que cumplamos toda
justicia» (Mt 3, 15), anticipa las últimas palabras que reso-
narán en el jardín de Getsemaní: «Padre, hágase tu volun-
tad...» La correspondencia litúrgica de las fiestas lo
subraya explícitamente: así los cantos del oficio del 3 de
enero presentan una analogía sorprendente con los del
Miércoles Santo, el oficio del 4 de enero con el del Jueves
Santo y el oficio del 5 de enero con los del Viernes Santo y
del Sábado de la Pasión.
San Juan Bautista está revestido de un ministerio de
testimonio: es el testigo de la sumisión de Cristo, de su
última kénosis. Pero en san Juan Bautista como Arquetipo 6 ,
como representante de la especie humana, toda la Huma-
6
Ver el comentario del icono de la Deisis en mi obra \u Mujer y la salvación del
mundo.
291
nidad es el testigo del Amor divino. La «Filantropía de
Dios» culmina en el acto del Bautismo, «cumplimiento de
la justicia», con la muerte y la resurrección en último tér-
mino, cumplimiento de la decisión preetema que hemos
contemplado en el icono de la Trinidad.
«Aconteció, pues, que, como todo el pueblo se bautiza-
ba, Jesús se hizo también bautizar» (Le 3, 21). El Verbo
viene a la tierra, hacia los hombres, y nosotros estamos en
presencia del Encuentro más conmovedor de Dios y de la
Humanidad («todo el pueblo»). Místicamente, en Juan
Bautista todos los hombres se reconocen «hijos en el Hijo»,
«los hijos amados» en el «Hijo amado» y, por lo tanto, los
«amigos del Esposo», los
testigos. El fíat de la Virgen fue el
sí de todos los hombres a la Encamación, a la venida de
Dios «a los suyos». En san Juan, otro de los «suyos», todos
los hombres dicen fíat al Encuentro, a la Amistad divina, a
la Filantropía del Padre, Amigo de los hombres. Como
Simeón «empujado por el Espíritu» encuentra y recibe al
niño Jesús, Juan encuentra y recibe a Jesús-Mesías: «Hubo
un hombre enviado de Dios, se llamaba Juan; vino como
testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creye-
sen por él» (Jn 1, 6-7). El testifica por todos, en lugar de
todos, y este testimonio es un acontecimiento en el interior
de la humanidad total y concierne a todo hombre.
El cuarto Evangelio habla de Juan en su «prólogo», jus-
to después de «Al principio era el Verbo», y cuando lee-
mos «hubo un hombre enviado de Dios», sentimos que su
llegada, en cierto sentido, también viene del «comienzo»,
de la eternidad. El cielo se abre ante él y «le rinde testimo-
nio: He visto al Espíritu descender sobre El... Este es el
Hijo de Dios» (jn 1, 29-34); en estas breves palabras ya
está, de forma reducida, todo el Evangelio. Juan es el que
sabe, señala al cordero, pues está iniciado en el misterio
del «Cordero inmolado desde la fundación del mundo»...
292
Juan no ha «predicho» nada y es el mayor profeta; co-
mo el dedo de Dios, señala a Cristo. Es el más grande
porque es el más pequeño, es decir, está liberado de su
propia suficiencia para ser sólo el que «está ahí», que goza
oyendo la voz del Esposo, que es el amigo del Esposo y
cuya alegría es grande, sin medida. Es la proximidad más
íntima en donde la Palabra tiene eco. El es a imagen del
Hijo, que es por entero la Palabra del Padre; es también a
imagen del Espíritu, pues «no dice nada de sí mismo sino
que habla en nombre de Aquel que ha venido». Es ese
«violento que arrebata los cielos» y su martirio ilustra ad-
mirablemente un antiguo logion monástico: «da tu sangre
y recibe el Espíritu»... Junto con la Theotókos está al lado
del Cristo Juez e intercede por todos los hombres. El pue-
de hacerlo, pues su «amistad» alcanza el nivel de otro gran
espiritual cuya historia se nos cuenta en los Apophtegmata
Patrum : «San Paissius el Grande rogaba por su discípulo
que había renegado de Cristo, y, mientras oraba, el Señor
se le apareció y le dijo: 'Paissius, ¿por qué oras? ¿No sabes
que ha renegado de mí?' Pero el santo no dejaba de apia-
darse y de rogar por su discípulo, y entonces el Señor le
dijo: 'Paissius, te has asimilado a mí por tu amor...'»
La liturgia llama a Juan «predicador, ángel y apóstol». El
testimonia y su voz de amigo del Esposo suscita la prime-
ra vocación apostólica: «Andrés y Juan siguen a Jesús» (/«
1, 37). Más tarde deja este mundo y desciende a los infier-
nos como Precursor de la Buena Nueva.
El bautismo de Juan antes de la Epifanía sólo era un
«bautismo de penitencia para la remisión de los pecados»
(Le 3, 3), era la conversión de la última espera. Yendo al
Jordán, Jesús no iba a hacer penitencia, porque El no tenía
pecado; decir que daba ejemplo de humildad no responde
tampoco a la grandeza del acontecimiento. El bautismo de
Jesús es su Pentecostés personal, el descenso del Espíritu
293
Santo y la Epifanía trinitaria: «En el momento de tu bautis-
mo en el Jordán, Señor, se manifestó la adoración que se
debe a la Trinidad» (tro parió de la fiesta). De esta plenitud
surge el sacramento del bautismo en el nombre de Jesús, y
esta palabra se precisa inmediatamente en la fórmula bau-
tismal plenaria: «En el Nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo». Los textos litúrgicos llaman a la fiesta «el
gran Año Nuevo», pues «el universo se renueva en la luz
de la Trinidad». Precisamente los Obispos escogen ese mo-
mento para anunciar a las iglesias el tiempo de la gran
cuaresma y la fecha de la celebración de la Pascua.
El icono de la Epifanía reproduce el relato evangélico,
pero añade algunos detalles tomados de la liturgia de la
fiesta y muestra lo que Juan habría podido contar. Sobre el
icono, el fragmento de un círculo representa los cielos que
se abren, y a veces de un pliegue, que parece la franja de
una nube, sale la mano del Padre que bendice. De ese
círculo salen rayos de luz, atributo del Espíritu Santo, que
iluminan la Paloma. Reminiscencia de las palabras inicia-
les «Que se haga la Luz», la «energía manifestadora» del
Espíritu revela al Dios trinitario: «La Trinidad, nuestro
Dios, se nos ha manifestado sin división». Cristo ha veni-
do para ser la luz del mundo que «ilumina a los que habi-
taban en las tinieblas» ( Mat 4, 16), de ahí el nombre de
«Fiesta de las luces» 7 . «Mientras Jesús se sumergía en el
agua, el fuego se encendió en el Jordán» 8 : éste es el Pente-
costés del Señor, y el Verbo prefigurado por la «columna
de luz» nos muestra que el bautismo es iluminación, naci-
miento del ser a la luz divina.
Antaño, en la vigilia de la fiesta, tenía lugar el bautismo
de los catecúmenos y el templo estaba inundado de luz,
7 San Gregorio Nacianckno, Or. XI, 46; Or. XL, 24.
8 TATTEN, Díatessaron. 88, 3; cf . Evangelio de los Nazarenos.
294
símbolo de iniciación en el conocimiento de Dios. El testi-
go de esta luz, san Juan, ha sintonizado con el aconteci-
miento, pues él mismo es «la lámpara encendida y
brillante» y la gente venía «a gozar de su luz» ( Jn 5, 35).
El descenso del Espíritu Santo en forma de Paloma tra-
duce el movimiento del Padre que va hacia su Hijo. Por
otra parte se explica, según los Padres 9 , por la analogía con
el diluvio y con la paloma con la rama de olivo, signo de la
paz. El Espíritu Santo planeando sobre las aguas primor-
diales ha suscitado la vida, al igual que planeando sobre
las aguas del Jordán suscita el segundo nacimiento de la
nueva criatura.
Cristo está representado de pie en el fondo del agua,
«recubierto por las aguas del Jordán». Desde el comienzo
de su misión, Jesús afronta los acontecimientos cósmicos
que encierran los poderes tenebrosos: el agua, el aire y el
desierto. La travesía del Mar Rojo es uno de los símbolos
del bautismo: la victoria de Dios sobre el dragón del mar,
el monstruo Rahab. Un idiomelo de la fiesta hace oir al
Señor diciendo a Juan Bautista: «Profeta, ven a bautizar-
me... Tengo prisa en hacer perecer al enemigo escondido
en las aguas, el príncipe de las tinieblas, para librar al
mundo de sus redes otorgándole la vida eterna». De esta
manera, entrando en el Jordán, el Señor purifica las aguas:
«Hoy las aguas del Jordán se han vuelto remedio y todas
las criaturas son regadas por olas místicas...» ( oración de
san Sofronio ). Todo el universo recibe su santificación:
«Cristo es bautizado; sale del agua y con El vuelve a le-
vantar el mundo» ( idiomelo de Cosmos). «El rompe la cabe-
za de los dragones y vuelve a crear a Adán»; es la
recreación del ser humano, su regeneración en el lavacrum
9 San Juan Damasceno, De Pide Oí., III, 16.
295
purificador del sacramento. Dídimo el Ciego 10 precisa:
«Dios me ha dado por Madre la fuente bautismal (Iglesia),
por Padre el Altísimo, por hermano el Señor bautizado
por todos nosotros».
En el icono, con su mano derecha Cristo bendice las
aguas y las prepara para hacerlas aguas del bautismo, a
las que santifica con su propia inmersión. El agua cambia
de significado: antes imagen de la muerte (diluvio), es
ahora «la fuente de la vida» (Apoc 21, 6; ]n 4, 14). Sacra-
mentalmente, el agua del bautismo recibe el valor de la
sangre de Cristo.
A los pies del Señor, en las aguas del Jordán, el icono
muestra dos figurillas humanas, ilustración de los textos
veterotestamentarios que forman parte del oficio: «Viole el
mar y huyó; y el Jordán se echó para atrás» (Sal 1 14, 3). El
tropario (tono 4) explica: «El Jordán se echó para atrás
antaño por el manto de Elíseo, y las aguas se dividieron,
dejando un paso seco, a imagen verdadera del bautismo
por el cual atravesamos el curso de la vida». Imagen sim-
bólica que habla de la metanoia aún visible de la naturaleza
cósmica, del viraje de su ontología. La bendición «de la
naturaleza acuática» santifica el principio mismo de la vi-
da terrestre. Por eso, después de la liturgia divina, tiene
lugar la «gran bendición de las aguas» (de un río, de una
fuente o simplemente de un recipiente colocado en la igle-
sia).
Al hablar de las aguas no santificadas, imagen de la
muerte-diluvio, la liturgia las llama «tumba líquida», hu-
datostrótos taphos. En efecto, el icono muestra a Jesús en-
trando en las aguas como en una tumba líquida. Esta tiene
la forma de una caverna sombría (imagen iconográfica del
10 P.G. 39, 692 B.
296
infierno) que contiene todo el cuerpo del Señor (imagen del
entierro, reproducida en el sacramento del bautismo por
inmersión total, símbolo del triduutn pascual), para «arran-
car al jefe de nuestra raza de la estancia tenebrosa». Conti-
nuando el simbolismo anticipador de la Natividad, el
icono de la Epifanía muestra el predescenso de Cristo a los
infiernos: «Habiendo bajado a las aguas, ató al fuerte»".
San Juan Crisóstomo comenta: «La inmersión y la emer-
sión son la imagen del descenso a los infiernos y de la
resurrección» 12 .
Cristo ha sido representado desnudo, se ha vestido con
la desnudez adánica y así da a la humanidad su vestido
paradisíaco de gloria. Para mostrar su soberana iniciativa,
ha sido representado caminando o dando un paso hacia
san Juan: acude libremente e inclina la cabeza. Juan se
asusta: «¡soy yo quien necesita ser bautizado por ti, y tú
vienes a mí!...» Jesús le ordena: «déjame ahora». Juan ex-
tiende la mano derecha en un gesto ritual, en la mano
izquierda sostiene un rollo, texto de su predicación.
Los ángeles de la Encarnación están en actitud de ado-
ración, y sus manos cubiertas en signo de veneración. Sim-
bolizan también e ilustran las palabras de san Pablo ( Gal 3,
27): «Vosotros que habéis sido bautizados en Cristo, os
habéis vestido de Cristo...»
" San Ciriio df Jrrusai.en, P . C . 33, 441 B.
12 I iom . 1 Cor . 40; P . G . 61, 34 B.
297
CAPITULO V
El icono de la transfiguración
del Señor
En la luneta central de Santa Sofía, en Constantinopla,
Cristo sostiene el evangelio abierto en las palabras «Yo soy
la Luz del mundo». La teognosia de los Padres, fuerte-
mente marcada por la escatología, se centra naturalmente
en la Transfiguración, la Resurrección y la Parusía del Se-
ñor. En esta visión el tema de la luz está puesto de relieve
de manera sobrecogedora. Como un relámpago, atraviesa
la iconografía oriental, se sitúa en su elemento y hace de
ella una grandiosa «mística solar». Antiguamente, todo
iconógrafo-monje comenzaba su «arte divino» pintando el
icono de la Transfiguración. Esta iniciación viva y directa
enseñaba ante todo que el icono se pinta no tanto con los
colores como con la luz tabórica. Según la tradición, la
presencia conductora del Espíritu Santo se manifiesta pre-
cisamente en la luminosidad del mismo icono, suprimien-
do ésta cualquier fuente definida de luz en una
composición iconográfica.
La liturgia de san Juan Crisóstomo se termina con la
confesión que canta toda la asamblea: «hemos recibido el
Espíritu celeste, hemos visto la luz verdadera», la hemos
visto pues hemos recibido el Espíritu. No es lirismo poéti-
co, sino la afirmación plena y fuerte de lo auténticamente
299
vivido: hemos visto realmente la luz. Por eso san Simeón
el Nuevo Teólogo declara en un sermón: «Dios es Luz y
los que Él hace dignos de verle lo ven como Luz... Aque-
llos que no han visto esta Luz, no han visto a Dios, pues
Dios es Luz...»
El Señor prepara muy particularmente a sus discípulos
para la visión inminente y lo hace en términos bastante
enigmáticos, lo cual subraya la importancia última del
acontecimiento: «En verdad os digo que algunos de los
aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean venir
en poder el reino de Dios» (Me 9, 1), y más precisamente:
«antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su Rei-
no» (MI 16, 28). Efectivamente, los apóstoles Pedro, Santia-
go y Juan han sido escogidos, en vida, como «testigos
oculares de su majestad... Estábamos con El en la montaña
santa» (2 Peí, 16-18).
«Se transfiguró ante ellos: su rostro resplandecía como
el sol, y sus vestidos se hicieron deslumbrantes como la
luz». Moisés y Elias estaban a su lado. «Una nube resplan-
deciente los cubrió con su sombra, y una voz desde la
nube decía: 'Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi
complacencia...'» (Mt 17, 1-8).
San Gregorio Nacianceno 1 y san Juan Damasceno 2 ex-
presan una tradición unánime: la luz revelada a los após-
toles era la manifestación del «esplendor divino», «gloria
intemporal» e «increada». Vemos bien que se trata de la
visión de Dios y por eso la Transfiguración del Señor se
sitúa en el centro de la teología contemplativa de los Pa-
dres. San Gregorio Palamas busca precisiones doctrinales
y da una fórmula incisiva y fundamental para el Oriente:
1 Sermón 40, sobre el Bautismo; P.C. 36, 365.
2 Homilía sobre la Transfiguración , P.C. 96, 552.
300
«Dios es llamado Luz no por su Esencia, sino por su Ener-
gía» 3 -
Llegada con Juan Clímaco, Simeón el Nuevo Teólogo,
Gregorio el Sinaíta, sólo con Gregorio Palamas, su porta-
voz, se ha pronunciado plenamente la tradición hesicasta
acerca de la naturaleza de la comunión entre Dios y el hombre.
Los Concilios (1341, 1347, 1351-52) reunidos en Constanti-
nopla consagran su doctrina como la expresión más co-
rrecta de la enseñanza dogmática de la Iglesia, en
particular con el Tomo sinodal de 1351.
La «superesencia» divina es radicalmente transcenden-
te al hombre y obliga a una afirmación antinómica, pero
nunca contradictoria, de la absoluta inaccesibilidad de
Dios en sí, y, por otra parte, de sus manifestaciones parti-
cipares, de sus operaciones inmanentes en el mundo.
Dios «sale» en sus energías y allí está totalmente presente.
Son dos modos de existencia y de presencia de Dios: en su
esencia transcendente y en sus energías inmanentes. La
energía nunca es una parte de Dios, sino que es Dios en su
revelación sin que pierda nada de la «no salida» radical de
su esencia. Las energías son comunes a las Hipóstasis de la
Trinidad, son increadas y accesibles a la criatura. La dis-
tinción-identidad de la esencia y de la energía no afecta de
ninguna manera a la unidad, indivisibilidad y simplicidad
divinas, así como la distinción entre las Hipóstasis no hace
de Dios un compuesto. Incluso san Agustín se ve obligado
a llamar a Dios simpliciter multiplex 4 . Dios es más que el
ser, sobre todo bajo una forma lógica, pues es el creador
de toda forma, y por eso se encuentra por encima y más
allá de todo concepto. La simplicidad de Dios es «otra»,
diferente de nuestra idea antropomorfa de simplicidad. Ya
3 Contra Akindynos, PC. 150, 893.
4 Decivit. Dei , 12, 18.
301
todo el dogma es antinómico, metalógico, pero nunca con-
tradictorio.
La afirmación fundamental: la transcendencia de la
esencia inaccesible y la inmanencia de las energías partici-
pables, de las operaciones, de la gracia, no es una abstrac-
ción, si determina toda la teología oriental es por ser una
cuestión de vida o muerte, pues está en el corazón de la
economía divina de la salvación, de la realidad misma de
la comunión entre Dios y el hombre. En efecto, el hombre
no puede participar en la esencia misma de Dios (en ese
caso sería Dios), y por otra parte toda comunión con un
elemento creado (gracia creada) no es comunión con Dios.
El hombre entra en la comunión más real con las energías
divinas, y, como en el misterio eucarístico, con una parcela
recibe a Dios entero. La comunión no es ni sustancial (pan-
teísmo) ni hipostática (el único caso es el de Cristo), sino
energética y en sus energías Dios se hace totalmente pre-
sente.
Esta comunión sobrepasa tanto lo inteligible como lo
sensible y permite al ser entero del hombre participar en la
vida divina; el cuerpo también tiene la experiencia de las
cosas divinas, dice Palamas. Por eso se puede ver a Dios
con los ojos «transformados por el poder del Espíritu».
Según san Pablo ( Col 2, 9), «toda la plenitud de la divini-
dad habita corporalmente» en la humanidad de Cristo,
«antorcha de cristal» a través de la cual resplandece la luz
de la Trinidad. En el relato evangélico brota del Cristo
Transfigurado. Pero la transfiguración es, de hecho, la de
los apóstoles, quienes, por un momento, «pasaron de la
carne al Espíritu», y recibieron la gracia de ver la humani-
dad de Cristo como un cuerpo de luz, de contemplar la
gloria del Señor escondida en su kénosis y bruscamente
desvelada a sus ojos abiertos. Esta luz es la energía en la
cual Dios se da por entero y su visión constituye el «cara a
302
cara», misterio del Octavo Día y estado de deificación. Po-
see «el valor de la segunda venida de Cristo... y el Señor
en los Evangelios la llama Reino de Dios».
El icono nos hace ver a Cristo aparecido a los apóstoles
bajo la «forma de Dios», como una de las Hipóstasis de la
Trinidad, y esta aparición constituye una Teofanía trinita-
ria, con la voz del Padre y el Espíritu Santo en la nube
luminosa. «Luz inmutable del Padre, oh Verbo, en tu ful-
gurante luz hemos visto hoy, en el Tabor, la luz que es el
Padre y la luz que es el Espíritu iluminando a toda criatu-
ra» C Maitines , Exapostilario automelo). Los acontecimientos
cercanos proyectan su luz por anticipación; ese es el senti-
do de las palabras del Señor antes de su Pasión: «Ahora ha
sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorifi-
cado en El» (/« 13, 31), «Llegó entonces una voz del cielo:
Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré» ( ]n 12, 28).
El Kontakion de la fiesta precisa que la gloria se muestra
a los discípulos «a cada uno según su capacidad», a medi-
da de su receptividad. Cristo conversa con Moisés y Elias
de su futura Pasión; para no inducir a los apóstoles a la
tentación por la dura prueba de la cruz, aparece en el res-
plandor de su gloria divina. El Padre testifica la divina
filiación de Cristo para que los apóstoles «comprendan
que la pasión era voluntaria» y se den cuenta de que el
Señor es «en verdad el esplendor del Padre».
El icono muestra a los discípulos precipitados de la
cumbre escarpada, consternados y aterrados por la visión
fulgurante. A menudo, Pedro, a la derecha, arrodillado,
levanta la mano para protegerse de la luz; Juan, en medio,
cae volviendo la espalda a la luz; Santiago, a la izquierda,
huye o se queda boquiabierto.
5 Citado por J. Meyendorff, CKT-jCORJO Pai.amas, Defensa de los santos hesicaslas,
Lovaina, p. 166.
303
El contraste deseado llama poderosamente la atención.
Opone a Cristo como inmovilizado en la Paz transcenden-
te que emana de sí, baña las figuras inclinadas de Moisés y
Elias y forma el círculo perfecto del más allá, con el dina-
mismo agitado de los apóstoles, abajo, todavía muy huma-
nos ante la Revelación que los turba y hace caer en tierra.
Esta oposición subraya admirablemente, con sus propios
medios artísticos, el carácter increado de la luz de la
Transfiguración.
Maravillado por la visión, san Pedro quería «plantar las
tiendas», instalarse en la Parusía, en el Reino, antes del fin
de la historia. Es una tentación evidente y san Gregorio
Palamas vuelve varias veces sobre el sentido de la historia
como una escena inmensa de la economía de la salvación.
El mundo entero está destinado al Reino, debe ser transfi-
gurado en «nueva tierra». El hombre, en cierto sentido,
dice, es superior al ángel porque es espíritu encarnado, por-
que vive en continuidad estrecha con el cosmos, contiene
toda la creación y condiciona su estado. La naturaleza gi-
me ( Rom 8) y espera ser liberada, salvada en el hombre
cristificado, en definitiva, dueño y señor del universo. «El
hombre verdadero, dice Palamas, cuando la luz le sirve de
camino, se eleva sobre las cimas eternas; contempla las
realidades metacósmicas, sin separarse de la materia que lo
acompaña desde el principio... llevando a Dios, a través de
él, todo el conjunto de la creación». Vemos por qué la pre-
gunta de Pedro no ha recibido respuesta; la Resurrección y
el Reino vienen por la Cruz y es necesario atraer hacia ella
«todo el conjunto de la creación». Tras la breve irrupción
del Octavo Día, hay que reemprender la misión apostólica
a su luz, reencontrar el mundo y descender a su infierno.
«¿Acaso no es evidente, escribe Palamas, que no hay
más que una sola y única luz divina: la que los apóstoles
vieron en el Tabor, la que las almas purificadas contem-
304
plan desde ahora y que es la realidad misma de los bienes
eternos venideros? Este es el motivo por el que el gran
Basilio ha dicho que la luz que brota del Tabor, en el mo-
mento de la Transfiguración del Señor, era el preludio de
la gloria de Cristo en su segunda venida» 6
De este modo el icono de la Transfiguración aparece
como el preludio del icono de la Parusía, y podemos con-
templarlo en la actitud de los apóstoles «aterrados» y reci-
birlo «según nuestra capacidad». Cuanto más misterioso
se revela Dios, más envuelve al hombre con su «proximi-
dad ardiente». Dios se da a los hombres según su sed,
dicen los espirituales. A algunos, que no pueden beber
más, sólo les da una gota. Pero a Él le gustaría dar oleadas
enteras, para que, a su vez, los cristianos puedan desalte-
rar el mundo...
Cristo está en el centro de un diagrama llamado gloria
oval, formado por círculos concéntricos, totalidad de las
esferas del universo creado. Según el Ars Magna, las tres
esferas contienen todos los misterios de la creación divina.
Un pentáculo, inscrito a menudo en el centro de la gloria
oval, representa la «nube luminosa», signo del Espíritu
Santo y fuente transcendente de las energías divinas. Moi-
sés y Elias simbolizan la ley y los profetas, como también
los muertos (Moisés) y los vivos (Élías, llevado al cielo en
un carro de fuego). Más conforme al icono, la explicación
(vísperas, versos del tono 1) de que los dos son grandes
videntes de la Antigua Alianza (visión de Dios en el Sinaí
y en el Carmelo).
Los israelitas cantaban subiendo el monte Sión el salmo
Judica me: «Envíame tu luz y tu verdad: ellas me guiarán y
me conducirán a Tu montaña santa...» La montaña santa
6 Tr. 1, 3, § 43. Otado por MEYENDORFT, Introducción al estudio de Gregorio Palomas,
p. 268.
305
constituye un elemento esencial del paisaje bíblico. La ico-
nografía muestra a menudo a Cristo de pie o sentado en la
cumbre de la montaña de donde nacen ríos paradisíacos,
donde brota la Fuente de la vida que se divide en cuatro
brazos. Nuevo Adán, Cristo restaura la naturaleza confor-
me a la visión de Dios: «Quien dice 'Yo soy el que soy 7 se
ha trasfigurado hoy en el Tabor para mostrar en sí la natu-
raleza humana revestida de la belleza original de su ar-
quetipo». «La montaña se cubrió de luz... los cielos se
estremecían y la tierra temblaba al contemplar al Señor de
gloria. Todo muestra júbilo hoy, pues en la luz divina res-
plandece toda la naturaleza. Por eso exclama con alegría:
Cristo se ha transfigurado. Él, el Salvador del mundo»
( idiomelos de Cosmas y de Anatole, en las vísperas).
«Estamos muy bien aquí», dice san Pedro. Expresa su
arrebato al encontrarse en el estado inicial del mundo
cuando Dios, al contemplarlo, «vio que era bello». Así es
como Dios ha creado el mundo, aunque su verdad perma-
nezca aún escondida. Sin embargo, el velo se ha levantado
en la cima del Tabor y los discípulos antes de aterrorizarse
han experimentado el gozo perfecto.
El icono es más que un arte. La distancia entre estas dos
visiones es tan grande que hay que seguir el consejo litúr-
gico: «que toda carne se calle» y entonces, en un recogi-
miento silencioso, los ojos se abren y el icono se anima y
hace sensible su mensaje secreto, como la luz de la Transfi-
guración apareció a los tres apóstoles escogidos por el Se-
ñor. Un resplandor semejante, la imagen del mundo
futuro, nos alcanza como una verdadera Fiesta de la Belle-
za. Ahora bien. Cristo conversa con Moisés y Elias y les
habla de su Pasión, de la Belleza crucificada, pero, precisa-
mente porque es crucificada, resplandece más aún. El
Amor, incluso en Dios, sólo puede ser sacrificial; por lo
tanto, la Cruz y el camino de la Cruz que el mundo actual
306
sigue tras los pasos de Cristo; no obstante, la Cruz, y este
es el mensaje secreto del icono, resplandece ya con la luz
de la mañana de Pascua.
307
CAPITULO VI
El icono de la crucifixión
«El Cordero crucificado antes de la creación del mun-
do» entra en la Historia para ser crucificado bajo Pondo
Pilato, en Jerusalén. El Unico, sin mancha ni sombra, viene
al mundo envenenado por el pecado. La hostilidad, el odio
ontológicode 1 Pervertido hacia el Santo, el Puro, el Inocen-
te, alcanza tal intensidad que la Cruz se hace evidente,
inexorable: «El Hijo del hombre será entregado en manos
de los pecadores» ( Mt 26, 45), también en manos del «dios
de este mundo»...
En su Encamación,* el Verbo tomó la totalidad de la
naturaleza humana, todos y cada uno se encuentran en
ella. El primero y el segundo Adán constituyen dos polos,
dos centros que coexisten en la humanidad total y en cada
hombre. «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» {Mt
6, 21), cada uno puede libremente escoger su eje exist-
encial. El fundamento objetivo y universal de la salvación
se aplica a todo el género humano, pero la salvación cul-
mina efectivamente, es asumida personalmente, nominati-
vamente, en la libre opción de cada uno; ahí reside el
drama inmenso del mismo Dios. «Dios lo puede todo, me-
nos obligar al hombre a que lo ame», dice el célebre axio-
ma de los Padres de la Iglesia...
309
El Hijo de Dios se presenta ante su Padre como «Hijo
del Hombre». El segundo Adán se identifica con el prime-
ro y se hunde, en Getsemaní, en la noche mortal de la
angustia: «Ahora mi alma se siente turbada... ¡Mas para
esto he llegado a esta hora!» (Jn 12, 27). Cristo se hace el
sujeto del pecado libremente aceptado. Ecce Horno, y por otra
parte: «ya no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en
mí», los Yo humanos de los dos Adán coinciden, se identi-
fican. Es el «amor loco» ( mánikon éros según la expresión
de Nicolás Cabasilas) del Dios-Hombre, su amor-límite
para con su hermano caído.
El Padre tiende el cáliz de las iniquidades humanas a
su Hijo, le obliga a sobrepasar el sobrecogimiento, el pa-
vor de su esencia humana no ante el sufrimiento físico
sino frente a la carga aplastante del Pecado universal, fren-
te al paso misterioso y temible por las puertas de la muer-
te. Su grito de «alejar el cáliz» no fue atendido por el
Padre, su libertad humana debía aceptar la Cruz.
«El Padre es el Amor que crucifica, el Hijo es el Amor
crucificado, el Espíritu Santo es el poder invencible de la
Cruz», ha dicho magníficamente el Metropolita de Moscú,
Filaretes. En cierto sentido, es la Crucifixión común en la
que cada Persona de la Trinidad tiene su propia manera
de participar en el Misterio y que el icono de la Trinidad
de Rublev nos muestra sobrecogido, silenciosamente, mis-
teriosamente. ¿Antropomorfismo que introduciría el Teo-
pasquismo en la inmutable eternidad de Dios? Está claro
que no. Los Padres han visto bien la antinomia de Dios
mismo. Dios es más que un Absoluto, pues es absoluta-
mente El mismo y el Otro mismo: el Dios Hombre, y el
nombre de Dios es relativo al Mundo. Cómo Dios puede
ser a la vez absoluto y relativo. Dios de la Historia y Dios
en la Historia, es el misterio de su Amor que transciende
su propia transcendencia y debe ser venerado, en el silen-
310
do, temblando... El sufrimiento de la naturaleza humana
de Cristo se siente en su Hipóstasis y por eso posee su
equivalente en la unidad trinitaria de Dios. Todo el canon
eucarístico con la epíclesis se dirige a la Trinidad, es la
obra de la Trinidad.
«El Espíritu Santo es el gozo en el que los Tres se com-
placen juntos». Pero el grito que sonó en la Cruz: «Padre,
por qué me has abandonado», quiere decir que el Espíritu
ya no une el Hijo al Padre; el «Dador de Vida» abandona
al Hijo como lo ha abandonado el Padre. El Espíritu Santo
se hace el Sufrimiento inefable allí donde se unen los Tres.
El Padre se priva del Hijo y el Hijo pasa, como en un
instante de eternidad, por lo infinito divino de la soledad.
El Espíritu Santo, amor recíproco del Padre y del Hijo, se
ofrece en sacrificio, se apropia a su manera de la Cruz
para hacerse «el poder invencible de la Cruz»...
El admirable icono de Rublév muestra al Gran Sacerdo-
te que ofrece el sacrificio, simbolizado por el cáliz sobre el
altar de la Trinidad, pues «Dios ha amado tanto al mundo,
que le ha dado a su único Hijo...»
¿Cómo puede el hombre comprender el Amor que está
a la medida de Dios? Para Cristo aceptar la Cruz significa
introducir en el interior de sí, por compasión , el Pecado del
mundo como suyo propio... La Cruz ha hecho culminar el
abismo de la inocencia y el abismo de las tinieblas en el
mismo grito: Abba Padre...
En la kénosis la divinidad se calla y la humanidad grita.
Dios toma en sí la respuesta a su propia Justicia, asume la
consecuencia última de su acto de creación. El Amor toma
en sí el Pecado del mundo para perdonar a cada pecador...
«Llega el príncipe de este mundo, que nada puede con-
tra mí» (Jm 14, 30). «El Padre me ama porque doy mi vida...
Nadie me la quita, sino que la doy yo mismo... Tal es el
311
mandato que del Padre he recibido» (/n 10, 17-18). En al-
gunos iconos se ve al «Hombre de dolor» transfigurando
en sí mismo todo el sufrimiento humano, al Elkómenos su-
bir de sí mismo la escalera apoyada en la cruz... «Esta es
vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Le 22, 53). Es una
violencia, unos ultrajes y una muerte aceptados libremen-
te.
Dios pide a Abraham el sacrificio de su hijo sin ninguna
garantía. Sin tal aceptación total situada más allá de toda
garantía, la fe de Abraham no habría alcanzado su última
verdad, su grado agónico. El texto tan conmovedor de la
Epístola a los Hebreos (11, 31-39) describe el destino emi-
nentemente trágico de los profetas. Se da ahí toda una
teología del fracaso y de la decepción, pero a su luz esos
fracasos se revelan como los mayores logros: «en efecto.
Dios había pensado para nosotros algo mejor»... mejor que
un aparente logro. Y es que la existencia de los profetas es
una prefiguración y se identifica con el trágico destino de
Dios en el mundo. «El Cordero inmolado desde la funda-
ción del mundo» fue suspendido por encima del abismo
«sin forma ni contenido», lo cual quizá quiera decir tam-
bién que desprovisto de toda garantía. Las teodiceas opti-
mistas construyen siempre el sistema rectilíneo y
racionalista de los amigos de Job. Ahora bien, la libertad
humana, «la segunda libertad», como dicen los Padres,
para ser verdadera, es decir, a imagen divina, debería ser
imprevisible incluso para Dios, precisamente por su libre
decisión de echar sobre su Omnisciencia el velo de su ké-
nosis. Dios deja la cumbre de su silencio y arriesga la
apuesta insensata que ha hecho su Amor. En la Cruz, Dios
contra Dios, toma partido por el hombre. Sacrifica a su
Hijo sin que ningún Angel detenga su muerte, y como una
312
especie de garantía: «cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe en la tierra»?... (Le 18, 8)
La Cruz vivificante es la única respuesta al proceso del
ateísmo en el reino del mal. Se puede aplicar a Dios la
noción más paradójica, la de la debilidad, que significa la
salvación mediante el libre amor: «Dios se presenta y de-
clara su amor, y pide que le paguen con la misma moneda;
...rechazado, espera a la puerta... Por todo el bien que nos
ha hecho no pide a cambio más que nuestro amor; como
pago de nuestro amor, nos perdona todas nuestras deu-
das» .
Frente al sufrimiento, frente a toda forma del mal, la
única respuesta adecuada es decir que «Dios es débil» y
que no puede sino sufrir con nosotros. Débil, en efecto, no
en su omnipotencia, sino en su Amor crucificado...
En la Cruz Cristo ha asumido la mortalidad misma. El
poder de la muerte está en su autonomía, pero Cristo da
su muerte al Padre, y por eso en Cristo es la muerte la que
muere: «por la muerte ha vencido a la muerte». «Desde
entonces ningún hombre muere ya solo» 1 2 ; Cristo muere
con él para resucitarlo con El.
Hacia el siglo XI, en Bizancio 3 , en los iconos, el Cristo
vestido con una túnica de mangas cortas, vivo, con los ojos
abiertos, erguido en la cruz, herencia transmitida de Pales-
tina, de Siria y Capadocia, se sustituye por el Cristo des-
nudo y muerto, con la cabeza inclinada y el cuerpo
1 Nicolás Cab así las. La vida en Jesucristo , VI .
2 El padre Sergio Bulgakov, en su S ofiología de la muerte , describe su experiencia
conmovedora, durante una enfermedad grave, de esta co-mucrte, de esta
muerte con Cristo.
3 Ver manuscrito pintado en el monasterio de Stoudios en 1066, British Muscum,
adié. 19.352.
313
ligeramente flexionado. El cuerpo está desnudo, salvo un
lienzo blanco que cubre sus caderas; la elegancia de sus
pliegues se añade a la belleza de la línea. Los ojos cerrados
indican la verdadera muerte, y, al mismo tiempo, el rostro,
inclinado hacia la Theotókos, traduce más bien un profun-
do sueño, que transmite la verdad dogmática de la inco-
rruptibilidad del cuerpo en la muerte: «La vida se ha
dormido y el infierno tiembla de espanto» ( oficio del Sábado
Santo, versos del tono 2)\
El Crucificado en Oriente nunca presenta el realismo de .
la came agotada y muerta, ni del dolorismo de la agonía.
Muerto y sosegado, no ha perdido nada de su nobleza real
y conserva siempre su majestad, como dice san Juan Cri-
sóstomo 5 : «Lo veo crucificado y lo llamo Rey».
La cruz es de tres travesanos. El inferior, bajo los pies
del Señor, está ligeramente inclinado. Ese scabellum pedum
(Hech 2, 35; Sal 109), por un lado inclinado hacia abajo,
representa el destino del ladrón de la izquierda, y el otro,
inclinado hacia arriba, el destino del ladrón de la derecha.
El tropario de Nona compara la cruz con una balanza del
destino. «Balanza de justicia» y brecha de eternidad, la
cruz está en medio como el guión que une misteriosamen-
te el Reino y el infierno.
' A veces se ve el chorro de sangre que fue un signo de vida persistente: «la
sangre y el agua han manado calientes del cuerpo del Señor, incluso después de
su muerto, recuerda el Concilio Quinisecto en su Canon 32. De esta doctrina se
desprende el rito del Zeón de la liturgia bizantina: se añade un poco de agua
caliente a la sangre de Cristo, que es sangre viva, cálida, pneumatizada.
5 P.C. 49, 413.
314
El icono de la Crucifixión hace ver en la rama vertical
de la cruz el descensus y el ascensus del Verbo. «Cristo en la
cruz, dice Santiago de Saroug 4 * 6 * , se sostenía sobre la tierra,
como sobre una escalera rica en escalones». La cruz es «el
_
árbol de la vida plantado en el Calvario» , el lugar del
gran «combate cósmico». Los Hechos de Andrés precisan:
«Una parte está plantada en la tierra para reunir las cosas
que están en la tierra y en los infiernos con las cosas celes-
tes». Por eso, en los iconos, el pie de la cruz se hunde en
una cueva negra donde yace la cabeza de Adán 8 , siendo el
Gólgota el «lugar de la calavera» (/n 19, 17). Este detalle
simbólico muestra la cabeza del primer Adán, y en él a
toda la humanidad, regada por la sangre de Cristo.
El fondo arquitectónico muestra los muros de Jerusa-
lén. Cristo ha sufrido fuera de los muros de la ciudad y los
fieles deben seguirle, «pues no tenemos aquí ciudad per-
manente» ( Hebr 13, 11-14). En lo alto, el fondo claro del
cielo subraya, según san Atanasio y san Juan Crisóstomo,
el alcance cósmico de la cuz que purificó los aires de los
poderes demoníacos 9 .
El color pálido del cuerpo lo empuja en la profundidad
y por contraste pone de relieve la cruz oscura de la pasión.
La cruz está plantada sólidamente en el suelo, mientras
que el cuerpo suspendido forma una noble curva que lo
despoja del peso, lo hace ligero y como aéreo. El cuerpo se
acerca a la Virgen, que se mantiene siempre a la derecha
de la cruz y parece lanzarse hacia su Hijo. Su mano dere-
cha señala la cruz, su mano izquierda, con su inmovilidad,
subraya el movimiento de la derecha, los dedos están cer-
4 llom. sobre la visión de Jacob, 95.
7 Oficio de la Exaltación de la Cruz.
8 OwciiNESk in Mal. ; P C. 91, 1.309 B.
9 De la Encamación ; P.C. 25, 1 40 A C; Sobre la Cruz; P.C.9. 49, 408-9.
315
ca de la garganta como para deshacer su contracción, pro-
vocada por un dolor indecible. Así, de una mano a otra
solamente pasa la voz trágica del silencio. La Madre no
puede moverse, está fija en el dolor y su alma traspasada
por la espada. Con sus vestidos oscuros, parece como ale-
jada del cuerpo pálido y como irreal de su Hijo.
Juan, con vestidos más claros, se encuentra a la izquier-
da y un poco alejado de la cruz. Su mano, igual que la
cabeza ligeramente inclinada, parece dirigir sus pensa-
mientos hacia el Señor. Mira delante de él, su mirada está
perdida o vuelta hacia adentro, y contemplativo medita el
misterio de la Pasión.
El Salvador en cruz no es simplemente un Cristo muer-
to, es el Kyrios, Dueño de su propia muerte y Señor de su
vida. No ha sufrido de hecho ninguna alteración por su
Pasión. Sigue siendo el Verbo, la Vida eterna que se aban-
dona a la muerte y la sobrepasa. «Cuando fuiste crucifica-
do, oh Cristo, la creación entera ante este espectáculo se
estremeció de horror y los cimientos de la tierra temblaron
ante tu poder».
El Dios-Hombre aparece en su doble e inseparable di-
mensión: con Dios por encima, con la humanidad por de-
bajo. Unos ángeles se ciernen sobre la cruz: es el cielo; y
los personajes al pie de la cruz, una santa mujer y el centu-
rión Longinos, simbolizan la humanidad.
Al contemplar el icono pensamos en la hermosa refle-
xión de Nicolás Cabasilas: «En función de Cristo ha sido
creado el corazón humano, cofre inmenso y suficiente-
mente amplio para contener a Dios mismo... El ojo ha sido
creado para la luz, el oído para los sonidos, todas las cosas
316
para su fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cris-
to» 10 .
10 La vida en Jesucristo, tr. por Broussaleu x, p. 79.
317
CAPITULO VII
Los iconos de la resurrección
de Cristo
«Tomó la descendencia de Abraham. Por eso hubo de
asemejarse en todo a sus hermanos» ( Hebr 2, 16-17). La
muerte voluntaria del Señor es el último y más trágica-
mente sonoro acorde de su unidad conyugal con la huma-
nidad, mas no por eso punto final de su ministerio
terrestre. «Ese día lo señaló misteriosamente Moisés cuan-
do dijo: y el Señor bendijo el séptimo día. Porque el sábado
bendito es el día del descanso, el día en que el Hijo ha
descansado de todas sus obras» ( Maitines del Sábado Santo).
El silencio del gran sábado cae sobre el último Misterio.
«Semejante» a los hombres, semejante al estado de
Adán antes de la caída, la humanidad de Cristo, sin ser
mortal, no tenía aún el poder efectivo de la inmortalidad.
Pero aceptando su propia muerte libremente, Cristo asume
la mortalidad misma; muere con todos los hombres, pero la
humanidad entera se vuelve a encontrar así en la muerte
de Cristo que sufre en su Pasión el sufrimiento de todos:
«gustó la muerte por todos» ( Hebr 2, 9).
En la muerte de todo hombre, el ser humano se desinte-
gra, el espíritu con el alma se separan del cuerpo que,
convertido en tierra, «vuelve a la tierra». También Cristo
319
«entrega su espíritu», pero «su alma no ha sido abandona-
da en la morada de los muertos» (Hec/i 2, 34). En este
estado misterioso de ultratumba, la unión de las dos natu-
ralezas en la única Hipóstasis del Verbo permanece sin
cambio: «Oh Cristo, estás en la tumba con la carne, en el
infierno con el alma, en el paraíso con el ladrón, en el
trono con el Padre y el Espíritu» ( Antífona de Pascua). El
Hijo de Dios es siempre el Hijo del Hombre: Dios-Hom-
bre, la muerte no separa las naturalezas divina y humana.
Incluso, ni con el cuerpo se rompe el lazo de su Hipóstasis,
y por eso su carne no es víctima de la corrupción. Sin
embargo. Cristo experimenta la verdadera muerte, aunque
violenta y contra natura, y su alma desciende a los infier-
nos.
La muerte de todo hombre, su vuelta a la tierra y la
corrupción de su cuerpo, manifiestan el principio mismo
de la mortalidad , consecuencia directa e inevitable del peca-
do. Ahora bien, no siendo mortal la humanidad de Cristo,
su muerte era voluntaria y por eso era ya el comienzo de la
victoria: «por la muerte ha vencido a la muerte».
«He llevado a cabo la obra que me encomendaste reali-
zar, y ahora, glorifícame. Padre, cerca de ti mismo con la
gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existie-
se» ( Jn 17, 4-5), dice solemnemente Cristo en su oración
sacerdotal. Es la terminación de la kénosis y la entrada en
la gloria de siempre. El Pecado se ha clavado en la Cruz y
«el muro de separación ha sido derribado» (£/ 2, 14). Y
ahora el Padre responde a la oración del Hijo, a su epícle-
sis final, «lo ha resucitado de entre los muertos y le ha
dado la gloria» (7 Pe 1, 20-21). El protomártir Esteban vio
al Hijo del Hombre glorificado de pie a la derecha de Dios
(Hech 7, 55-56); el Padre ha glorificado al Hijo por el Espí-
ritu Santo.
320
En el acto de la resurrección. Dios da al alma de Cristo
*
el poder de despertar su cuerpo del sueño y de unirse a El:
«Le era imposible a la muerte retenerlo» ( Hech 2, 24). En
efecto, por su obediencia total al Padre, obediencia al
Amor que crucifica. Cristo -Amor crucificado- adquiere la
deificación perfecta de su humanidad, situada desde aho-
ra en una inmortalidad actual. Está la participación del
Verbo en el acto trinitario, pero también la participación
sinergética y activa de su humanidad en la victoria sobre
la muerte. Si Dios no puede salvar al hombre sin él, tam-
poco puede resucitarlo sin su activa participación, sin el
sudor de sangre y el fíat de Getsemaní...
La Resurrección de Cristo es la victoria que suprime la
muerte. Constituía, pues, un cambio ontológico, y desde
entonces el cuerpo espiritual de gloria podía volver a apa-
recer en este mundo, sin estar ligado por sus leyes. El
podía pasar a través de las puertas cerradas, aparecer y
desaparecer ante los ojos de los discípulos. Estas propie-
dades arquetípicas del cuerpo resucitado del Señor pue-
den sugerir la idea de que todo cuerpo resucitado pierde
la fuerza negativa de repulsión (hostilidad y solipsismo)
que constituye la materialidad opaca, el volumen cerrado
de los objetos en el espacio, y sólo guarda la fuerza positi-
va de la atracción (caridad), lo cual suprime la resistencia,
la impenetrabilidad y permite pasar «a través», ser trans-
parente, transpasante, abierto a todos y totalmente comul-
gante.
El relato evangélico no dice nada sobre el momento
mismo de la Resurrección. La iconografía sigue muy fiel-
mente este silencio por el mayor respeto al misterio. Así,
siguiendo las Escrituras, las dos únicas composiciones ico-
nográficas de la Resurrección son «el Descenso a los infier-
nos» y «las Mujeres mirróforas en el Sepulcro». Son los
dos únicos iconos de la Fiesta de Pascua.
321
«Tú has descendido a la tierra para salvar a Adán, y no
encontrándolo aquí, oh Señor, has ido a buscarlo hasta el
infierno» (Maitines del Gran Sábado). Para tocar el extre-
mo de la caída y colocarse en el «corazón de la creación».
Cristo nace místicamente en los infiernos, allí donde el mal
se pudre en su última desesperanza. El icono de la Nativi-
dad muestra la densa oscuridad de la cueva, un triángulo
oscuro donde el niño Jesús está acostado como en las en-
trañas tenebrosas del infierno. La Natividad inclina los
cielos hasta las profundidades del abismo: «Antorcha por-
tadora de luz, la carne de Dios bajo tierra disipa las tinie-
blas del infierno». Lo que la Natividad profetiza, la
Epifanía, la Cruz y el Descenso a los infiernos lo realizan,
y desde entonces «la Luz luce en las tinieblas». Como dice
san Gregorio de Nisa: «El Sol se ha puesto con Él, pero Él
disipa para siempre las tinieblas de la muerte». Este es el
Sol con el que se abre la Biblia al enunciar la palabra: «Que
se haga la luz». Durante la liturgia seguimos su itinerario
en la Historia del mundo: la Luz también es crucificada 1 ,
pues es la Luz trinitaria.
El icono de la Epifanía muestra a Cristo entrando en el
Jordán llamado «tumba líquida», abismo de la materia
acuática que esconde los poderes del mal. Cristo lo pene-
tra «para arrancar a la humanidad de la estancia tenebro-
sa». Se puede ver que el bautismo del Señor ya es su
predescenso a los infiernos: «Verbo eterno. Tú das la ju-
' Jrt 1, 5; el verbo griego kalelaben, de kataiambano, significa recibir y también
conquistar. La Vulgata sigue el primer sentido: «las tinieblas no la recibieron», la
Luz encuentra un terrible obstáculo, lo que da a la situación un derto color de
pesimismo. El Oriente sigue con Orígenes el segundo sentido: «las tinieblas no
la venaeron»,esla idea de la invenabilidad déla Luz. El mensaje joa neo reúne
los dos sentidos, pesimismo y optimismo, y pone de relieve lo trágico de la Luz,
lo trágico de Dios mismo y de su misterio Amor: por un momento a ún, la Luz y
las tinieblas coexisten en la vida del mundo.
322
ventud al hombre arruinado por su yerro; él se entierra
contigo en las aguas».
La catequesis primitiva dirige la atención sobre un as-
pecto del sacramento del bautismo muy olvidado en el
transcurso de la historia: el bautismo por inmersión repro-
duce el itinerario de la salvación, y el bautizado lo recorre
siguiendo al Señor. El sacramento del bautismo es de este
modo un descenso muy real con Cristo a la muerte y un
descenso a los infiernos. San Juan Crisóstomo lo dice clara-
mente: «La acción de descender en el agua y de subir ense-
guida simboliza el descenso a los infiernos y la salida de
esta morada» 2 . Así, recibir el bautismo no es solamente
morir y resucitar con Cristo, sino también descender a los
infiernos y salir de ellos siguiendo a Cristo. Y es que el
infierno es más temible que la muerte; recordemos las pa-
labras de un espiritual: «Y la nada que buscan ni siquiera
les será dada», porque se ha ganado la victoria definitiva.
Cristo desciende hasta allí cargado con el pecado y lle-
vando los estigmas de la cruz, del Amor crucificado. Pero
todo bautizado, resucitado con Cristo, lleva también los
estigmas de las preocupaciones sacerdotales del Cristo-sa-
cerdote, de su angustia apostólica por el destino de los que
están en los infiernos. Él puede descender vivo, hoy mis-
mo, a los infiernos del mundo moderno, en su estado últi-
mo de rechazo y traer el testimonio de la luz de Cristo.
Bajo una forma hecha imagen, esta preocupación aparece
en el Pastor de Hermas 3 y en Clemente de Alejandría 4 . Los
apóstoles y los doctores de la Iglesia descienden a los in-
2 Uom . 40 in Cor . 15, 29; cf. Cnuio de Jerusaijín, P . C . .53, 1.079; Gregorio
Nacianckno, F.C. 46, 585.
3 IX, 16, 5- 17.
A Strom . 11,9,43.
323
fiemos tras su muerte, para anunciar la salvación y dar el
bautismo a los que lo pidan.
Entre sus carismas, el Oriente joaneo, tan sensible a la
resurrección, lo es también al tema del infierno, conclusión
clara que se extrae de la tradición litúrgica e iconográfica.
Este tema ya ha sido tratado por san Pablo de forma sinté-
tica y sobrecogedora en Efesios 4, 9-10: «¿Qué significa eso
de 'lia subido' sino que primero bajó a esas partes bajas de
la tierra? Y el mismo que bajó es el que ha subido sobre
todos los cielos para llenarlo todo». Vemos la sorprenden-
te amplitud del itinerario: kata, ana, abajo, arriba, los dos
extremos del camino del Cordero alado; el descenso al
punto más bajo, el infierno, y la ascensión al punto más
alto, el cielo. El Oriente se detiene maravillado contem-
plando «la altura y la profundidad» del misterio de la
salvación, viendo en él las dimensiones de la caridad de
Cristo y su mensaje triunfal: «Subiendo a las alturas, llevó
cautiva la cautividad» (E/4, 8).
Dejemos la palabra a Epifanio en su magnífica homilía
para el Sábado Santo 5 : «¿Qué es esto? Un gran silencio
reina hoy sobre la tierra, un gran silencio y una gran sole-
dad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra ha
temblado y ya se ha calmado, porque Dios se ha dormido
en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde
hace siglos. Dios ha muerto en la carne y los infiernos se
han estremecido. Dios se ha dormido por poco tiempo y
ha despertado del sueño a aquellos que habitaban los in-
fiernos...»
El va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja
perdida. Quiere ir a visitar a todos los que moran en las
tinieblas y en las sombras de la muerte... Descendamos,
5 P.C. 43, 440 -464.
324
pues, con Él para ver la alianza entre Dios y los hombres...;
allí se encuentra Adán, Noé, Abraham, Moisés, Daniel, Je-
remías y Jonás... Y entre los profetas, hay uno que excla-
ma: «Desde el vientre del infierno, ¡oye mis súplicas,
escucha mis gritos!», y otro: «Desde las profundidades te
grito. Señor, Señor, oye mi voz», y otro más: «¡Haz brillar
tu rostro, y estaremos salvados!»...
Adán, cautivo más profundamente que todos los
otros..., habló así: «¡Oigo los pasos de alguien que viene
hacia nosotros!» Y mientras hablaba, el Señor entró, soste-
niendo las armas victoriosas de la cruz. Lleno de estupor,
Adán gritó a los otros: «¡Mi Señor esté con todos voso-
tros!» Y Cristo respondió a Adán: «Y con tu espíritu...»
«Levántate de entre los muertos. Yo soy tu Dios, y por ti,
me he hecho tu hijo... Levántate, y vayámosnos de aquí,
pues tu estás en mí y yo estoy en ti, nosotros dos formamos
una persona única e indivisible... Levantaos, salgamos de
aquí y vayamos del dolor a la alegría... Mi Padre celeste
espera la oveja perdida..., la sala de las bodas está prepara-
da, las tiendas eternas se han levantado..., ese Reino de los
cielos que existía antes de todos los siglos os espera...»
En el silencio del Viernes no se celebra la eucaristía,
pues Cristo está en los infiernos. Para la tierra, es el día del
dolor, el oficio del entierro y los llantos de la Theotókos,
pero en los infiernos el Viernes Santo ya es Pascua, su
poder disipa las tinieblas en el corazón del Reino de la
muerte.
La iglesia de San Salvador de Chora (Kariye Cami) en
Constantinopla se remonta al siglo V y fue reconstruida en
el siglo XII; su nombre de Chora significa «en los campos»,
fuera de las murallas. Al lado de la iglesia principal se
encuentra una capilla o parecleseion. El ábside está consa-
grado a la Anástasis y muestra el descenso de Cristo a los
infiernos. El inmenso trabajo de limpieza de la cal musul-
325
mana, dirigido por el Byzantine Institute of America, restitu-
ye toda su riqueza primitiva a los frescos y mosaicos y
muestra la calidad excepcional del arte del Renacimiento
bizantino del siglo XIV.
El artista que ha pintado el «Descenso a los infiernos»
es un maestro de ciencia excepcional, que permanece anó-
nimo y cuya obra data de los primeros años del siglo XIV.
Liberador, Cristo, según san Pedro, anuncia a los cauti-
vos el Evangelio (I Pe 4, 6), su palabra sobre la salvación
es ya acto que salva: «Has roto los cerrojos eternos que
retenían a los cautivos». Cristo pisotea las puertas rotas
del infierno. En un abismo negro está Satán encadenado, y
las fuerzas vencidas del infierno, los restos de su maligna
pesadez, están representados simbólicamente por canti-
dad de cadenas rotas, llaves, clavos...
En el centro del icono aparece el Cristo-rayo, resplande-
ciente de luz. Dueño de la vida, cargado del dinamismo
del Espíritu Santo e irradiando energías divinas. Pero su
rostro, como inmovilizado por lo infinito de su ternura,
domina regiamente ese torbellino liberador. Es la transpo-
sición plástica de la liturgia pascual cantada en los infier-
nos. El poder de su gesto, esa violencia que se apodera de
los cielos y atraviesa el firmamento, se ven reforzados por
su manto flotante. Está rodeado por una gloria oval, hecha
de esferas celestes sembradas de estrellas brillantes y atra-
vesadas por su resplandor. Está vestido de Luz, atributo
del cuerpo glorificado y símbolo de la Gloria divina. Por
eso sus vestidos son de una blancura sobrenatural y hacen
referencia a los colores del Tabor que, por otra parte, en
algunos iconos, son de un amarillo dorado y cubiertos de
«presencia», de rayos de oro. Cristo está vestido de Rey, es
el Señor, pero su único poder es el Amor crucificado y el
poder invencible de la Cruz.
326
Con un movimiento poderoso de sus manos arranca de
los infiernos a Adán y Eva perdidos. Es el Encuentro con-
movedor de los dos Adán, que ya profetiza el Pleroma del
Reino. Los dos Adán ahora coinciden y se identifican no
ya en la kénosis de la Encamación, sino en la Gloria de la
Parusía. «Aquel que dijo a Adán "¿Dónde estás?" ha subi-
do a la cruz para buscar al que estaba perdido. Ha bajado
a los infiernos diciendo: Ven, mi imagen y semejanza»
(Himno de san Efrén). Por eso los grupos de la izquierda y
de la derecha presentan el segundo plano -los elementos
constitutivos de Adán- la humanidad, los hombres. Son
los justos y los profetas; a la izquierda están los reyes Da-
vid y Salomón, precedidos por el Precursor que reproduce
su gesto de testigo y señala al Salvador; a la derecha está
Moisés, que a menudo lleva las tablas de la ley. Todos
reconocen al Salvador y lo demuestran con sus gestos y
actitudes. «Y el Señor, extendiendo la mano, hace el signo
de la cruz sobre Adán y sobre todos los santos y, tomando
de la mano a Adán, sale de los infiemos; y todos los santos
le siguen» 6 . No es de la tumba de donde sale Cristo, sino
«de entre los muertos», ek nekrón, «saliendo del infierno
aniquilado como de un palacio nupcial...»
Entre el descenso a los infiernos y la aparición de Cristo
resucitado hay un misterio rodeado de silencio, absoluta-
mente inaccesible a la mirada humana. Pasamos inmedia-
tamente al segundo icono del díptico de la resurrección,
que muestra a las mujeres mirróforas que llegan al Sepul-
cro con vasos de aromas. En el icono de Rublév o de su
escuela, las mujeres tienen la extraña forma de una hierba
con tres flores, de sorprendente elegancia, y que son como
un reflejo del misterio de la unidad trinitaria.
6
Evangelio de Nicomedes.
32 7
Casi siempre se ven dos ángeles vestidos de blanco,
«uno en la cabecera y otro en los pies», que dicen a las
mujeres: «No está aquí; ha resucitado». Muestran la tumba
vacía con las vendas, que tienen exactamente la forma de
los pañales del niño que vemos en el icono de la Nativi-
dad. Al final, es todo lo que queda del infierno, los restos,
el polvo, el vacío, la nada; la Vida está en otra parte. «En-
tonces el otro discípulo [Juan]... entró... y vio y creyó» ( Jn
20, 8). Lo que él ha visto, el icono nos lo muestra...
La contemplación del icono inicia en su simbolismo de
extraordinaria profundidad. En tiempo de Moisés, el Arca
de la Alianza, ya lo hemos visto, estaba recubierta con una
lámina de oro macizo que se llamaba Kapporet, traducido
por propiciatorio. Esta palabra significa «lo que opera la
expiación» (Ex 25, 21; 37, 6). Según el ritual, el Kapporet era
interpretado como el lugar en que Dios entraba en comu-
nión con su pueblo para perdonarlo. «Allí me revelaré a
ti», «y desde allí te hablaré», de ahí el nombre de «Taber-
náculo de la Reunión». Siguiendo las órdenes de Dios,
Moisés hace colocar «un querubín a uno y otro extremo».
Los querubines tenían las alas desplegadas hacia lo alto y
protegían e! lugar. La iconografía ha reproducido exacta-
mente el propiciatorio y de esta forma ha mostrado la cla-
ve de la correspondencia. El Kapporet y el «Tabernáculo de
la Reunión» eran dos figuras simbólicas; pre-figuras, pro-
fetizaban el Encuentro de los dos Adán y el lugar donde se
realiza el Misterio de la salvación. Su poder ha hecho del
lugar un testimonio tan fuerte que Juan «vio y creyó»...
Las mujeres mirróforas se alejan con una gran alegría y
Jesús viene a su encuentro y su primera palabra es jarrete,
«regocijaos»...
El Espíritu Santo desvanece las tinieblas de la muerte,
el temor del Juicio, el abismo del infierno. Su Luz transfor-
ma la noche pascual en «Festín de gozo». Fiesta del Encuen-
328
tro. Una homilía de san Juan Crisóstomo, leída en los mai-
tines de Pascua, lo ha cantado admirablemente: «El Señor
es generoso, recibe al último como al primero, admite al
obrero de la undécima hora como al que ha trabajado des-
de la primera hora... Entrad, pues, todos en el gozo de
vuestro Señor: recibid su recompensa, tanto los primeros
como los últimos; ricos y pobres, alegraos juntos; omisos o
perezosos, honrad todos este día; vosotros que habéis ayu-
nado, y los que no habéis ayunado, alegraos hoy... Que
nadie sienta su pobreza, que nadie llore sus faltas, que
nadie tema a la muerte... El festín está preparado; partici-
pad en él. Que todos se deleiten en el banquete de la ale-
gría...»
CAPITULO VIII
El icono de la Ascensión
El icono de una fiesta se inspira siempre en los textos
litúrgicos del oficio. La liturgia de la Ascensión se estruc-
tura en tomo al relato de san Lucas (24, 50-53) y de los
Hechos (1, 9-11). San Pablo, por su parte, también relata el
acontecimiento: «El mismo que ha descendido, ha subido
también a lo más alto de los cielos» ( Ef 4, 10), y el salmo
(24, 9) subraya su amplitud: «Alzad, ¡oh puertas!, vuestros
dinteles; levantaos, ¡eternos portones!, para que entre el
Rey de la gloria». Las dos «puertas» significan los dos
polos metafísicos de la tierra y los dos extremos del cami-
no de la salvación. Dios desciende hasta la puerta del in-
fierno, la rompe y desde allí se eleva hasta la puerta del
cielo: «El Señor por su descenso ha aniquilado al adversa-
rio y por su ascensión ha exaltado al hombre».
El pesimismo de Job constata: «El que baja al 'seol' [in-
fierno] no sale de él» {Job 7, 9). Ahora bien, el cántico de
Ana U Sartt 2, 6) ya profetiza: «El Señor hace bajar al sepul-
cro y subir de él». La fiesta anuncia la victoria sobre la
muerte y el infierno, y la tradición pondera la amplitud de
su consumación final. Así, san Juan Crisóstomo, en una
síntesis admirable, muestra el término de la salvación: la
humanidad de todos en la humanidad de Cristo se intro-
duce definitivamente en la existencia celeste; es nuestra
331
eternización y nuestra inmortalidad realizadas sin retomo
posible. Desde entonces, «nuestra ciudad se encuentra en
los cielos» (JFil 3, 20). Más aún, el Padre «nos ha resucitado
y nos ha sentado en los cielos con Cristo Jesús» (E/ 2, 6);
por anticipación, en Cristo, san Pablo contempla ya el Rei-
no consumado.
Los apóstoles, «habiéndose prosternado, volvieron a Je-
rusalén con gran alegría», dicen los Hechos, y la liturgia
de la fiesta aparece rebosando alegría. La salvación se ha
cumplido, pero la obra de Cristo, terminada objetivamen-
te, debe pasar por una apropiación subjetiva en todo hom-
bre. «Levantando las manos, los bendijo», dice san Lucas.
Y «mientras los bendecía, se fue separando de ellos y su-
bió al cielo». El Señor sube bendiciendo, y el icono hace de
este acontecimiento el eje de su composición. Esta bendi-
ción ya es el comienzo de Pentecostés, el envío del Espíritu
Santo (mostrado en Vezelay tan magníficamente). Podría-
mos decir que el icono de la Ascensión representa la epí-
clesis pentecostal, el momento en que «yo rogaré al Padre
y os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para
siempre» (Jn 14, 16). La epíclesis es la invocación dirigida
al Padre para que envíe el Espíritu, y eso es lo que canta
sin cesar la liturgia de la fiesta: «Te has elevado a la gloria.
Cristo nuestro Dios, después de haber regocijado a tus
discípulos con el anuncio del Espíritu Santo, y fueron con-
firmados por tu bendición». «El Señor ha subido... para
volver a levantar la imagen caída de Adán y enviamos el
Espíritu Paráclito, con el que santificar nuestras almas...»
Se adivina bien la fuente profunda del gozo apostólico que
estalla a pesar de la partida, pues la promesa permanece:
«Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del
mundo» ( Mt 28, 20). La antinomia para la razón, la evi-
dencia para el espíritu, están subrayadas en el Kontakioti
de la fiesta: «Habiendo consumado en lo que nos concier-
332
ne la economía divina, y habiendo unido los habitantes de
la tierra a los del cielo, te has elevado a la gloria para
permanecer allí por siempre jamás, y has dicho a los que
te aman: Yo estoy con vosotros y nadie prevalecerá en
contra vuestra». Tras la Ascensión, la presencia de Cristo
cambia de forma, se interioriza. Ya no está ante sus discí-
pulos, frente a ellos, sino dentro: está presente en toda
manifestación del Espíritu Santo como lo está en la euca-
ristía.
Todos estos aspectos de un solo misterio de salvación
resplandecen por el contenido tan denso del icono. Este
reproduce fielmente la imagen más antigua, conocida ya
en las ánforas de Monza de los siglos V y VI y que desde
entonces no ha cambiado. Es de la escuela de Moscú, em-
parentada con el estilo de Andrés Rublév, y data del siglo
XV. Hay que permanecer en silencioso recogimiento antes
de que el icono empiece a hablar. Hay que abandonarse a
su gracia, que conduce progresivamente al corazón de su
mensaje. La composición, por su lirismo sobrio y vigoroso,
es una maravilla de armonía en donde cada detalle canta.
Del conjunto brota y se impone un grave acorde musical:
Sursurn corda!
Como en el relato evangélico, se trata de la orden del
Señor de reunirse para recibir el último mensaje que es el
tema de la composición. Es la Iglesia bajo una lluvia ince-
sante de gracia. Es notable que una idéntica composición,
invirtiendo la dirección del movimiento de Cristo, repre-
sente la vuelta del Señor, la Parusía. Aquí, el alfa y la
omega se unen. La Iglesia se recoge en la misma espera:
«El mismo Jesús vendrá de la misma forma que le habéis
visto partir hacia el cielo» ( Hech 1, 11). Cristo es la cabeza
de la Iglesia, la Theotókos su figura, los apóstoles sus ci-
mientos. Bajo el signo de una bendición permanente, los
apóstoles asumen su función de cimiento eclesial.
333
Las extremidades de los brazos levantados de los ánge-
les y los pies de la Virgen forman los tres puntos de un
triángulo muy regular, y esta figura contrasta tan fuerte-
mente con el colegio de los apóstoles que traduce visible-
mente la imagen de la Trinidad cuya marca es la Iglesia: es
la inmovilidad de la fuente paternal en la Virgen, y los
agentes divinos de la salvación, el Verbo y el Espíritu,
están simbolizados por los ángeles. Las formas geométri-
cas sagradas que sostienen la composición, además del
triángulo, hacen ver el círculo de la Iglesia, que pasa por
las figuras exteriores de los apóstoles y que refleja el círcu-
lo que rodea a Cristo. La línea vertical que une la cabeza
del Salvador y la de la Theotókos divide el conjunto exacta-
mente en dos partes iguales, se cruza con la línea del hori-
zonte y forma una cruz perfecta.
Cristo está rodeado por el círculo de las esferas cósmi-
cas donde resplandece su gloria. Está sostenido en su ele-
vación por dos ángeles. Los colores de sus vestidos
reproducen los colores de los apóstoles. Son los ángeles de
la Encamación, subrayan que Cristo deja la tierra con su
cuerpo terrestre, pero sin por eso separarse de la tierra y
de los fieles unidos a Él por su sangre. Cristo extiende su
mano derecha con un gesto de bendición, y en su mano
izquierda sostiene el rollo de las Escrituras. Es la fuente de
la gracia-bendición y de la palabra-enseñanza. Esta fun-
ción no se interrumpe con la Ascensión.
Los dos ángeles blancos en medio de los apóstoles
anuncian que el Cristo que ahora asciende volverá en su
gloria; es una alusión a las palabras de san Pablo: «Por el
testimonio de dos o de tres es firme toda sentencia» (2 Cor
13, 1), y su testimonio es cierto.
La Theotókos ocupa el lugar central, es el eje del grupo
situado en primer plano. Destaca sobre el trasfondo de la
blancura angélica. «Más pura que los querubines y más
334
grande que los serafines», es el centro preestablecido en el
que convergen los mundos angélico y humano, la tierra y
el cielo. Sin embargo. Cristo «está sentado a la derecha del
Padre, muy por encima de cualquier principado, potestad,
virtud, señorío; cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, la
plenitud del que lo llena todo en todo» (E/1, 20-23). Figura
de la Iglesia, la Virgen siempre está representada debajo
de Cristo. Su actitud es doble: «orante» frente a Dios, es la
que intercede, y «muy pura» frente al mundo, es la santi-
dad de la Iglesia. Su inmovilidad traduce la verdad inmu-
table de la Iglesia. La gracia y ligereza casi transparente de
su silueta hacen un contraste impresionante con las figu-
ras viriles de los apóstoles en movimiento que la rodean.
Su significado eclesial se subraya por su verticalidad lan-
zada hacia lo alto y por sus manos en actitud de ofrenda y
súplica por el mundo. Las tres estrellas sobre la cabeza y
los hombros simbolizan, como siempre, su virginidad an-
tes, durante y después de la natividad.
Los apóstoles, divididos en dos grupos iguales y en
torno a ella, forman un círculo perfecto unido por los bra-
zos redondeados de los ángeles y muestran la Iglesia ins-
crita en ese signo sagrado de la eternidad y de la
circuminsesión amorosa entre el Padre y el Hijo. Su movi-
lidad significa la predicación, la multitud de las lenguas y
de las expresiones de la única verdad. Los colores de su
indumentaria componen «el multicoloreado vestido» de la
Esposa divina, la Iglesia, como una unidad en lo múltiple:
a imagen del Uno que se expresa en Tres y de los Tres que
se recogen en el Uno. El grupo de la izquierda, con los
ángeles, traduce el impulso del alma hacia lo alto; el grupo
de la derecha contempla a la Theotókos -el misterio escon-
dido de la Iglesia, el pozo de agua viva, la santidad-. El
arte sorprendente del iconógrafo, por un fuerte contraste
entre la inmovilidad y el movimiento, nos hace sentir la
335
subida del Señor, que parece casi realizarse ante nuestros
ojos.
El Sursum corda resuena e invita a todos y cada uno a
oir el mensaje: «Naciones todas, aplaudid, alegraos ante
Dios con gritos de júbilo... pues, habiendo unido el cielo y
la tierra.... Cristo dice a los que le aman: Yo estoy con
vosotros, y nadie prevalecerá en contra vuestra».
Si el paisaje establece una ligera frontera entre el aquí
abajo y el más allá, las cuatro coronas de árboles del mon-
te de los Olivos (símbolo de la paz) la franquean clara-
mente y muestran la naturaleza que toma parte en la
liturgia cósmica: Dios se dirige hacia el mundo, y el mun-
do va al encuetro de su Rey. Los colores verde-marfil ha-
blan de la liberación por la gracia. Un sentimiento de paz,
de oración y de alabanza lo envuelve todo, pues allí donde
se encuentra la cabeza viene a colocarse la esperanza go-
zosa del cuerpo. La liturgia nos enseña que «se recuerda lo
que viene» y «se espera lo que ya existe...»
336
CAPITULO IX
El icono de Pentecostés
Entre Pascua y Pentecostés, justo en medio de los cin-
cuenta días (el miércoles de la cuarta semana), está la fies-
ta del «Semi-Pentecostés». Su ofico desvela el significado
de las solemnidades hacia las cuales se dirige el ascenso
litúrgico. Explica por qué, en la Iglesia ortodoxa, el domin-
go de Pentecostés celebra la fiesta de la Santa Trinidad, y
por qué solamente el día siguiente, llamado el «lunes del
Espíritu Santo», se celebra la efusión de Este.
El Evangelio del día (Jti 7, 14-36) contiene la respuesta:
«Mediada ya la fiesta, subió Jesús al templo y enseñaba. El
que me ha enviado es veraz... yo procedo de El, y retoma-
ré al que me ha enviado». El oficio lo explícita precisando:
«Has manifestado tu gloria declarando tu parentesco con
el Padre» (Oda 5 del canon). Así es como de la Revelación
de la Trinidad manarán ríos de vida: «Jesús estaba de pie, y
exclamó: Si alguien tiene sed que venga a mí y beba...
Decía esto del Espíritu que habían de recibir los que creye-
ran en Él» (Jn 7, 37-39). Había que ser de origen judío para
encontrar una palabra sorprendentemente precisa sobre
esta sed del Espíritu Santo. Simone Weil ! lo hace: «Llamar-
la pura y simplemente... Cuando se está en el límite de la
1 Im l'.spera de Dios , París, 1 950, p. 21 4.
337
sed, en que uno se siente enfermo por la sed, ya no se
representa el acto de beber... Solamente se representa el
agua, el agua pura en sí misma; pero esta imagen del agua
es como un grito del ser entero...»
La efusión del Espíritu Santo procede de la plenitud de
la revelación trinitaria y ella es su consumación: «Hoy, el
Paráclito inaugura un conocimiento nuevo y místico: una
sola adoración de la Santa Trinidad».
Tal es el orden de las manifestaciones. El Verbo y el
Espíritu son inseparables en su acción manifestadora del
Padre (sus «dos manos») y sin embargo inefablemente dis-
tintos, como dos personas que proceden del mismo Padre.
El Espíritu, así, no está subordinado al Hijo, no es una
función del Verbo, sino el segundo Paráclito, y, como dice
san Gregorio Nacianceno, «es otro Consolador... como si
fuera otro Dios». Vemos en las dos economías del Hijo y
del Espíritu la reciprocidad y el servicio mutuo, pero Pen-
tecostés no es una simple consecuencia o continuación de
la Encamación. Pentecostés tiene todo su valor en sí mis-
mo, es el segundo acto del Padre: el Padre envía al Hijo y
ahora envía al Espíritu Santo. Terminada su misión. Cristo
vuelve al Padre para que el Espíritu Santo descienda en
Persona.
Pentecostés aparece de esta forma como el fin último de
la economía trinitaria de la salvación. Siguiendo a los Pa-
dres, podemos decir que Cristo es el gran Precursor del
Espíritu Santo. San Atanasio lo dice: «El Verbo ha asumi-
do la carne para que nosotros podamos recibir el Espíritu
Santo» 2 . Para san Simeón, «tales eran el fin y el destino de
toda la obra de nuestra salvación por Cristo: que los cre-
J De Incam. 8; P.G. 26, 996 C.
338
yentes recibiesen el Espíritu Santo» 3 . Nicolás Cabasilas
también decía: «¿Cuál es el efecto o resultado de los actos
de Cristo?... No es otra cosa que el descenso del Espíritu
Santo sobre la Iglesia» 4 . El Acontecimiento en el seno de la
Institución no se realiza sino en el Espíritu Santo, en una
obra que el Verbo le cede expresamente: «Os conviene que
yo me vaya... yo rogaré al Padre y él os dará otro Parácli-
to» (Jn 16, 7). Así, la Ascensión de Cristo es la epíclesis por
excelencia, y, como respuesta a esta invocación, el Padre
envía el Espíritu e inicia Pentecostés. Esta visión total no
disminuye en nada el centralismo de la Redención crística,
el sacrificio del Cordero, pero precisa el orden progresivo
de los acontecimientos destacando en cada uno su propia
grandeza y dimensión, haciendo que cada uno sirva al
otro en una reciprocidad y servicio mutuo y todos conver-
jan en el Reino del Padre.
El día del bautismo del Señor, en el movimiento de la
Paloma es donde el Padre se dirige a la humanidad de Cris-
to y lo adopta: «Hoy te he engendrado». El día de Pente-
costés, en el movimiento de las lenguas de fuego, el Padre
se dirige a todos los hombres y los adopta. El oficio lo canta:
«El Espíritu Santo otorga ahora las primicias de la Divini-
dad a la naturaleza humana» 5 . Dado al hombre en la insu-
flación divina, en el momento de la creación, el Espíritu
Santo le es restituido el día de Pentecostés y se le hace más
interior, más íntimo que él mismo.
«Yo he venido a prender fuego en la tierra» (Le 12, 49);
ese fuego es el Espíritu Santo. Bajo la imagen de lenguas
de fuego, la energía divina deifica, penetra y abrasa con su
3 Discurso 38.
4 Explic. de ¡a divina liturgia , cap. 37.
5 Tropario de la 9* oda, viernes de Pentecostés.
339
verdad la naturaleza humana: «El Espíritu Santo hace res-
plandecer misteriosamente en las almas la única naturale-
za de la Trinidad» 6 . «En ese día [día de Pentecostés],
conoceréis que yo estoy en mi Padre... y que estoy en vo-
sotros» (Jn 14, 20). El cuarto Evangelio se centra en la inha-
lación trinitaria en el hombre: «Nosotros vendremos y
haremos nuestra morada»; es el festín del Reino. La Móna-
da-Tríada se da a conocer por el Paráclito, dicen los Pa-
dres.
El relato de los Hechos (2, 3) contiene una precisión muy
importante que el icono subraya muy fuertemente: «Las
lenguas... se dividían, y se posaron sobre cada uno de ellos».
Cada apóstol recibe una lengua personalmente. Si Cristo
recapitula e integra la naturaleza humana en la unidad de
su cuerpo, el Espíritu Santo, por el contrario, se remite al
principio personal de la naturaleza, a las personas huma-
nas, y las abre a la plenitud carismática de los dones, se-
gún un modo único, personal para cada uno. «Estamos
como fundidos en un solo Cuerpo, pero divididos en per-
sonalidades», explica san Cirilo de Alejandría 7 . En el seno
de la unidad en Cristo, el Espíritu diversifica y hace a cada
uno carismático.
El Misterio trinitario que la Iglesia celebra el domingo
de Pentecostés adquiere toda su importancia frente al pro-
blema crucial de la existencia humana: o el hombre se di-
suelve en un conglomerado colectivo (1 + 1 al infinito) o se
aísla en un individualismo anárquico (mónada solitaria, 1
menos el todo). Ahora bien, entre lo social y lo individual,
lo comunitario y lo personal, el único principio de exist-
encia que hay es el trinitario: en todo amor Dios es el
tercer término, el principio de integración (del tú y del yo
6 Antífona del 9 o tono, ofidodcl domingo.
7 P C. 74, 560.
340
Dios hace el nosotros). Semejante unidad en lo múltiple
ofrece la comunión como una esfera vital donde la perso-
na se realiza. La Trinidad pone su verdad como ley uni-
versal de toda existencia: «el Uno se expresa en Tres y los
Tres se recogen en el Uno».
El primer discurso de Pedro ( Hechos 2) lo expone, y la
grandeza de esta revelación llama la atención con el mila-
gro de las lenguas: «las lenguas, antaño confundidas (torre
de Babel), se unen ahora en el conocimiento misterioso de
la Trinidad». Sea cual fuere la explicación que se dé a este
milagro, la comunión pasa a ser de tal intensidad que deja
de tratarse de un conocimiento lingüístico para convert-
irse en un hablar de espíritu a espíritu. «Como un arpa
melodiosa, los apóstoles expusieron con un plectro místi-
co, oh Salvador, la melodía de tus palabras».
«El Espíritu hace surgir a los profetas como de una
fuente; instituye a los sacerdotes; de los pecadores hace
teólogos; El constituye la Iglesia » 8 . La efusión del Espíritu
está precedida y anunciada por la fiesta de la Trinidad.
Desde la revelación de la Iglesia celeste de las Tres Perso-
nas divinas, el Espíritu conduce ahora a la constitución de
su icono terrestre: la Iglesia de los hombres. El domingo
de Pentecostés, el icono de la Trinidad se ofrece para la
contemplación de los fieles como un espejo divino, donde
los hombres leen la verdad misteriosa de su propia exist-
encia.
Ahora se comprende mejor la composición del icono de
Pentecostés. No es una simple ilustración del texto de los
Hechos ; confronta todos los textos de las Escrituras, sigue
la liturgia y traza una inmensa perspectiva que sobrepasa
un fragmento de historia para expresar la «palabra inte-
* Versos del tono 1, las Grandes Vísperas.
341
rior» de los acontecimientos. Muestra el Colegio de los
doce apóstoles (Le 6, 13; Apoc 21, 14), el pleroma misterio-
so que reemplaza las doce tribus de Israel; es el uno de la
Iglesia que espera «ser revestido del poder de lo alto» (Le
24, 49), para presentar «la plenitud de Aquel que lo llena
todo en todos» (Ef 1, 22). En este Cenáculo vemos a Pablo,
Marcos y Lucas. Su presencia tiene la elocuencia del sím-
bolo, alarga prodigiosamente el Colegio apostólico que in-
cluye a los «doce», a los «setenta» y a todo el cuerpo de la
Iglesia. Por eso la Virgen está ausente. Ella estaba presente
en el icono de la Ascensión; figura de la Iglesia, recibía de
lo alto la bendición ritual de Cristo y su promesa de la
epíclesis-Pentecostés. Pero el día de Pentecostés, la Iglesia
recibe los dones bajo la forma de lenguas, cada una recibi-
da personalmente por cada apóstol y no hay razón para que
la Virgen doble la figura de la Iglesia presentada por el
Cuerpo de los apóstoles. Es una visión para adentro y
como más allá del relato inmediato de los Hechos ; el oficio
lo dice: «Cuando distribuía las lenguas de fuego, llamó a
todos los hombres a unirse, y en la concordia celebramos
al Espíritu Santo». Esta es la armonía de la Sobornost y por
eso las antiguas imágenes de los Concilios Ecuménicos re-
producían el mismo esquema del icono de Pentecostés.
Los apóstoles están sentados en un banco con forma de
arco, a sus dos lados, formando dos grupos uno en frente
del otro. Todos se encuentran en el mismo plano, en la
misma escala de grandeza; es su igualdad de honor. En los
extremos están situados Pedro y Pablo que dejan un sitio
vacío entre ellos. Esta composición recuerda exactamente
el icono de Cristo adolescente predicando en la sinagoga.
Aquí Cristo es invisible, pero es Él la Cabeza siempre pre-
sente. El Evangelio del Lunes de Pentecostés es Mateo 18:
«donde están dos o tres congregados en mi Nombre, allí
342
estoy yo en medio de ellos»; invisiblemente está presente y
Él es quien gobierna y dirige la Iglesia.
El icono muestra una composición abierta y sitúa el
acontecimiento sobre una amplia escena elevada, «cámara
alta» cuyo espacio eclesial ilimitado domina el mundo.
Abierta a lo alto, está como estirada hacia el cielo, hacia la
Fuente eterna de donde parten las lenguas de fuego, las
energías trinitarias concentradas en el Espíritu Santo.
También se abre hacia abajo, sobre un arco negro donde
languidece un prisionero vestido de rey; a menudo el arco
está cerrado por una cancela de prisión que subraya un
estado de cautividad. La inscripción alrededor de la cabe-
za del prisionero explica que es el Cosmos, personificado
por un viejo harto de días desde la caída -el universo cau-
tivo del Príncipe de este mundo-. La oscuridad que lo ro-
dea representa «las tinieblas y sombra de la muerte» (Le 1,
79), es el infierno unlversalizado de donde se destaca el
mundo no bautizado y que, en su parte más iluminada,
aspira también a la luz apostólica del Evangelio. Tiende
sus manos para recibir también la gracia, y los doce rollos,
que guarda con respeto sobre un lienzo, simbolizan la pre-
dicación de los doce apóstoles, la misión apostólica de la
Iglesia y la promesa universal de la salvación. El contraste
entre estos dos mundos coexistentes es de los más conmo-
vedores: arriba ya está la «nueva tierra», visión del Cos-
mos ideal abrasado por el fuego divino y al cual aspira el
viejo rey. Las energías del Espíritu Santo entran en acción
a la vista de la liberación y de la metamorfosis del cosmos
prisionero abajo.
Es aquí donde el mensaje de la fiesta adquiere toda su
resonancia. En lugar de todos los hombres. Cristo ha lan-
zado el grito: «¿Por qué me has abandonado?» Ese grito
ha sacudido los cimientos del infierno y hecho vibrar las
entrañas del Padre. Pero el Padre que envía a su Hijo sabe
343
que incluso el infierno es su dominio y que la «puerta de
la muerte» se ha transformado desde entonces en «puerta
de la vida». El viejo rey muestra con sus manos extendidas
que la misma desesperanza infernal está herida por una
esperanza que ella precontiene. El hombre nunca debe
caer en la desesperación, no puede caer más que en Dios
quien nunca desespera de él. La mano tendida hacia Cris-
to nunca se queda vacía.
El cuarto Evangelio, en el capítulo XIII, describe la Ce-
na del Señor. La mano de Judas se abre. Poniendo en ella
el pan eucarístico. Cristo hace un último llamamiento. Los
dedos de Judas se cierran sobre el Cordero inmolado. Ju-
das sale, y «era de noche». La noche lo recibe, pues Satán
está en él. Pero Judas lleva en su mano, que es la de Satán,
un presente temible. El infierno guarda en su seno ese
trozo de pan; parcela de luz, ¿no es la expresión fiel y
exacta de las palabras: «La luz luce en las tinieblas»?
El gesto de Jesús designa el misterio último de la Igle-
sia; en último término, ésta no es otra cosa que la mano de
Jesús ofreciendo el pan eucarístico, este alimento de los
dioses, el pan de su Amor; la llamada se dirige a todos,
pues todos están bajo el poder del Príncipe de este mundo,
como el viejo rey cautivo en el icono, y todos están en la
última tensión hacia el amor divino. Ahora bien, si los
desesperados exploran las profundidades de Satán, el
Evangelio invita a los creyentes a «mover las montañas».
Quizá esto signifique, para nosotros, desplazar la montaña
infernal del mundo moderno, sacar al mundo de su nada
hacia el ser fulgurante de Pentecostés y sus dimensiones
nuevas de vida.
Hay una evolución incluso en el ateísmo. Parece que la
muerte de Dios nietzscheana, ese Viernes Santo sin día
siguiente, cede el sitio hoy al gran silencio del Sábado, al
344
gran silencio del viejo rey, que es un silencio no de nega-
ción sino de espera...
El rico contenido iconográfico hace referencia a los ofi-
cios de la fiesta. Las grandes vísperas que siguen la litur-
gia del domingo comportan las tres grandes oraciones de
san Basilio, que el sacerdote lee ante el pueblo arrodillado,
signo de una atención particular. La primera oración pre-
senta a la Iglesia ante el rostro del Padre; la segunda pide
al Hijo que proteja a todos los vivos; la tercera ruega por
todos los muertos desde la creación del mundo y hace ref-
erencia así al descenso de Cristo a los infiernos: «Tú que te
dignas escuchar nuestras oraciones de expiación por los
que están encerrados en los infiernos, y nos das la gran
esperanza de ver cómo les otorgas la libertad de los tor-
mentos que los acosan..., dales el reposo en un lugar tran-
quilo...; hazlos dignos de la liberación, pues los que están
en el infierno no son los que osen confesarte; pero noso-
tros, los vivos, te bendecimos y te suplicamos y te ofrece-
mos nuestras oraciones y nuestros sacrificios por sus
almas». La gracia superabundante de la fiesta aleja todo
límite. Una vez al año, el día de Pentecostés, la Iglesia ora
incluso por los suicidas... Vemos bien la amplitud de la
fiesta tan fuertemente subrayada por las dos aperturas del
icono: del cielo al infierno, y del infiemo al cielo.
En los maitines de la noche de Pascua, en el silencio del
fin del sábado, el sacerdote y el pueblo dejan la iglesia. La
procesión se detiene en el exterior, ante la puerta cerrada
del templo. Por un breve instante, esta puerta cerrada sim-
boliza la tumba del Señor, la muerte, el infierno. El sacer-
dote hace el signo de la cruz en la puerta, y, bajo su fuerza
irresistible, la puerta se abre de par en par y todos entran
en la iglesia inundada de luz y cantan: «Cristo ha resucita-
do de entre los muertos, ha vencido a la muerte con la
muerte y ha dado la vida a todos los que están en las tum-
345
bas». La puerta del infierno se ha convertido en puerta de la
iglesia. No se puede ir más lejos en el simbolismo de la
fiesta...
La Iglesia de los pecadores, «de los que perecen» según
la expresión de san Efrén, por la comunión en las «cosas
santas» descubre en ella la «cadena de oro» de la santidad.
Pentecostés aporta una nueva calificación eclesial de lo
humano: en un pecador muestra un santo. En Listra, la
muchedumbre toma a Pablo y Bernabé por unos «dioses»;
pero «nosotros somos hombres iguales a vosotros», dicen
los apóstoles ( Hech 14, 11-15). «Es justo, insiste san Juan
Crisóstomo, los apóstoles son al mismo tiempo iguales y
diferentes: a la naturaleza humana se añade una lengua de
fuego» 9 . Es muy normal que la Iglesia celebre el día de
Todos los Santos, la fiesta de todos los santos conocidos y
desconocidos, el domingo que sigue a Pentecostés y clau-
sura su tiempo. Es la fiesta de la esencia misma de la Igle-
sia, de la santidad, la fiesta de las lenguas de fuego de
Pentecostés: «La Iglesia llena de la Trinidad», según Orí-
genes, se consuma en la Iglesia llena de santos...
El oficio de Todos los Santos transmite el mensaje de
todos los iconos: «Yo canto a todos los amigos de mi Se-
ñor; el que quiera, que se una a ellos». Desde el iconostasio
«la nube de testigos viene a nuestro encuentro»...
9 Las homilías l y IV sobre los / lechos .
346
CAPITULO X
El icono de la divina Sabiduría
Ante los iconos de la Sabiduría de Dios se experimenta
un profundo misterio. No existe explicación absolutamen-
te convincente sobre el significado de esta figura enigmáti-
ca. El comentario que damos no es más que una hipótesis
teológica y no pretende de ninguna manera aportar la so-
lución. Sólo es una sugerencia entre otras.
Entre las diferentes composiciones, escogemos el céle-
bre icono de la Sophia de Novgorod (hacia 1500). La Sabidu-
ría tiene la figura de un Angel, sentado en un trono,
coronado y vestido con trajes imperiales. Tiene un cetro,
atributo real, y un rollo, el contenido de la Sabiduría. El
rostro, las manos y las alas son de un rojo-fuego, y el
vestido es de oro resplandeciente. Los pies están coloca-
dos sobre una piedra, fundamento inquebrantable, «sobre
esta piedra fundaré mi Iglesia», la roca de la fe cuya forma
redonda significa la plenitud. Las siete barras verticales
colocadas bajo el trono reproducen el «palacio de las siete
columnas» y simbolizan los siete dones del Espíritu Santo
según Isaías. La Sabiduría está en el centro de las esferas
de gloria. Encima vemos un busto de Cristo bajando sus
manos hacia el Angel. En lo alto, el trono de la Parusía y
los ángeles. El Angel está junto a la Theotókos, que sostiene
347
al Cristo-Emmanuel, y a san Juan Bautista, recuerdo con-
movedor del icono de la Deisis.
El tema iconográfico de la «Sabiduría» procede de Pro-
verbios IX: «La Sabiduría se ha construido una casa y ha
levantado siete columnas; sacrificó sus víctimas, mezcló su
vino en un vaso y preparó su mesa. Envió a sus sirvientes
a que invitaran en voz alta a su festín y dijeran: Si alguno
es simple, que venga. Y para los que desean comprender,
dijo: Venid, comed mi pan y bebed el vino que he mezcla-
do para vosotros». Los comentarios patrióticos relacionan
este texto con la economía de la salvación, con la eucaristía
en el centro. Este mismo texto se escogía como lectura
litúrgica para el oficio de la consagración de una iglesia y
para las fiestas marianas; en los dos casos, esta elección
hacía ver en la Iglesia y en la Theotókos los receptáculos de
la Sabiduría.
El libro de Isaías habla del «Angel del Gran Consejo»,
nombre que, aplicado siempre al Verbo encamado, desig-
na su misión en el mundo, como «enviado» de la Trinidad.
Pero las composiciones iconográficas de este tipo, forzosa-
mente simbólicas, han suscitado vivas controversias, de
suerte que el Concilio TruIIano (canon 82) prohíbe los
«símbolos» y las «sombras» (ángel, cordero, pez) al referir-
se al Verbo después de su Encarnación.
Dada esta prohibición, ¿cómo comprender el célebre
icono de la Trinidad de Rublév? Según san Justino 1 , en el
relato bíblico de la «filoxenia» -hospitalidad de Abraham-,
dos ángeles solamente eran verdaderamente ángeles, el
tercero era el Señor, pero sólo El. Lo mismo dice Oríge-
nes 2 : Abraham «encuentra tres, pero sólo adora a uno».
1 Dial, cum Tryp/z. 57, 2.
/ lom. sobre el Génesis .
348
Todo comentario del icono de Rublév que ve a Cristo
en el Angel de en medio corre el riesgo de encontrarse en
esta tradición. Su posición central subrayada no concuerda
con la posición del Padre, Fuente y Principio monárquico
de la unidad, puesto de lado. Ahora bien, esta tradición
(Justino y Orígenes) suprime el sentido trinitario del ico-
no. Por el contrario, si es el Padre quien está en medio,
inmediatamente aparece afirmado de manera explícita el
sentido trinitario, y la presentación del Padre y del Espíri-
tu Santo bajo la apariencia de ángeles es perfectamente
legítima; del mismo modo Cristo, en esta perspectiva trini-
taria, pero únicamente en ella, puede igualmente tomar la
figura de un Angel sin contradecir el decreto del Concilio
Trullano. El icono no describe nunca las Hipóstasis, sino
que se abre al misterio de la Unidad de los Tres.
En un manuscrito de san Juan Clímaco, que data del
siglo XII, conservado en el monasterio de Santa Catalina
en el Sinaí, vemos una imagen de las tres figuras: un An-
gel en medio está sentado en un trono situado en el centro
de una gloria oval, su puesto está visiblemente a parte,
pues está rodeado de dos figuras aladas que permanecen
de pie a una cierta distancia del trono. La regia posición
del Angel de en medio rodeado de gloria está fuertemente
puesta de relieve. Las inscripciones precisan el significado
de los personajes: en medio está el Agape divino sentado
con realeza, rodeado de las virtudes humanas de la Fe y la
Esperanza. Encima, el busto de Cristo que baja sus manos
hacia el Angel de en medio. Esta composición recuerda
exactamente la de nuestro icono de la Sabiduría y puede
considerarse como su prefiguración. Es evidente que Cris-
to en alto, bajando las manos, no representa en modo al-
guno su propia figura en el Angel de en medio. Esta figura
estaría en contradicción con el Concilio Trullano y haría
349
incomprensible, junto a la imagen del Cristo encamado, su
doble simbolismo, aparentemente inútil.
Debemos recordar aquí la enseñanza de san Gregorio
Falamas: el Espíritu Santo enhipostasía el eterno movi-
miento del amor trinitario. El amor es inherente a cada
hipóstasis de la Trinidad, pero, en la circulación de la vida
intradivina, el Espíritu Santo es el Agape trinitario por ex-
celencia. Es perfectamente plausible, pues, ver en el Angel
de en medio la figuración simbólica del Espíritu Santo, en
cuanto Agape divino rodeado de las virtudes humanas de
la Fe y la Esperanza que conducen hacia el corazón de la
vida divina y humana, hacia el Amor, como en la D eisis la
Virgen y san Juan rodean al Verbo.
Haciendo un recorrido por la Tradición, se pueden se-
ñalar varias figuras de la Sabiduría de Dios: 1) la imagen
del Verbo encamado, partiendo de 1 Cor 1, 24; 2) en san
Teófilo de Antioquía 3 y san Ireneo 4 , la Sabiduría no es la
imagen de la segunda sino de la tercera hipóstasis, del
Espíritu Santo; 3) la imagen de la energía trinitaria (en el
palamismo); 4) finalmente la Sabiduría encuentra su ima-
gen en la Virgen y 5) en la Iglesia.
Tal riqueza simbólica significa que sería erróneo aislar
un solo significado. La Sabiduría es el atributo del Dios
trinitario y posee una pluralidad de representaciones. An-
te todo, la Sabiduría es el lugar de la manifestación de
cada Hipóstasis; más precisamente y según el esquema
clásico de los Padres, ella es la revelación del Padr e-el Sa-
bio en el Hijo-/a Sabiduría por el Espíritu Santo -Espíritu de
Sabiduría. En el plano de la economía de la salvación, la
3 AdAutol.2, 10.
4 Adv. Haer. 4, 20, 1 : «A! Padre siempre son inherentes la Palabra y la Sabiduría, el
Hijo y el Espíritu». San Juan Damasceno, por su parte, dice: «El Espíritu Santo
es la Fuente de la Sabiduría», De fideorih. 1,8.
350
Sabiduría es más en concreto el lugar de la diada Hijo-Es-
píritu que revela al Padre y por eso puede identificarse
tanto con el Hijo como con el Espíritu Santo. La identifica-
ción con el Hijo es la más frecuente, pues el Hijo es el
Verbo encamado y posee la figura humana.
En el siglo XIV, con san Gregorio Palamas la Tradición
realiza una síntesis doctrinal sobre el Espíritu Santo. La
energía increada es «inseparable del muy Santo Espíritu».
El palamismo realiza la distinción entre el Espíritu (con
artículo) en cuanto Persona y Espíritu (sin artículo) en
cuanto energía. Es la distinción capital entre el plano esen-
cial y el de las manifestaciones energéticas. Si, en la patrística,
la realidad misteriosa de la Sophia-Sabiduría se identifica
tanto con el Espíritu Santo como, y más amenudo, con el
Verbo, el palamismo ha visto en ella la energía divina, ma-
nifestada en el Hijo, pero común a las Tres Personas de la
Trinidad y comunicada en el Espíritu Santo : «Sabiduría por
la cual y en la cual Dios creó el universo» s . El Patriarca
Filoteo precisa: «La Sabiduría es una energía común de la
Trinidad... energía otorgada en el Espíritu Santo a los que
son dignos de ella».
La iconografía sigue la tradición y hace ver la Sabiduría
bajo una figura femenina alada, en el trasfondo de una
arquitectura con siete columnas. «Por ser un hálito del po-
der divino y una emanación pura de la gloria de Dios
onmi potente» (Sab 7, 25), «juega en la superficie terrestre
con los hijos de los hombres» (Prov 8, 31); con toda clari-
dad lo divino en su nota dominante se siente como ternura
y belleza...
En nuestra hipótesis, el icono de la Sophia reúne todas las
imágenes de la Sabiduría. En lo alto, el Evangelio colocado
Palamas, Diálogo con Crégoras.
351
sobre el «trono de preparación» constituye el contenido de
la Sabiduría predicada. Cristo con busto y traje de Rey es
la Sabiduría identificada con el Verbo encamado. La Theo-
tókos sosteniendo en medallón a Cristo-Emmanuel es la
Sabiduría en el misterio teándrico de la Encamación y el
lugar privilegiado de su presencia, la virginidad maternal.
La Virgen con san Juan Bautista («hijo de la Sabiduría» Le
7, 35), la Sierva del Señor y el Amigo del Esposo de la
Deisis, representan la Sabiduría en tanto que Iglesia en su
ministerio de intercesión. Y, finalmente, el Angel de en
medio es la Sabiduría en tanto que Fuente personificada
de las energías y de la santificación, pneüma-Espíritu sin
artículo.
Su misterio sin embargo nos obliga a ir más lejos. San
Juan Damasceno 6 dice: «El Hijo es la imagen del Padre y el
Espíritu Santo es la imagen del Hijo». La tercera Hipóstasis es
la única que no tiene su imagen en otra Persona. Ella se
oculta en su misma epifanía. Aparece «como», «bajo la
forma» simbólica de la Paloma y de las lenguas de fuego.
Algunos iconos, en lo alto, al lado del Evangelio, colocan
la Cruz. En san Pablo, 1 Cor 2, la «locura de la Cruz» se
refiere a la Sabiduría de Dios, misterio que sólo el Espíritu
revela. Por eso se le llama: «el poder invencible de la
Cruz». En el trono de la hétimasia , la Sabiduría está repre-
sentada por el Evangelio y la Cruz, figuras del Verbo y del
Espíritu.
Ya hemos mencionado a san Teófilo y a san Ireneo, que
identifican la Sabiduría con el Espíritu Santo. Hay que de-
cir, en efecto, que se identifica de igual manera con el
Verbo y con el Espíritu, con «las dos manos del Padre»,
según la expresión de Ireneo. Pero el Espíritu, así como el
Padre, no tiene una imagen encamada. El Hijo es el único
6 Defide or th. 1 , 13 .
352
que nos muestra el rostro humano. Sin embargo, su miste-
rio no está por eso limitado, pues «El que me ha visto, ha
visto al Padre». También puede decir: «El que ha visto al
Espíritu Santo, a mí me ha visto», pues el Espíritu Santo es
la imagen del Hijo. Leyendo el cuarto Evangelio, sorpren-
de el mismo nombre de Consolador, de «segundo Paráclito»
íntimamente ligado al primero, lo que nos hace compren-
der por qué su unidad díptica culmina en su identificación
recíproca con la Sabiduría.
«Como el sol cuando encuentra un ojo puro, el Espíritu
Santo te mostrará en Sí mismo la Imagen del Invisible. En
la feliz contemplación de esta Imagen verás la Inefable
Belleza del Arquetipo» 7 . Toda visión de Dios es trinitaria.
Podemos considerar al Angel del icono de la Sophia como el
icono del Espíritu Santo , no en su Hipóstasis, radicalmente es-
condida, sino en tanto que «imagen del Hijo», según palabras de
san Juan Damasceno.
Visiblemente, el Angel del icono de la Sophia desciende
del icono de Rublév, donde el Espíritu tampoco está repre-
sentado en su Hipóstasis sino en tanto que tercer Principio
de la unidad trinitaria. Sólo el Hijo es «verdadero Hom-
bre», sólo el Hijo posee el rostro humano. Pero este rostro,
en cierto sentido, es también el rostro humano del Dios
trinitario; por eso el Padre y el Espíritu pueden aparecer
«como» Angeles con rostro humano.
El Angel de nuestro icono lleva corona y cetro, atribu-
tos del Rey, y está cubierto con el oro del Dios de la gloria.
El púrpura 8 de su rostro es lo enigmático. Según la anti-
gua tradición bizantina, la Sabiduría con el rostro púrpura
1 San Basilio, De Spiritu Sancto IX, 23; P C. 32, 109.
8 Ver E. TkOUHETZKOY, Dos mundos en la antigua iconografía rusa.
353
se había aparecido al hijo del maestro de los trabajos de la
catedral de Santa Sofía en Constantinopla.
El icono en su última amplitud representa la economía
de la salvación, la Sabiduría de Dios en su totalidad. El
púrpura nos sitúa en el «comienzo», en la fuente de la
Creación. Por lo tanto es la primera palabra de la Biblia:
«Que se haga la luz», es el Alba preeterna (que explica el
color púrpura) que se levanta por encima del abismo aún
privado de vida y de luz y de donde el acto divino va a
sacar el ser. Las esferas alrededor del Angel son la repre-
sentación del Universo; están sembradas de estrellas, de
mundos innumerables. Es el Proyecto de Dios para su
creación, pero las dos figuras que rodean el Angel son ya
su culminación.
«En el principio era el Verbo» (Jn 1, 1) es el Evangelio
sobre el trono de gloria bajo la sombra ya de la Cruz. «El
Verbo era Dios» es el busto de Cristo: «El Verbo se hizo
carne» (Jn 1,1; 14). «La luz luce en las tinieblas» (Jn 1, 5) es
el resplandor del Angel en el fondo estrellado de las esfe-
ras y de los mundos. La Theotókos mostrando a Cristo-Em-
manuel (imagen del Verbo eterno, anterior a la creación) y
san Juan, el amigo del Esposo, son los testigos del cumpli-
miento del Proyecto divino.
El Alba preetema púrpura anuncia el Mediodía esplen-
doroso, la luz del Tabor y de la Parusía, el Sol del Verbo
encarnado. Cristo, en busto, baja sus manos hacia el Angel
con el gesto del que ha cumplido su misión y muestra «la
obra del Espíritu que comienza». Cristo viene para «hacer
descender el fuego», y el fuego según los Padres es el
Espíritu Santo.
En el orden ascendente, según la vertical del icono, se
revela la Trinidad. Por el contrario, en la composición en
círculo, el Angel es el centro arquitectural, con los poderes
celestes y los ángeles en lo alto y la humanidad abajo.
354
Todo el Universo está reunido alrededor de la Gloria de
Dios; el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, consti-
tuyen una espléndida doxología.
El icono de la Sophia reproduce la Deisis, pero ésta en
una perspectiva escatológica transforma el Juicio en Bodas
del Cordero. Nuestro icono, en su punto culminante, rep-
resenta el icono del Reino, y el Reino según los Padres es
el Espíritu Santo. En esta perspectiva final, ya no es el Alba
de la Historia, sino el Alba de la Eternidad. El alfa y la omega
se unen, «Que se haga la Luz» se culmina en un «Que se
haga la Belleza». En el icono de la Sophia podemos con-
templar la Belleza divina que salva.
Lo indecible del Reino, su visión, desbordan el alma y
hacen presentir la luz del Octavo Día, haciendo el Espíritu
Santo resplandecer la humanidad de Cristo, esa «antorcha
de cristal» que brilla con todos los colores del más allá e
icono fulgurante de la Gloria trinitaria.
355
Sumario bibliográfico
Alpatov, M., Altrussische íkonenmalerei, Dresden, 1958.
BULGAKOV, S., El icono y su culto (en ruso), París, 1931.
DAVY, M. M., Essai sur la symbolique romane , París, 1955.
DEMINE, N., La Trinidad de Andrés Rublév, Moscú, 1963 (en
ruso).
FEUCETTI-LlEBENFELS, W., Geschichte der Byzantinischen Iko-
nenmalerei, Lausanne, 1956.
GERHARD, W., Véelt der Ikonen, Recklingshausen, 1957.
Marie Mere de Dieu, Neuchátel, Suiza.
GRABAR, A., L' iconoclasme byzantin, Dosier arqueológico,
París, 1957.
La Peinture byzantine, Ginebra, 1953.
KONDAKOV, N., El icono ruso, Praga, 1931 (en ruso).
KÜPPERS, L., Gottliche Ikonen, Düsseldorf, 1949.
Lazarev, V., La historia de la pintura bizantina, Moscú, 1947
(en ruso)
MERCIER, G., L'Art abstrait dans l'Art Sacré, París, 1964.
MICHELIS, P. A., Esthétique de l'Art Byzantin, París, 1959.
MURATOV, P., Les icones russes, París, 1927.
ONASCH, K., Ikonen, Berlín, 1961.
OUSPENSKY, L. y LOSSKY, V., Der Sinn der Ikonen, Berna,
1952.
OUSPENSKY, L., Essai sur la Théologie de l’icóne, París, 1960.
356
PAPAIOANOU, K., La peinture byzantine et russe, Lausanne,
1965.
Russische Ikonen (recopilación de artículos), Baden-Ba-
den, 1951.
Seminarium Kundakovianum , Praga.
TALBOT RICE, Art Byzantin, París-Bruselas, 1959.
TRUBETZKOI, E., Los tres estudios sobre el icono ruso. Nueva
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Weidle, W., Les icones byzantines et russes, Florencia, 1950.
WlLD, D., Les icones, Lausanne.
WlNKLER, M., Les jours de jetes, Neuchátel.
357
ÍNDICE
Primera Parte
La Belleza
Visión bíblica de la belleza 7
La teología de la belleza en los Padres 15
De la experiencia estética a la experiencia religiosa 25
La palabra y la imagen 37
La ambigüedad de la belleza 41
La cultura, el arte y sus carismas 49
El arte moderno a la luz del Icono 77
Segunda Parte
Lo Sagrado
La cosmología bíblica y patrística 103
Lo sagrad o 125
El tiempo sagrado 131
El espacio sagrado 143
359
El templo
147
Tercera Parte
La teología del icono
Preliminares históricos 1 67
El paso de los signos a los símbolos 177
El icono y la liturgia 179
Teología de la presencia 181
Teología de la gloria-luz 185
El fundamento bíblico del icono 1 93
El iconoclasmo 197
El fundamento dogmático del icono 205
Los cánones y la libertad creadora 21 5
El arte divino 221
La apófasis o la vía ascendente del icono 233
Cuarta Parte
Una teología de la visión
El icono de la Santa Trinidad de Andrés Rublev 245
360
El icono de Nuestra Señora de Vladimir
261
El icono de la natividad de Cristo 271
El icono del bautismo del Señor (la Epifanía) 289
El icono de la transfiguración del Señor 299
El icono de la crucifixión 309
Los iconos de la resurrección de Cristo 319
El icono de la Ascensión 331
El icono de Pentecostés 337
El icono de la divina Sabiduría 347
Sumario bibliográfico 356
361
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THicr
’V. 1 wfrif . 1
LA MADRE DE DIOS
Fragmento del Icono «Tú alegras a todas las criaturas».
Hacia c! año 1500 — Maestro Dionisi. Galería Tretiakov — Moscú.
LA MAOKh DE DIOS Dl-I MONASTERIO DE I AS CiKlTAS
(Con los sanios TeodOSio y Antonio)
Hada el año 1288 — Escuela de Kiev. Galería Tretiakov - Moscú
I I DESCENSO DE l A CRUZ
Siglo XV. escuela del Norte. Galería Tretiakov — Moscú.
I II
1 t
/ *
1 /
\JK ANUNCIACION
F in del s. XV. Escuela de Moscú. Galería Treliakov — Moscú.
I A TRINIDAD
Obra de A. Kublcv, hacia el año 14 15. Galería Tretiakov — Moscú
I A MADR1 1)1 DIOS. !>!: VIADIMIR
Icono bizantino de los ss. XI o XII. Galería Tretiakov — Moscú.
* | vf 1 1
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# 4 Al ' V ^ 1 | ^1
EL BAUTISMO DE CRISTO
Museo bizantino de Atenas.
1 A TRANSFIGURACION
Finales del s. XIV. Teófanes el Griego.
Galería I retiakov — Moscú.
I A CRUCIFIXION
1500. Maestro Dionisi. Galería I rctiakov — Moscú.
*
I A RESl RRI i C ION (DESCANSO A ! OS INFIERNOS)
Iglesia ele! Redentor de C hora (Kariye Cami)
Hacia el 1310 — Estambul,
I AS NfUJKRJES PORTADORAS Oh MIRRA A I A TUMBA
Final del s. XV. Vologda. Museo nacional rus*) — Leningrado.
yWf J
,\ . \ i / n / f/
m f Wm
F-
P JV \nk
, v A
* S 6
Il\t ' &
LA DIVINA SABIDURIA
l'inalcs del s. XVI. Escuela de Navgorod.
Este libro, editado por Publica-
ciones Claretianas de Madrid,
SE TERMINO DE IMPRIMIR EN TALLE-
RES gráficos Anzos, S. A., Fuen-
labrada (Madrid), el día 14 de
MARZO DE 1991 .